7 de febrero de 2008

La rutina de una prostituta virtual

La rutina de una prostituta virtual

Por: María Jimena Duzán
| Foto: María Jimena Duzán

La casa queda en un barrio residencial de clase media en el occidente de Bogotá. A simple vista nada en su fachada provoca ninguna sospecha. Es de dos pisos de ladrillo rojo, rodeada de una reja negra con un antejardín algo descuidado. Cualquiera podría decir que se trata de una casa de familia normal, común y corriente, aunque en realidad en su interior funcione una exitosa empresa de videochat erótico, de esas que en el argot de este pujante negocio del sexo virtual se les llama “estudio”. Quien nos abre la puerta de la casa es el director del “estudio”, un abogado de la Universidad de los Andes, de unos 35 años, que encontró mejor fortuna aquí que promoviendo cursos de capacitación para el gobierno. La casa está dividida en una suerte de pequeños cubículos desde donde las mujeres se conectan con los internautas con el único propósito de satisfacer las fantasías sexuales que les piden. Entro a uno —casi una habitación pequeña— con un par de mesas donde hay ropa interior femenina, vibradores, cremas y otros elementos que ellas usan. Hay un sofá y, obvio, un computador. Otros de estos espacios tienen colchonetas en lugar de sofá. También unas cortinas entre rojas y rosadas. Son espacios muy estrechos, casi adecuados para una mesa en la que se apoyan los computadores, y apenas para que ellas puedan moverse ante la cámara. Me presentan a una de las niñas que trabajan en este estudio. En las páginas de videochat www.lasdivasonline.com y www.juanax.com, dos de las más visitadas en Colombia, es conocida con el seudónimo de “Sexy”. Dice que tiene 18 años y que con lo que gana en este empleo —se pone mensualmente la friolera de cuatro millones y medio de pesos— paga sus estudios de Comunicación Social. Inmediatamente hago mis cuentas. Difícil encontrar un empleo más rentable para una mujer profesional en un país con unos índices de desempleo ciertamente preocupantes. Tiene una cara llamativa con rasgos indígenas, es bajita y habla con acento paisa como sucede con la mayoría de las colombianas que están metidas en este negocio (dicen que a los clientes les encanta ese acento). Hoy está en este estudio en el que trabajan 10 mujeres más durante la semana y también 12 hombres (ellos también tienen su mercado), pero normalmente trabaja desde su casa. Llegó a este mundo por conducto de otra amiga que hace lo mismo. Un día, la amiga le confesó que en eso invertía la mayor parte de su tiempo y de inmediato le entró la curiosidad. Llamó a la agencia y se enroló en el sexo virtual. Su horario es como el de un oficinista cualquiera: ocho horas de trabajo. Ocho horas satisfaciendo todos los deseos sexuales que se les ocurran a los clientes, lo cual es en realidad toda una proeza de inmensas proporciones. Y vaya si les toca hacer maromas para acceder a sus peticiones. Entre las fantasías que más buscan los que se conectan, está una que a mí personalmente me parece muy poco excitante por no hablar de lo aparatosa que resulta cumplir: les piden que se orinen y que defequen en vivo. Perdonarán mi ignorancia en estas lides, pero nunca me imaginé que hubiese todo un culto de seguidores en este mundo del placer virtual por dos propiedades del cuerpo humano tan humanas, pero tan procaces, ni mucho menos que estuvieran tan bien ranqueadas en las obsesiones sexuales de los internautas. El segundo puesto en este ranking de las fantasías sexuales más apetecidas lo ocupan las peticiones fetichistas de siempre, las cuales van desde los disfraces de rigor — “mamita, vístete de enfermera, de colegiala, de azafata” —, pasando por la obsesión por los tacones altos —muchos les piden a las niñas que se los introduzcan por la vagina—, hasta las insinuantes mallas transparentes, los ligueros, las botas, los látigos, los consoladores, los penes de plástico que