17 de noviembre de 2009
Pornografías privadas del siglo XXI

Acostados en la cama nos vemos en el techo. Es raro verse así, tan acostados y tan completos, una perspectiva desdoblada, imposible, lo que se vería si nos espiáramos a nosotros mismos desde el techo. En realidad todavía no estamos haciendo nada, solo miramos nuestro reflejo en los espejos del motel como pensando y tratando de entender cómo fue que llegamos ahí, él conmigo y yo con él.
Yo me estoy viendo a mí misma, me veo bonita ahí acostada. Demasiado vestida tal vez. Me estiro para sacar la camarita de la cartera y tomarle una foto al reflejo del espejo, ¡esta es una imagen para la posteridad! Y entonces se me ocurre ponerla en video. ¿Por qué no?
Antonio se da cuenta y vacila, pero me besa, y yo le quito la camisa, quiero saber cómo se ven mis manos en su espalda. Mi piel es un poco más pálida, no más blanca, más pálida, y el contraste es bonito, como los dibujos egipcios que cambiaban de color de piel según el género. Así sin camisa él parece un egipcio. ¡Qué apropiado para un motel llamado El Faraón! Él me quita la camisa y la faldita, yo le suelto los jeans. Debemos vernos como esas películas de porno francés donde nadie está lo suficientemente bronceado. Él entierra la cabeza entre mis tetas y yo lo abrazo para acercarle la cadera y sentir cuán duro y crecido está su bulto sin haberlo tocado siquiera, solo por la anticipación, por la cámara. Antes de darnos cuenta estamos hechos un ovillo que rueda por la cama, un monstruo de dos cabezas (¿tres) que se extiende. Yo me vengo montada encima de él, cuando de repente miro al techo, al espejo, y me veo cabalgándolo, y se me antoja que esto es sexo palíndromo, y no me aguanto más.
Bastó ver el video para volver a comenzar.
Con Antonio también hicimos cybersex. Él estaba en la casa de sus papás, de paseo, y yo en mi apartamento. ¡Qué natural parecía hacerlo! Ver su erección tan cerquita en la ventanita del Skype. Lo habría hecho con Ricardo, pero en esa época no existían estas supersónicas cámaras web y su proximidad inmensa. Él se hacía la paja viéndome, y yo viéndolo a él. ¿O no? Tal vez yo me estaba viendo a mí. Cómo era que mi dedo orbitaba alrededor del clítoris. Cómo mi coño se abría como una flor. Cómo su verga en la ventanita aledaña encajaba como si fuéramos piezas de rompecabezas, separados a punto de juntarse, nos juntamos, nos vinimos.
Estas endiabladas camaritas me van a matar de un infarto.
Dos polvos con cámaras, dos polvos mediados por la tecnología. De una manera u otra, lentes y pixeles se volvieron lubricante. Lo que más me llama la atención es que en ambos casos terminé mirándome a mí misma, como un Narciso sobre el lago, aunque más con curiosidad que con admiración. Estaba tirando conmigo misma y estaba tirando con él. Me doy cuenta de que mis recuerdos al respecto son casi todos visuales, visuales y como en plano general. Eso es curioso porque uno de chica suele recordar fragmentos de sonidos, coquetos close ups de pliegues y, sobre todo, olor. El ojo metálico de las cámaras me ha permitido ver el asunto, tal vez, como lo ven los manes. De pronto por eso es que les gusta el porno, las cámaras, tan atentas simulan su manera de recordar.
Claro que hay una diferencia entre el voyeur y el pornógrafo, el segundo está auxiliado por el ojo de una cámara que lo guía por un camino estipulado, como una ruta de museo, y lo obliga a mirar siempre lo mismo. Hace que la vista les gane por moñona a todos los sentidos. Creo que yo soy voyeur porque a mí lo que me gustó fue ver cómo lo que yo veía de facto se repetía y repetía como si estuviéramos tirando dentro de un caleidoscopio.
¡Qué dicha para los pornógrafos y los voyeurs del mundo! En el siglo XXI podemos tirar multiplicando la mirada. ?