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22 de febrero de 2016

Elogio

Elogio del porno

Todo el mundo ve porno, pero nadie lo acepta. Bueno, casi nadie: uno de los escritores más exitosos de Colombia cuenta, en este texto exclusivo, por qué le parece que las películas para adultos deben ser tratadas con altura.

Por: Santiago Gamboa

Es una palabra con poco prestigio y por la que casi nadie rompería una lanza, sobre todo entre la muy extendida comunidad bien pensante del mundo, y por eso al oírla tantos arrugan la nariz, sobre todo si están en público o su reacción puede quedar grabada en alguna cámara de seguridad. (¿Qué tan adicto al porno es usted?)

Pero en soledad el porno forma parte del dulce secreto de la vida, pues una gran mayoría de personas —no necesariamente depresivos o psicópatas, como creen los biempensantes— gusta de algo tan legítimo como el deseo de mirar y ser visto por otros, tan anónimos como ellos. Somos voyeurs de nosotros mismos, para empezar, y por eso gran parte de la oferta del porno se nutre de las grabaciones que se hacen las parejas para su deleite. Ignoro por qué llegan después a las redes. Una parte, supongo, proviene de exnovios insatisfechos, pero muchas deben ser puestas en la web por los propios protagonistas, para sentir el infinito vértigo de la mirada global: 1000 visitas, 100.000, ¡un millón…!

Los actores profesionales de porno son algo muy distinto. Ganan montañas de plata y se dan la gran vida hasta que, claro, el tiempo los saca de los platós y se van al retiro con una buena pensión, si es que han sido cautelosos, no tienen sida y no han exagerado con las drogas sintéticas. El oscuro mundo de las grabaciones basadas en el avasallamiento y abuso de hombres y mujeres, sobre todo de mujeres, y más si son menores de edad, no tiene obviamente cabida en este escrito, pues es uno de los delitos más infames. Tampoco esas versiones snuff en las que una mujer, después de pasar violentamente por varios machos, es golpeada y a veces asesinada. Desgraciadamente el porno es como el sexo, lo incluye todo: desde lo más lírico hasta las pulsiones más horrendas del ser humano.

Acá hablaremos de la modalidad más común, es decir, el sexo grabado por adultos conscientes para ser observado por otros adultos, ya sea por el eros de la mirada lejana o simplemente por los viles denarios o el desarrollo de una carrera profesional, como hace, por ejemplo, la joven actriz porno libanesa Mia Khalifa, un valor en alza, y con tal éxito que el Estado Islámico ya la condenó a muerte por denigrar la imagen de la mujer árabe, ¡como si ellos se dedicaran a enaltecerla! A los islamistas no les gusta el porno en las pantallas, solo en la vida real. Tampoco a los ultracatólicos, claro. Y en un plano más contemporáneo y razonable, tampoco gusta a otros grupos que consideran que el porno es en sí mismo, sin atenuantes, una cosificación del cuerpo de mujeres y hombres, y, por lo tanto, un atentado a la dignidad. (La historia del creador de YouPorn, el Mark Zuckerberg del porno)

Pero la dignidad, en un mundo desprovisto de dioses, y en el que campean el libre albedrío y las libertades ciudadanas, es motivo de amplia interpretación. Es lo que piensa la actriz porno española Sonia Baby, estoy seguro, que se siente digna y muy libre de proponer a su público acrobacias vaginales como extraerse un collar de perlas de 30 metros del sacro orificio o conectar un bombillo de luz al interior de su vulva —ignoro de dónde proviene la electricidad—.

Pero tal vez la mujer que mejor entendió el lenguaje del porno femenino es la directora sueca Erika Lust, creadora del “porno feminista”. Su filme Cinco historias para ellas ganó el Eroticline de 2007 y nada menos que el Feminist Porn Award en 2008. Su libro Porno para mujeres es un éxito en ocho idiomas, y lo más interesante de su proyecto podría ser descrito como un viaje hacia la recóndita intimidad de la mujer a través de una serie llamada Confesiones (ya estrenó Confesiones I y II), en el que son las propias féminas las que le envían sus grabaciones sexuales. Desde una mirada lúcida y crítica del porno no artístico, Erika Lust se opone a las severas leyes británicas de regulación de las escenas en las películas porno que, por ejemplo, prohíben a los directores exhibir la eyaculación femenina o squirting, mientras que la masculina, en cambio, sí es aceptada como final natural del coito. “Necesitamos pensar si lo que estamos llamando ofensivo o peligroso no es en el fondo más que la naturaleza humana. Educar es siempre más importante que regular”, dijo Lust al diario The Independent. (Erika Lust, la mujer que hace el porno más deseado del mundo)

Pasemos del porno feminista a algo que podríamos llamar porno de izquierda, como el que hace y teoriza la actriz italiana Sabrina Vedovelli, un personaje de ficción de mi novela Necrópolis (perdón por la referencia personal), pero que se alimenta de muchas lecturas sobre el porno contemporáneo. Es presentada de este modo: “Fundadora de Producciones Eva y protagonista, entre otros filmes, de El cementerio de los polvos perdidos y de la trilogía: ¡A follar, a follar, que el capitalismo se va a acabar! (lineamientos para un “porno de izquierda”)”, el cual huye de los estereotipos biopolíticos y raciales de la sociedad posfordista. Dice la Vedovelli: “El cine no se divide en buen cine y cine porno, sino en buen cine y mal cine, y punto. Una película porno de Lasse Braun o de Othar Bill James puede ser tan buena en su género como una de Kubrick en el suyo, es mi opinión.

El porno tiene su Olimpo, grandiosos actores como John Holmes, que murió de sida, pero que tenía uno de los penes más extraordinarios jamás captados por una cámara, o Ron Jeremy, tan gracioso, un hombre sin grandes cualidades y de aspecto cómico, un gran follador y actor porno excepcional, aunque también hizo cosas por fuera, un papel corto en Jesucristo superstar y otro en Operación Reno, con Ben Affleck. En cuanto a las mujeres, son grandes Tracy Lords y Emilie Jouvet, y también ha habido directores que hacen filmes normales con pasajes porno, como Virginie Despentes, la del fabuloso Baise-moi, o el Michael Winterbottom, de 9 Songs”.

Desde lo literario también se puede comprender el porno. Recomiendo la crónica “Gran hijo rojo”, de David Foster Wallace, incluida en su libro La niña del pelo raro. También la novela Snuff, de Chuck Palahniuk, y por supuesto Porno, de Irvine Welsh, que narra los afanes de un grupo de jóvenes drogadictos por hacer un film porno en el norte de Inglaterra, donde advierte que al cortar una escena y alterar su secuencia nunca se deben invertir los pasajes y, por ejemplo, poner antes la penetración anal y después la fellatio, ¡pues la actriz te dará un merecido puño en la nariz! (Todo lo que quiso saber sobre el porno, por Franceska Jaimes)

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