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28 de noviembre de 2012

Símbolo

Margarita Rosa de Francisco

Ricardo Silva habló con Margarita Rosa de Francisco, nuestro Símbolo de este mes. Acá le mostramos la entrevista.

Por: Ricardo Silva Romero
| Foto: Will Van Der Vlugt

Margarita es tan cuerda que de vez en cuando piensa que está loca. Y es tan sana que le ha dedicado la vida al sagrado oficio de no comerse ningún cuento. Podría ser una prestigiosa ex reina de belleza en esta Colombia nerviosa que se rinde a los que se voltean a sonreírle. Podría vivir de aquí a la eternidad de lo que hecho en la televisión, de los besos de Gallito Ramírez (1986), las maldades de Los pecados de Inés de Hinojosa (1988) o las peroratas de Café (1994), en este país entrañable que busca la reivindicación social en sus telenovelas. Un día fue una “diva”, entre comillas, que se enteraba de su rutina por la prensa. Tuvo una boda imperial en vivo y en directo. Y vendió un millón de copias de un disco de rancheras que después cantó en estadios llenos de fanáticos. Pero ella, que no niega las miserias ni las glorias, le ha dedicado su sistema nervioso a la labor de desmontar su propio mito.
Yo, que en la mañana he reunido las fotos, las secuencias, las canciones de su rompecabezas, me pregunto cómo ha hecho para no quedarse atrapada dentro de sí misma como la triste Norma Desmond de la triste Sunset Boulevard. ¿Cómo estar a la vista de todo el mundo desde tan temprano? ¿Cómo encarar la costumbre de que la gente lo señale a uno por la calle? Esta mujer que tengo enfrente, que será siempre un misterio, porque también es un misterio para ella, que se ríe de todo en Twitter pero jamás da por sentada la bondad de los extraños, que vive en un apartamento en blanco y negro, en Bogotá, en donde nada está fuera de lugar y todo dice la verdad, sabe algo sobre vivir que ni usted ni yo sabemos.

¿Cómo se hace para vivir toda una vida en la vitrina de la fama sin volverse completamente loco?

He podido estar continuamente expuesta porque a fuerza de ponerme en duda, a punta de reírme de mis ansiedades en medio de una familia a la que he adorado con la vida, he tenido una brújula interior que me ha servido para no comerme todo el cuento. He trabajado en mi trasescena a rajatabla: eso es. Tuve un miedo rarísimo a existir desde muy niña. Esto de estar viva, esto de no saber este mundo por qué y para qué me trajo una angustia muy grande que no supe nombrar, que confundí con estar enferma durante mucho tiempo. Mi mamá me buscó un psicoanalista de niños, en Cali, cuando se volvió insoportable. Y estuve en terapia hasta los 18, primero mintiéndome dos veces por semana, después desmontando lo que pensaba de todo, hasta que un día comencé a encontrar las palabras exactas que traducían lo que estaba sintiendo. Quizás no fue del todo conveniente haber pasado tanto tiempo en eso. Pero sí me acostumbré a ese “traer a consulta” las cosas que me iban pasando. Y ha sido así, creo, que he podido vivir en medio de semejante bulla.

¿En qué momento de la vida comenzó toda esta bulla?
No sé si esto sea contradictorio. Tal vez sí. Pero la verdad es que, en medio de ese temor que llevaba como si tuviera el diablo adentro, tuve el descaro de dedicarme al oficio de llamar la atención. Fui una buena estudiante que no encajó del todo en los tres colegios en los que estuvo, pero sobre todo fui una figurita delgada que se sentía orgullosa de un pelo que era todo un acontecimiento: algo así como una bestia amazónica. Y, además de ser una niña atormentada que escribía las cosas que le hacían falta, era un sirirí que se salía de su trance para inventarse con sus dos hermanos obras de teatro más bien improvisadas. Nunca soñé con tener hijos. Nunca jugué a ser mamá. Pero sí jugué a la cantante desde que pude jugar.

