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15 de junio de 2004

II. Avaricia

También nuestra época adora este Becerro de Oro. Otras lo han hecho, sí. Pero con mala conciencia: a sabiendas de que eso no era bueno. Se ha pecado siempre, pero ha sabiendas de que el pecado, aunque placentero, era pecado.

Por: Antonio Caballero
| Foto: Antonio Caballero



También nuestra época adora este Becerro de Oro. Otras lo han hecho, sí. Pero con mala conciencia: a sabiendas de que eso no era bueno. Se ha pecado siempre, pero ha sabiendas de que el pecado, aunque placentero, era pecado. Como san Agustín, cuando acosado por el deseo de la lujuria, pedía: "¡Dame la castidad, Señor, pero todavía no!". Solo nuestra época adora el Becerro de Oro convencida de buena fe de que es el verdadero Dios, y solo ella tiene todos los pecados por virtudes. Lean ustedes los periódicos, miren la televisión, hojeen las páginas de anuncios de esta misma revista: todo es un canto a la codicia, al deseo desordenado de riquezas, al afán de lucro. Lean los artículos del ex ministro de Hacienda Rudolf Hommes.
Aunque, por supuesto, no es la escuela neoliberal de pensamiento económico la única que convierte en virtud el pecado capital de la avaricia: ya Guizot, a mediados del siglo XIX, les decía a los franceses: "Enriqueceos". Nunca, sin embargo, el ansia insaciable de riquezas había tenido tan buena prensa como hoy, ni tanta prensa. Un dibujo de Mort Gerberg en la revista New Yorker mostraba a los otros seis pecados capitales mirando la televisión, en donde la codicia alzaba los brazos haciendo la V de la victoria. Y comentaba la envidia: "Últimamente le están dando más cobertura mediática de la que se merece". Ya nadie predica la austeridad de costumbres, como los estoicos. Tampoco a nadie se le ocurre ya decir que el dinero es "el estiércol del diablo", como pensaba san Ambrosio. Nadie le advierte a nadie, como san Pablo a los tesalonicenses, que la codicia es "raíz de todo mal". Nadie cree, como san Jerónimo, que "si uno es rico es porque o ha robado, o su padre ha robado": y no lo cree nadie, aunque se sepa, pues al robo se lo llama hoy "creación de riqueza".
Todavía en la Inglaterra decimonónica de Carlos Dickens -y de Carlos Marx- se pensaba que la figura del avariento Scrooge, el personaje de Cuento de Navidad, era repulsiva. En este siglo XXI, Scrooge sería nuestro santo patrón, y lo nombrarían síndico de la Bolsa de Nueva York.
Pero la economía es una ciencia misteriosa. Resulta que tan útil desde el punto de vista de la economía (y tan censurable desde el punto de vista de la moral), como la avaricia es el vicio opuesto: la prodigalidad. (En buena lógica debería ser una virtud; pero también la moral es una ciencia misteriosa). Así como es necesaria la acumulación de capital, así es necesario también que el capital circule. La prodigalidad, sin embargo, es simplemente un defecto: no un pecado capital. Se llaman capitales los que inducen a otros pecados, o conducen a ellos. Por eso, el Evangelio, tan severo con los codiciosos -"más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el Reino de los Cielos"-, es en cambio indulgente hacia los pródigos. Al hijo pródigo de la parábola, que dilapida toda su herencia, su padre lo recibe de vuelta matando para él los más tiernos corderillos. Por el contrario, la avaricia no se perdona: en otra parábola, la de los talentos, el más castigado es el que ha enterrado el suyo como un tesoro, sin invertirlo ni gastarlo.
Lo dice la sabiduría popular: "La avaricia rompe el saco". Los economistas prefieren hablar de 'ciclos'.