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22 de enero de 2016

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Todo lo que hacemos por un polvo

¿Hasta dónde somos capaces de llegar para tener sexo con una mujer? La respuesta, con un escritor argentino que sabe explorar como pocos las motivaciones que mueven al hombre común.

Por: Marcelo Birmajer
| Foto: Matador

En la película La otra Bolena, el rey Enrique VIII de Inglaterra rompe sus relaciones con la Iglesia de Roma con tal de poder follarse a una de las dos hermanas Bolena, interpretada por Natalie Portman. Ana le exige, para dejarse follar, que se divorcie de la reina y abandone como amante a su hermana, la otra Bolena, Scarlett Johansson. Es evidente que cualquier hombre medianamente normal rompería de inmediato con la Iglesia de Roma si es por organizar un trío, aunque sea diferido, con Natalie Portman y Scarlett Johansson. Pero en la película plantean la decisión como difícil de tomar. En cualquier caso, la ordalía del rey es porque la mujer le exige casamiento para entregarse sexualmente; pero su objetivo primario y final es follarla. Se divorcia, rompe con Roma, rompe con Scarlett, todo para follar a Natalie Portman.

Los hombres son capaces de cualquier cosa por follarse a una mujer. En muchos casos, con tal de follarse a determinada mujer. Pero en tantos otros, solo con tal de follar a cualquier mujer. No piensan en casarse, en tener hijos, en comprar una casa: solo son derivados de su obsesión por follar. Todo lo que deviene de ese acto es como la cuenta que te traen después de cenar, y considerado con la misma actitud que la cuenta cuando ya se ha comido. Si al 60 % de los hombres les garantizaran que podrían follar siempre del mismo modo como la vez en que decidieron casarse, pero sin casarse ni tener hijos ni comprar una casa, el mundo marcharía serenamente hacia su despoblación y no correríamos el riesgo de la implosión ni la destrucción por cambio climático.

A mediados de los años ochenta, con la democracia recién recuperada en la Argentina, las asambleas políticas estaban en su auge en las universidades de Buenos Aires. Los debates eran tan estúpidos como intensos. A menudo se ocupaban los claustros universitarios y se formulaban reclamos insólitos. En mis dos años como universitario llegué a una conclusión: la mayoría de los actos políticos que presencié, protagonizados por jóvenes varones de entre 18 y 20 años, tenían como objetivo entretenerse y follar. Las mujeres no sé muy bien qué buscaban, pero sigo sin saberlo hasta el día de hoy. Entre los jóvenes líderes se hallaba un muchacho a quien, para narrar la anécdota que sigue, llamaremos Aromi.

Ya no recuerdo qué estábamos exigiendo, pero sí que era un reclamo insólito y nuestra forma de protesta —una vez más la toma del claustro—, totalmente desproporcionada. Un grupo maoísta proponía dejar una guardia de por lo menos 20 personas durante la noche, por si pudiera ocurrir una incursión policial. Aromi, que dirigía a la izquierda peronista, postulaba que con diez personas alcanzaba. Se organizó una asamblea de 200 personas para decidir si quedaban 10 o 20 como guardia. Los maoístas se aliaron con los trotskistas, mientras que los peronistas se alinearon con los comunistas prosoviéticos. La asamblea derivó en una batalla campal; entre cadenazos y puñetazos, los peronistas y prosoviéticos le impusieron al resto la decisión de que solo diez “compañeros” debían pernoctar. Pero entonces sucedió que Ariadna, una hermosa y tetona maoísta, quedó seleccionada por su grupo para ser una de las diez “guardias rojas” que lo harían. Aromi descubrió su oportunidad. Ni corto ni perezoso, reconoció su error: debían quedarse 20, no diez compañeros; comenzando por él. Los acalorados debates, los cadenazos, las contusiones, se fundieron en una repentina reconciliación. Las ganas de follar siempre tienen razón.