Esa vocación a enfrentarse al público ha sido una vocación de toda tu familia.
Claro que sí: a mis papás siempre les pareció lo más normal del mundo que nos dedicáramos a estos oficios porque fueron ellos mismos los que nos trajeron a la casa los aquelarres de los geniales artistas caleños de esos días. Siempre me he invalidado a mí misma como artista. He sentido que esa palabra me queda grande: “artista”. Y he pasado mucho miedo cuando me he atrevido a mostrar, por ejemplo, las canciones que escribo. Pero ni aquella intranquilidad ni aquel afán de fama me los heredaron mis papás. Somos una familia con sus disfunciones, como todas, pero los cinco nos hemos reconocido los unos a los otros desde el principio. Y esa verdad latente ha sido nuestro polo a tierra.

¿En qué momento resulta esa niña, mitad de puertas para adentro, mitad de puertas para afuera, convertida en una famosísima reina de belleza?

A los 15 había hecho un cortometraje delirante que sigue siendo una joya por lo absurdo que es. Había pasado nueve meses enyesada porque una escoliosis me había desviado la columna. Y, detrás de mi hermana mayor, había hecho un primer semestre de Filosofía. Entonces, apenas cumplí 18, tomé la decisión de irme a Nueva York con un primer novio, que era doce años mayor que yo. Mientras tanto, estudiaba inglés aunque ya lo había aprendido en el colegio. Incluso fui a una agencia de modelos de donde me sacaron con cajas destempladas. Y seis meses después me atreví a decir “padre, me quiero devolver”. No tenía ni idea de qué iba a hacer en esta vida. Pero, de pronto para cumplirle a alguna tradición caleña con la que también había cumplido mi mamá, terminé siendo la señorita Valle en el reinado de 1984.

¿Fuiste capaz de sonreír cuando oíste que habías quedado de segunda?
Me acuerdo de que justo estaba pensando “ay, qué felicidad, me gané esto”, cuando entendí que había quedado de segunda. Sentí que la cara se me descolgaba, así, por haber perdido la corona. Y no pude sonreír ni pude decir nada, no. Lloré en la buseta de vuelta como si se me hubiera acabado la vida. Y después de esa tristeza tan ruidosa, renuncié a la soberbia y me dediqué a bailar toda la fiesta de despedida para sacudirme la frustración. Alcancé a decir mucha pendejada de reina. Y sí quise ganar. Pero gracias a Dios me tocó agachar la cabeza en la derrota porque si no —para retomar el tema que vos me proponés— me hubiera montado en un cuento que me habría enredado más la cabeza. Por una casualidad que no era casualidad, en cambio, me llegó la propuesta de ser actriz.

“Una casualidad que no era casualidad”: ¿tú crees en algo parecido al destino?
No soy una fanática, pero sí tiendo a creer que —déjame ver cómo puedo poner esto en palabras sin que suene ridículo— existe un mapa que uno está en la capacidad de aprender a leer para no perderse por el camino. Pero que está en manos de cada quien llegar a donde pueda llegar. Tuve siempre la sospecha de que estaba hecha para algo contundente. En el fondo, no lo dudaba. Y después del reinado, por ejemplo, me fui a vivir a Inglaterra como si estuviera haciendo tiempo mientras comenzaba mi historia. El día en que Clara María Ochoa me llamó a Londres a preguntarme si quería ser la protagonista de Gallito Ramírez, yo no podía estar más alejada de mi supuesto destino. Pero le dije que sí de inmediato porque eso era lo que había estado esperando.


