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La última vez que caminé por ahí —carreras 13 y 14, calles 18 y 19— iba requerido por la Fiscalía para ser notificado de una demanda por injuria y calumnia que los Araújo-Molina me habían puesto. Un mundillo donde se mueven vendedores ambulantes, litigantes y puticas. No fui —y ya no seré— muy amigo de los prostíbulos, que en esa época se llamaban casas de citas y tenían un bombillo rojo en la puerta. No quedaban en cualquier sitio sino en las llamadas “zonas de tolerancia”. Confieso que fui más por ir con mis compañeros de colegio o de oficina; las niñas ya lo daban sin poner tanta condición como lo hacían unos años atrás. De cualquier manera, yo les temía a las putas. Con razón, porque más de un gonococo y de unas ladillas me gané por querer hacerme el valiente. A unas les pagaba para que guardaran silencio, a otras les oí sus historias, todas iguales; con un par amanecí y a Teresita la amé. Era menuda y delicada, tímida y ojerosa. La encontré en el mercado de Barranquilla al lado de uno de esos caños hediondos. Me había prometido a mí mismo, durante un viaje eterno en bus desde Bogotá, acostarme con la primera mujer que me lo diera al llegar a la terminal. Fue Teresita: minifalda, blusa ceñida, tacones altos, pelo recogido. Ahora pienso que fue esa manera simple de peinarse lo que me llevó a no dejar de mirarla durante todas las noches de una semana en la que fui feliz.