En mis casi 50 años como judío, he visto toda clase de modos de vivir el judaísmo. Los religiosos, los laicos, los ateos. Todos, no obstante, judíos. Bob Dylan, sin ir más lejos, es judío. Mi amigo Benny se acercó al rock de garaje desde los 17 años. Drogas, alcohol y muchas mujeres. Nunca fue exitoso, pero en sus discretas presentaciones se daba la vida de un rockstar. Se drogaba con todo lo que aparecía, y bebía hasta no saber con cuál mujer se despertaba. Cuando me casé, dejé de verlo; pero cada tanto oía sobre sus correrías. A fines de los años noventa me lo encontré vestido de rabino en la sinagoga de la calle San Luis. El largo sobretodo negro de los judíos ortodoxos, las trenzas detrás de las orejas, un gorro de piel bajo un sol de 30 grados, transpirando como un surtidor. Me costó reconocerlo, pero finalmente apareció su sonrisa de adicto a la heroína, ahora consecuencia de la elación religiosa. No pude evitar preguntarle qué le había pasado. “Una mina”, me dijo. Casi por divertirse, había tocado música klezmer en un bar mitzvá, dos años atrás, y lo había vuelto loco el culo de una mujer en pollera larga. Había averiguado todo sobre ella, enviado cartas, la había perseguido por el barrio de Once; finalmente se había rendido y casado. “Dios se manifiesta de modos sinuosos”, comentó Benny. El rock estaba estrictamente prohibido en su vida; las drogas habían quedado en una dimensión desvanecida. Pero en el año 2005 nos cruzamos en un acto cultural oficial; él como militante kirchnerista, yo como invitado, antes de que los kirchneristas me hicieran la cruz. Había vuelto a su ser original, aunque la expresión era más plácida que la del Benny inicial. Le pregunté cómo había abandonado la religión. “No abandoné la religión: solo el judaísmo”, me confesó. Lo habían embrujado las tetas de la niñera que cuidaba a sus seis hijas; una militante kirchnerista adepta a la Teología de la Liberación. Benny se había convertido al catolicismo. “Bob Dylan también lo hizo, ¿no?”, intentó justificarse. “Pero él lo hizo por convicción”, me escuché replicar. “¡Yo también! —se soliviantó Benny—. Si vieras esas dos tetas vos también te convencerías”. Pero como Ulises, quien les pidió a sus hombres que le taponaran los oídos, preferí no verlas.

Marcos nunca fue mi amigo, pero lo conozco desde hace muchos años. En parte me inspiré en él para la trama de mi novela El club de las necrológicas. A mediados de los noventa comenzó un emprendimiento que hizo ricos a muchos de los hombres de clase media de mi generación, sin estudios universitarios ni vocación: la compra y venta de edificios por construir. Señaban un terreno, comenzaban la construcción de un edificio y vendían los departamentos antes de terminar de pagar el terreno y el resto del edificio. Al acabar la obra, las ganancias eran pingües. Héctor, uno de los compradores de un edificio del barrio de Once construido por Marcos, era el padre de Yamila, muchacha a punto de terminar la carrera de Arquitectura. En una de las visitas de Héctor a la obra, Marcos quedó fulminado por la belleza de Yamila, de 20 años, aunque el propio Marcos pasaba levemente de los 40. La chica se interesó en la construcción, y el padre no vio nada de malo en ello. Pero cuando Yamila volvió por su cuenta, Marcos le ofreció avanzar en el proyecto, si bien ella no contaba aún con el título. El edificio fue terminado, la mayoría de los departamentos vendidos, algunos pocos habitados. Pocos días después de la inauguración oficial, se derrumbó desde el quinto piso para abajo. Quedó como una boca cariada: el séptimo piso aún intacto, y un enorme buraco entre el quinto y el primero. Murieron dos personas en el derrumbe. Intervino la policía y se descubrió la participación ilegal de Yamila en la construcción. Sin embargo, el único preso fue Marcos. Supe por amigos que lo visitaron en la cárcel que estaba profundamente deprimido, pero no por el desastre, ni la falta de libertad, solo repetía una y otra vez, como un poseso: “¿Podés creer que no me la garché? ¿Pero podés creer que no me la garché?”.

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