Y aquí empieza la historia. Margarita Rosa de Francisco nació en Cali el domingo 8 de agosto de 1965. Fue una niña infeliz con una infancia feliz. Aprendió a lidiar con su propia extrañeza a punta de exigentes sesiones de psicoanálisis, por medio de las obritas “alegres y locas” que se inventaba con sus dos hermanos y gracias a una familia atípica dispuesta a reírse de sí misma que les dio a sus cinco miembros un reconocimiento “aquí entre nos” que hizo mucho menos grave la búsqueda del reconocimiento en el mundo. Tendida en una cama de la clínica, agobiada por los dolores de espalda que marcaron el fin de su adolescencia, Margarita se descubrió un día diciéndose “yo voy a ser famosa a los 20”. Todo parece indicar que era un destino.
Tengo a la mano un libro de 832 páginas, El lenguaje secreto de los cumpleaños, que describe de manera escalofriante a cada a quien según el día del año en el que haya nacido. Y aunque no siempre consigue buenos retratos, pues falla a la hora de pintar a las personas que no creen en el misterio del mundo, no deja de ser curioso que en ese volumen gigante se describa a los nacidos el 8 de agosto —el llamado “día de los polifacéticos”— como individuos leales que “manifiestan un intenso deseo de desempeñar numerosos papeles distintos en su vida”, “saltan de una profesión a la otra a pesar de sus miedos” y “demuestran una gran versatilidad cuando son artistas”. Quiero decir: Margarita estaba escrita.

Habías estado en las primeras planas desde 1984, pero debió ser extraño vivir lo que sucedió por cuenta de esa telenovela.

Me aparezco en Caracol a grabar Gallito Ramírez como diciéndoles a todos “ya llegué”. Y entonces comienzan a suceder cosas mágicas. Conozco a Carlos, a Carlos Vives, tan bello, tan carismático, tan talentoso desde el primer día hasta hoy. La telenovela es un boom. Y, después de una entrevista para el noticiero 24 Horas, al periodista Mauricio Gómez le da por preguntarme “Margarita: ¿usted no me presentaría el noticiero?”. Yo, que no terminaba de creer que ser actriz era una profesión, le dije “yo me le mido”. Era, por supuesto, una locura.

¿Por qué “una locura”?: tengo el recuerdo de que te iba bien como presentadora.

Dije que sí porque admiraba mucho a Mauricio. Le decía “Mauricio: ¿vos no sabés que sos genio?” porque no solo es un reportero brillante, sino un artista de primera con una calidad humana que no te imaginás. Y, a pesar de que yo no tenía nada de periodista, salía todos los días a leer el telepronter con la tranquilidad de que Mauricio estaba al lado. Sin embargo, al segundo ataque de risa imparable que me dio, que no pude controlar ni enterrándome un clip en una pierna, sentí que tenía que salir de ahí. Recuerdo el día en que entregaron en vivo y en directo a Camila Michelsen, que había sido secuestrada, en el estudio de la competencia: el Noticiero de las 7. Lo primero que pensé mientras veía a Pilar Castaño capoteando magistralmente la situación fue “yo no podría sostener esa caña”. Porque no tengo ese talento.

Era claro, en todo caso, que no ibas a dejarte encasillar.
Creo que con Carlos nos casamos, él de 26 y yo de 23, para cumplirles el sueño a los demás. Sí nos adorábamos. Y nunca he dejado de admirarlo, de ir a sus conciertos, de comprar sus discos. Pero tuvimos un matrimonio demasiado público: yo llegué con un palo al altar de la iglesia de La Merced porque la gente me arrancó por el camino las flores del ramo, y lancé la liga desde el balcón del Club Colombia mientras una multitud impresionante coreaba nuestros nombres, y así fue todo. Nunca jamás tuvimos vida propia. Desgraciadamente, no pude ser “la mujer detrás de ese gran hombre”. Pero creo que, como dices, fue en esa época que comencé a hacer esas “cosas que no se hacen” para que no pudieran definirme tan fácil.

Por ejemplo, preguntarle a Amparo Grisales “¿vamos a ungirnos?” en esas escenas perversas de Los pecados de Inés de Hinojosa.
Por ejemplo, ir a la universidad: me parecía una vulgaridad estar de personaje de la televisión sin saber nada. Y sí, también aceptar el papel de Juanita de Hinojosa. Yo no recuerdo muchas escenas. Ni siquiera me acordaba de que decíamos que íbamos a “ungirnos”, pero ya ahora sé que no se le olvida a nadie. Y que quizá en ese tiempo estaba tan refundida que no tenía claro qué estaba significando eso para el público.