ellas se meten a la boca para excitar a sus clientes mientras ellos se masturban apasionadamente donde quiera que estén. Muy cerca de las peticiones fetichistas está una que forma parte del abecé de este negocio, según he podido constatar: el sexo anal, de gran pedido entre la clientela. Después vienen las perversiones de todo tipo y linaje. Hay clientes que son sadomasoquistas y que se excitan insultando a las niñas con epítetos que harían saltar de sus sillas al colectivo de mujeres que dirige Florence Thomas. “Oye, perra, quiero comerte tu coño”, “eres una sucia y quiero lamerte tu culo, muéstramelo, cabrona”. Esta clase de clientes requiere lo que en este negocio se conoce como un refuerzo académico, el cual debe ser impartido a las niñas que se meten a trabajar en el universo del erotismo virtual: es decir, cierta instrucción en nuevos vocabularios que, sin duda, pueden enriquecer sus conocimientos no solo en materia de modismos de la lengua castellana, sino en el aprendizaje de nuevas palabras en lenguas foráneas como el inglés. Aprenderán cosas muy importantes para el desarrollo de su personalidad que les serán de mucha utilidad para hacer una buena carrera en este campo. Por ejemplo, que si al pene se le dice “la verga” en la costa colombiana, en España se le dice “la polla” y que en inglés se le dice “dick”. Aprenderán que en Argentina “coger” es “tirar” y que “tirar” en España es “follar” y que “follar” en inglés se le dice algo así como “fuck”. Es decir, se volverán no solo más sabidas, sino políglotas. Pero claro, cuando uno ya se mete en el asunto y ve las cosas de cerca se da cuenta de que no todo lo que se ve en este mundo de internet es real, ni todo lo que las niñas muestran en las pantallas del computador es cierto, o al menos no tan real como lo creen los clientes. Comenzando por los orgasmos. Una cosa es lo que se ve en la pantalla y otra lo que ocurre en el cubículo. En realidad, la mayoría de esos orgasmos son fingidos aunque se vean muy convincentes frente a la cámara. “Eso se va aprendiendo con la experiencia”, me confiesa “Sexy”, a quien por discreción voy a ponerle el nombre de Helena, aunque tampoco se llame así. Helena me cuenta que solo en muy pocas ocasiones logra obtener placer en su trabajo y que cuando lo ha logrado ha sido porque el cliente le gusta y la excita. “Pero eso ocurre muy pocas veces”. Tampoco la emocionan las palabras soeces, aunque ha aprendido a manejar a los clientes masoquistas con una habilidad que a ella misma le asombra. Cada vez que la insultan, ella los provoca con otro insulto, mientras les pone su trasero ante la cámara. Yo le digo que a mí eso me parece poco excitante y Helena me responde que para ella eso no es más que un juego que ha aprendido a disfrutar. Entre gustos no hay disgustos, concluyó salomónicamente. Helena aprendió de tal manera a fingir orgasmos que ya sabe cómo hacerlos cada vez más creíbles, como lo hace la protagonista de la película Cuando Sally conoció a Harry, en la que Meg Ryan finge un orgasmo con gran éxito en medio de una cafetería de Nueva York. Con una jeringa que el cliente no ve, consigue regar sobre su vagina un líquido blancuzco para que el internauta compruebe la veracidad del acto por ella acometido. Se lubrica con un aceite especial y ya sabe cuáles son sus fronteras. Por ejemplo, ella no es de las que se meten tacones ni botellas de coca-cola, como sí lo hacen otras de sus colegas acaso más aventuradas en estas lides. No le gustan los perros “mineteros”, ni tampoco es de las que hacen el show compartido con lesbianas, muy de moda por estos días. “Aprendí que lo más fácil para mí es lograr que los clientes pasen la mayor parte del tiempo conectados sin necesidad de que pidan mayores cosas. Así yo no tengo que emplearme a fondo y ellos terminan contentos y con ganas de volverme a llamar”. Muchas veces son los clientes los que terminan dándole un show a ella y entonces las posiciones