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10 de junio de 2003

Stripper por una noche

La periodista claudia garcia decidió medírsele al reto de hacerse pasar por bailarina de striptease. tomó clases de baile, conversó con las mujeres que se dedican al oficio y se desnudó en escena.

Por: Claudia García

Siempre quise ser cabaretera. No puedo negar la absurda pasión que siento por las películas y los libros que describen a las cabareteras de los años veinte, a las cortesanas del siglo XVIII. Mujeres capaces de mirar a los ojos a los hombres, de ponerse pantalones, de entrar a los bares, de lanzar grandes teorías, de ser frenteras en una sociedad inquisidora. Mujeres cómplices del escape de vida de decenas de hombres aburridos, cobardes, mezquinos y poco creativos. Siento admiración por esas mujeres rebeldes que a pesar del rechazo de una sociedad puritana y conservadora eran capaces de sentir pasión por su oficio sin medir las consecuencias. Por eso acepté la invitación de SoHo para ser stripper por una noche.

Darwin, un bailarín profesional del ballet de Colombia, es uno de los encargados de enseñarles a las strippers cómo bailar y quitarse la ropa sensualmente. Claudia tomó con él tres clases formales antes de su presentación.

Claudia escoge ropa interior roja, un vestido del mismo color y botas de cordón hasta arriba de la rodilla. El maquillaje algo brillante y el pelo muy natural.

Un guardia de seguridad la acompaña hasta el lugar donde comenzará su show en la Whiskería de la 49. Claudia tiene las manos y los pies dormidos y no hay más remedio que tomarse unos rones antes de empezar.

Lady in red es la canción que finalmente escoge para su acto. La hora y momento elegidos: 10:45 de la noche del miércoles 14 de mayo, justo antes de la quincena.

Mientras Claudia baila, los hombres que visitan el lugar consumen trago a precios exorbitantes. Una botella de ron cuesta $190.000 y una de whisky $270.000. Las bailarinas reciben un porcentaje por botella.