¿En qué momento lograste sacudirte del todo la sensación de estar cumpliéndoles las fantasías a los demás?
Cuando me fui a vivir a España. Yo misma llamé a Caracol cuando todavía vivía en Puerto Rico: “Hermano, denme lo que haya”. Y resulté protagonizando la telenovela Calamar, que todo el mundo recuerda porque el verdadero protagonista era un muñeco peludo que se llamaba Guri Guri. Apenas se terminó esa grabación, en 1991, me gané un papel en una serie española: Brigada central. Y fue allá, cuando sentí que me faltaba mucha técnica, donde me di cuenta de que si quería ser una actriz seria iba a tener que estudiar. Y en los meses que duró ese rodaje fue cuando Carlos y yo nos dimos cuenta de que se nos había desbaratado el matrimonio.

Y te refugiaste, entonces, en la escuela de actuación de Juan Carlos Corazza.
Porque su método para llenar de sentido al actor, “pregunta, pregunta, pregunta”, era familiar para mí después de tantos años de psicoanálisis. Y era claro que lo que se me da mejor es esa actuación que nace de la experiencia emocional. Llegó el fin de ese matrimonio de cuento de hadas. Y —fue un chiste cruel— me tocó vivir el peor duelo posible en una Madrid toda empapelada con los afiches de La gota fría. Carlos se había vuelto una estrella gigantesca. Y yo no podía mirar a ninguna parte sin verle la cara. Tres cosas me salvaron: que Daniel Samper Pizano y Pilar Tafur me hicieron reír y me cuidaron como si fuera su hija, que Samuel Duque me trajo a España el primer libreto de Café, y que no solo ingresé a la escuela de actuación de Corazza, sino que comencé a escribir canciones con un profesor de guitarra bossa nova que me busqué en el periódico.

Comenzaste a actuar de verdad al tiempo que comenzaste a escribir de verdad.
En el papel de Gaviota, en Café, me arriesgué con ese tipo de actuación mucho más realista —ese estudio exhaustivo de mis emociones— que había aprendido en España: era, al fin, mi método. Con las canciones pasó todo lo contrario. Se me volvió una necesidad escribirlas. Y sin saberlo —pero luego, cuando estudié música, lo supe—, estaba haciendo cosas muy atrevidas armónicamente. Pero apenas llegué a Colombia, cuando propuse una de esas canciones marcianas para el cabezote de la telenovela, Samuel Duque, que no da rodeos, me puso la ranchera rotunda que se había inventado Josefina Severino. Y me dijo: “Apréndase esto”. Y hasta hoy tengo que cantar esa canción siempre que me subo a un escenario.

Y, cuando comenzabas a hacer las cosas a tu manera, te volviste una cantante de rancheras que llenaba estadios.
El drama para mí era que, al tiempo que conseguía por fin acercarme a ser actriz, estaba teniendo todo el éxito como cantante por algo que no era lo mío. Vendimos un millón de copias del disco de Café. Canté en estadios repletos en todas partes. Pero poco a poco —siguiendo con tu tema— comencé a echarme para atrás porque eso es lo que tiendo a hacer cuando el triunfo se me dibuja de esa manera: en términos ajenos. Creo que ahí empieza la cruzada por mi música. Creo que ahí tomé la decisión de seguir haciendo mis canciones con esas armonías extrañas y esas notas disonantes que había aprendido de tanto oír bossa nova. Me encerraba en el baño a grabarlas con una grabadora de periodista. Y las escondía por pura vergüenza.

Sacaste un primer álbum con tus canciones “marcianas” en 1997, pero solo hasta ahora, con Bailarina, te sientes segura del resultado: ¿podría decirse que en estos 15 años, mientras te arriesgabas como actriz, te replegabas como compositora?
Tal cual. Se me volvió política solo aceptar papeles que me pusieran “incómoda”, solo ponerme a hacer, por rebeldía conmigo misma, personajes inesperados. Interpreté a una yuppie en Hombres. Hice de La madre cuando tenía apenas 32 años. Me metí a hacer de La caponera porque no había sido nunca una mujer como esa. Y después me mudé al cine a hacer personajes que me desbarataran por completo. Siempre que seguí la entraña —este cordón que me guía— las cosas me salieron bien. Pero como músico, mi instinto de estos 15 años fue, como dices, esconderme.