se invierten. Hay clientes que se disfrazan para ella y que se masturban para ella. Y debo decir que a Helena eso le encanta. Verla en acción es toda una faena. Primero, la ropa. Luego, el maquillaje, los consoladores, los artículos sexuales, las cremas para fingir el orgasmo. Después, la cámara. Hay que ponerla de tal manera que ella se vea bien y que logre captar su mejor ángulo. La mueve de aquí para allá y de allá para acá. Ahora viene el asunto de la conexión. A su lado tiene las teclas del computador. Las oprime y espera que se conecten. Sus uñas son inmensamente largas y blancas. Entra su primer cliente y cuando ella está encarretada con él, entra el segundo quien le pide que se desnude y que se toque los senos de manera apasionada. Acto seguido entra otro cliente para pedirle que no, que haga otra cosa… ella accede; antes consigue lubricarse sin perder nunca la sonrisa, teclea la palabra “cabrón” al que le dice puta y con la otra mano pone de nuevo la cámara en la mejor posición para mostrar su trasero al que le acaba de pedir que lo muestre… ¡uff!... con tanto trabajo, no me extraña que no tenga tiempo para excitarse ella misma ni para tener un orgasmo como el que se merece. El perfil de los clientes es más o menos el siguiente: son en su gran mayoría hombres extranjeros, especialmente norteamericanos y españoles con buenos cupos en sus tarjetas de crédito. El valor del minuto varía de acuerdo al show y va desde 1.200 a 2.000 pesos para los clientes colombianos; de dos dólares a seis, para los norteamericanos; y entre uno y cinco euros para los europeos. El negocio funciona de esta manera: los clientes consignan los minutos que quieran a través de sus tarjetas de crédito. Una vez hecho este procedimiento pueden acceder a chatear en vivo con la muchacha que ellos han escogido. La mayoría de los hombres son casados y tienen un nivel de vida alto, sobre todo los colombianos. Quién se iba a imaginar que mientras internet por un lado ha servido para democratizar la información, por el otro, ha convertido el sexo virtual en un bien de consumo suntuario. Vaya paradoja. Por la forma como aumentan los contactos en las horas del almuerzo es evidente que muchos de los que se conectan lo hacen desde sus lugares de oficina. En realidad la gran mayoría de los clientes que llaman son adictos al sexo virtual y son capaces de gastarse millones de minutos mensualmente para chatear en vivo con una chica como Helena. Lo cierto es que por esta vía, ella es consciente de que tiene amigos que hablan más con ella que con sus novias o con su esposa. Sin embargo, solo en muy pocas ocasiones han querido conocer a su musa en la vida real. De entrada, a las niñas no se les permite dar ninguna información sobre su verdadera identidad o sobre sus coordenadas. Las empresas tienen para ello un servicio de monitoreo que les permite mirar qué están haciendo las niñas en la red. En este mundo virtual, nadie se salva de ser mirado. Sin embargo, eso no ha impedido que el amor real florezca y que no haya habido parejas que se han conocido en la vida real y que se han casado. Pero esos cuentos de hadas son realmente escasos. Cuando Helena termina su jornada laboral —ya dije que normalmente trabaja desde la casa—, vuelve al mundo real sin mayor problema. Aunque su mamá sí sabe en lo que anda metida, nadie de sus allegados se imagina que se gana complaciendo a depravados que llaman a las redes de sexo virtual. El que menos sospecha de todos es su novio, quien es el más beneficiado porque ella aplica con él todo lo que ha aprendido en su trabajo. Me despido de Helena. Me llevo la imagen de una mujer más que satisfecha con su trabajo. Evidentemente los videochats eróticos son un generador de empleo entre mujeres como ella, además de ser un pujante negocio en Colombia que se está exportando con tremendo éxito. Qué vaina que eso sea tan cierto.

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