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6 de mayo de 2004

La dictadura del sexo

Llevaba tres meses sin tener relaciones sexuales después de la ruptura con Juan Pablo, un ejecutivo alérgico al compromiso e infiel, que un día decidió que la relación era demasiado ‘intensa‘ y él no estaba listo para casarse. Había estado muy deprimida, pero empezaba a sentir que nunca volvería a necesitar hombres. Acababa de recibir un aumento y planeaba realizar una maestría. Era una mujer moderna e independiente que triunfaría en su carrera a toda costa. A veces me entristecía pensar que no tendría una familia e hijos, pero trataba de convencerme de que esto se debía a una tara de infancia.
Me había comprado mi propia caja de herramientas y había aprendido a desatornillar la regadera de la ducha para que saliera un chorro grueso. Me acostaba en la tina y dejaba que el agua cayera entre mis piernas a toda presión. Los orgasmos eran largos y con espasmos de exorcismo. Al final de estas sesiones los labios de mi vagina quedaban hinchados y tenía que caminar desnuda hasta la cocina, donde guardaba toda clase de placeres hipercalóricos. Los días de dietas eran cosa del pasado.
Un día, mientras hundía la última fresa en Nutela caliente, sonó el citófono. "Señorita Ana, que la busca don Juan Pablo", me dijo el portero. Me quedé fría. "Que siga", le respondí. Corrí a ponerme una bata y a guardar un par de tangas regadas por ahí. Cuando abrí la puerta Juan Pablo estaba arrodillado. Tenía la camisa salida de un lado y los ojos llorosos. "Ana, soy un imbécil. No puedo creer que me haya arriesgado a perder a una mujer como tú. De verdad ya no quiero estar con nadie más. Cásate conmigo".
Al principio puse resistencia, no quería volver a caer en las mentiras de Juan Pablo. Pero sin saber a qué horas, su equipo de sonido, su ropa y sus muebles terminaron en mi apartamento y él entró en mi cama. No me producía tantos orgasmos como la ducha, pero sí era mejor amante que la mayoría de hombres que había conocido. Me gustaba su carácter decidido, su fogosidad y su apetito insaciable por nuevas posiciones y juegos. Le encantaba pedirme que lo masturbara en lugares públicos y cuando me demoraba en la oficina llamaba a decirme cochinadas. "¿Por qué te demoras tanto?, necesito clavarte ya".
Cada vez me exigía más tiempo. No le gustaba que escribiera una columna de intimidades sexuales y me lo hacía saber. Yo estaba agotada. No sólo tenía que saciar su apetito sexual sino su apetito gastronómico, y la cocina nunca había sido mi fuerte. Un día salíamos a comer con dos de sus amigos y cuando me vio con la minifalda de apertura y sin medias me dijo: "¿Vas a salir así de calentana? ¿No tienes frío?". Yo no le hice caso. La mayoría de bogotanos creen que es de mal gusto no usar medias oscuras, pero es porque no saben nada de moda. En el restaurante sólo se hablaba de carros y fútbol. Yo estaba de mal genio y le hacía mala cara, pero él seguía hablando del partido del Real mientras trataba de bajarme la ropa interior por debajo de la mesa. Me sentía incómoda. Saqué un post-it amarillo fosforescente de la cartera y chiflé mientras se lo enseñaba a manera de árbitro. "Ya deja de hablar de ´fuera de lugar´, no entiendo nada", le dije riéndome. Los amigos empezaron a burlarse: "Uy, Juan Pablo que no le saquen la roja". Se puso histérico, me miró a matar y me susurró con odio: "No quiero que te vuelvas a burlar de mí delante de mis amigos, nunca, ¿bueno?". Cuando el mesero nos preguntó que si queríamos postre me pellizcó un gordito de la cintura, ya más cariñoso, y me dijo con una sonrisa cómplice que era mejor que yo no comiera. De regreso a la casa no quería hablarle y al día siguiente me fui antes de que se despertara. Traté de escribir una columna, pero me sentía como una farsante hablando de libertad sexual cuando tenía a un machista empedernido roncando a mi lado.
Cuando volví por la noche me pidió perdón por haberme hablado tan duro en el restaurante. "Pero es que no puedes ser tan pesada, Ana. Mira, te tengo una sorpresa". Y me condujo al baño. "La compré para que nos podamos bañar juntos más fácil". Era una de esas regaderas de moda con cabeza enorme que al abrirla despide millones de goticas finas. Entonces lo miré y le dije que se largara de mi casa.