Tiende a desaparecer de vez en cuando. Se le fueron diez años presentando el reality aquel de El desafío “porque siempre le vi la gracia a perderme en la manigua esos dos meses”. Pero en realidad le dedicó el largo comienzo del nuevo siglo a estudiar música en la universidad con la misma seriedad con la que antes había estudiado actuación. “Y entonces me di cuenta de que las canciones que había estado componiendo tenían cierto valor”, me dice. Y me impresiona cómo elige cada una de las palabras que usa porque me parece claro que desde niña su verdadero oficio, la razón, en últimas, por la que una persona de puertas para adentro se ha sentido tan atraída a volver una y otra vez a vivir una vida de puertas para afuera es esa aspiración a articular “esto de uno no saber este mundo por qué y para qué”.
Margarita es tan digna de su suerte que sabe que en el fondo la contribución de un artista —y ella lo es aunque no sea capaz de pronunciarlo— es desmontar su propio mito. Y en estos últimos años lo ha hecho, primero, poniendo en escena un monólogo en el que se propuso “probar lo ridículo que me queda el término ‘diva’”; segundo, enfrentándose al público “como una más”, @Margaritarosadf, en ese barrio de iguales que es Twitter; y, tercero, lanzándose a sacar un disco en el que cree, Bailarina, sin andar pidiéndole disculpas a nadie. El video de la inquietante Canción para las cosas, dirigida por un novio fotógrafo, Will van der Vlugt, que parece haberle dado fin a “décadas de mala suerte con los hombres”, ha tenido 44.719 nada despreciables visitas en YouTube en apenas cinco días. Ayuda que Margarita la cante con la misma voz con la que habla: despacio y de frente.

Todo parece indicar que con A solas, el monólogo que montaste con Sandro Romero, dejaste atrás la tentación de envejecer como una diva.
A solas
fue un rompecabezas de mi vida que no sé cómo fui capaz de hacer, porque pocas veces he sentido tanto miedo como en esos teatros, pero que fue mi manera de exorcizarme el síndrome de Sunset Boulevard. Ahí mostraba la radiografía de mi columna rota, improvisaba porque a fin de cuentas estaba contando mi vida y me reía en voz alta de mi mala suerte con los hombres. Me inventé una vieja fea que se sigue creyendo una estrella maravillosa, la Ranga, para recordarme que todos los días corro ese riesgo. Y me dejé ver como soy: una mujer de 47 años que ya no se ve la cara como la tenía antes, una actriz a la que ya le están ofreciendo en serio el papel de la mamá.

Y en esa admirable batalla por no comerte el cuento has demostrado, ahora en Twitter, que no eres más ni menos que nadie.

Twitter ha sido vital para mí porque puedo ser mi propia persona: me ha obligado a oír un montón de cosas que arden, que por qué insisto en ser cantante si no vendo, que comprar mis discos es comprar bazofia, porque esa herramientilla tiene sus riesgos, pero también me ha llevado a conquistar pequeños afectos que muchas veces me arreglan el día. Que alguien me mande una foto con Bailarina, porque lo acaba de comprar, me parece un acto hermosísimo de generosidad. Y me prueba que este era el camino que había estado esperando para mi música: nunca antes había recibido una respuesta tan buena como la de esta vez.

Porque uno siente que lo único que quieres es decir las cosas que tienes por decir.

Y porque estoy haciendo las cosas a mi manera. Si subo a la red una canción que en teoría es la menos comercial de todas, Canción para las cosas, es porque siento que el hecho de que solo sea la voz puesta sobre un bajo la vuelve un paréntesis a un mundo en el que hay tanto ruido. Ya no tengo expectativas de ventas: imagínate si las tuviera. Pero como no quiero seguir echando la piedra y escondiendo la mano, como quiero dejar de avergonzarme de un oficio que he estado haciendo a media luz como si estuviera haciendo algo malo, aquí estoy feliz en la tarea de cantar lo mío. Yo sí quiero vender. Claro que sí. Pero ya aprendí que solo puedo vender esto.

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