Cuando tomé la decisión de infiltrarme en ese mundo iba con la idea de inspirarme en una mujer de 35 años, experimentada y madura, inteligente y apasionada de su oficio: seducir a cualquier hombre que se atreviera a mirarla. Una profesional del deseo. No del sexo. Confieso que fui ingenua. En Colombia no hay strippers, hay prostitutas. Recorrí muchos lugares de Bogotá. Tal vez demasiados. Casablanca, El Lido, Éxtasis, Dr. Zhivago, Casanova, La Mansión y la Whiskería de la 49. Todos clubes nocturnos. Casablanca, el más grande, tiene capacidad para 1.400 clientes y 170 mujeres trabajan ahí. Alrededor de una piscina gigante en forma de guitarra, atravesada por un puente rococó blanco, se sienta el público desde las 3:00 de la tarde que espera ansioso cada número. Ese era el primer sitio que visitaba y casi el último. Aunque era consciente de que no estaba en El Lido de París, me imaginaba que, como en Estados Unidos y en Europa, era prohibido que los hombres tocaran a las mujeres. Qué chiste. Desnudas van de mesa en mesa entrepiernando a los hombres que no solo las tocan sino que las manosean, las sientan en las piernas y les aprietan las nalgas. Salí corriendo. Seguí mi recorrido por el ‘bajo mundo‘. En Dr. Zhivago me encontré un ambiente familiar. Una casa grande con distintos ambientes y en todos un karaoque con videos en coreano mientras las mujeres poco apasionadas bailan alrededor. Una pequeña mirada, suficiente para darme cuenta de que el lugar está especializado en atender orientales. Como estoy dejando el karaoque y mi especialidad no son los de ojos rasgados, decidí seguir buscando un lugar dónde poder hacer mi show. Nada más predecible que un club nocturno: una tarima con un tubo de bronce, mesas alrededor, a veces una ducha, luces rojas, y ya está. Todos tienen en algún lugar escondido varios cuartos con lo mismo: una cama, una provisión de condones y un rollo de papel higiénico. Las formas de funcionamiento de este sistema pueden diferir de un sector a otro, pero la estructura de los lugares de lenocinio es la misma. Las mujeres están entre los 18 y los 24 años, casi todas son madres solteras que no solo mantienen a sus hijos, sino al resto de la familia. A todos los sitios que fui me encontré con que la mayoría de las mujeres son de Pereira y Cali, aunque conocí una tunjana y una pastusa. En el quinto lugar que visité me di cuenta de que no iba a encontrar la mujer modelo que buscaba. Es un hecho, las fantasías de los hombres son muy primarias. Eso se ve en el tipo de baile tan básico ?siempre trance y baladita ochentera? y en el vestuario que usan. Dependiendo de la ubicación en Bogotá, se concentran más en vaqueras, azafatas, enfermeras, policías de tránsito o ejecutivas. Decidí entonces que mi striptease lo haría con mi propia fantasía. Bailaría un blues de Nina Simone o de Billy Holiday y no me disfrazaría. En todos estos lugares el striptease es usado como una herramienta efectiva de mercado. La que mejor baila es la que más clientes consigue en una noche. Aunque hay muchos hombres que van a divertirse un rato y no a tener sexo, a las mujeres lo que les importa es que se lo pidan porque eso es lo que deja plata. Mientras que una mujer que solo baila gana 20 mil pesos por show, la que lo da media hora gana 100 ó 200 mil pesos por entregarse al placer de otro. Cualquiera de estas mujeres se puede ganar en promedio 10 millones de pesos al mes. Aunque no fue posible que los dueños me dijeran cuánto les deja el negocio, fuentes del bajo mundo que están en la jugada aseguran que varios de esos lugares dejan una utilidad neta de entre 300 y 500 millones de pesos al mes. Algo que me impactó es la atmósfera ilegal que se respira en este submundo. No me encontré mujeres amantes de su oficio, sino ambiciosas. La prostitución no es el único camino para estas mujeres pero sí el más rentable para conseguir lo que quieren. No se conforman con un millón de pesos al mes sino que necesitan ocho para vivir. No invierten la plata en estudio ni en libros y mucho menos ahorran. La usan para tener el mejor televisor, comprarle la sala preferida a la mamá, estrenar zapatos todos los días, hacerse la última cirugía y por supuesto, mantener a la familia. Por eso es que el paso de los años les da tan duro. Cuando la vida las sorprende con la piel colgando ya no tienen un peso en el bolsillo. Lo saben. “La plata que uno se levanta aquí es maldita, viene casi siempre de traquetos y se le esfuma a uno en un segundo”, cuenta Vanessa, una caleña de 22 años que tiene convencida a la familia que el dinero que gana es por cuenta de un novio mafioso. Los clientes que más gastan son los que ellas mismas llaman torcidos. El trago es muy caro. Una botella de ron Bacardí vale 190 mil pesos y una de whisky Sello Rojo, 270 mil. A ellas les interesa que sus clientes tomen bastante porque ganan un porcentaje por botella. Hay hombres que pagan cuentas hasta de cinco millones de pesos en una noche mientras ellas evitan tomar al ritmo de sus clientes y en ocasiones botan el trago disimuladamente. Finalmente me decidí por La Whiskería de la 49. El estilo del lugar es difícil de definir. Su decoración, a mitad de camino entre oficina a base de muebles cromados de los años 70 y un templo hindú, recoge herencias propias de lugares tan distantes como la gran mezquita de Omán, la catedral de San Patricio en Nueva York y los moteles de Álamos Norte. Fueron varias noches yendo al lugar para hablar con las mujeres, tomar clases de baile, analizar a los clientes y ver los shows. “Muchos de los hombres que vienen son amargados porque están muy mal tirados”, me dijo Patricia, una mujer de 24 años, madre de tres hijos quien, como la mayoría de humanos, paga la pensión de sus hijos, hace mercado, va al parque de diversiones, tiene fantasías, se enamora y sufre desengaños. La familia de Patricia está convencida de que administra un casino del norte de Bogotá. Ella sabe que los hombres van a cumplir fantasías que no son capaces de llevar a cabo con su pareja. La lista de solicitudes es interminable: piden tres y cuatro mujeres, hacerlo sin condón, que los amarren, que les peguen y hasta que se disfracen de gatas. “La semana pasada un tipo me pagó para que yo le metiera el tacón del zapato por el ano”, me contó Sandra atacada de la risa. Pero también van hombres que se enamoran de ellas, que les regalan plata sin recibir nada a cambio, que las invitan a salir a rumbear. Y es que a pesar de la sordidez del ambiente se respira un aire de transparencia. Allí a las cosas las llaman por su nombre, ellos saben a lo que van y ellas saben lo que quieren de ellos. Por eso van clientes de todo tipo. Los borrachos agresivos, los reprimidos sexuales, los que se van a casar, los yuppies buscando más rumba, los que quieren tomarse un trago, los deprimidos o despechados. Todos con un común denominador: son ellos mismos. Hombres que sacan a flote su timidez, su cobardía, su risa, sus tristezas, sus más profundos deseos y hasta sus más inconfesables pecados. Por eso entregan su vida en instantes a mujeres que puedan hacer algo por ellos. Ellas se convierten en amantes, amigas, sicólogas, fulanas y hasta madres protectoras. Aunque bailar no les representa mayores ingresos, sí se convierte en un reto para seducir a la mayor cantidad de hombres y es la oportunidad de sentirse estrellas. Por eso se preparan con un coreógrafo. Darwin, un gran bailarín del Ballet de Colombia, dedica un rato de sus tardes para enseñarles a estas mujeres cómo bailar y quitarse la ropa de la manera más sensual. Darwin no me desamparó. La primera clase con él me debatí entre la vergüenza de quitarme la ropa y la risa de hacer todo lo que me decía, en especial cuando tenía que arrastrarme por el piso como una pantera. A la tercera y última clase me dejó como una mujer irresistible para la gran noche. Ese día me di cuenta de que no tenía sentido bailar un blues. Le dije a Patricia que bailaría su canción favorita. Con los ojos iluminados y sin vacilar me dijo que era la canción del avión. Así que con Lady in red hice mi último ensayo. “Lady in red is dancing with me, there‘s nobody here, just you and me...”. El día del gran show pensé que aún podía arrepentirme pero todo estaba listo: desde el vestido hasta la comitiva de acompañamiento, un grupo de amigos que me hacía sentir más segura. Llegué al lugar alrededor de las 7:00 de la noche. Comí algo en el restaurante de la Whiskería, como ellas suelen hacer, mientras conversábamos ya como grandes amigas. Luego a la peluquería. Maquillaje un poco brillante y el pelo al natural. En el camerino ya estaba la ropa lista que las mismas mujeres me ayudaron a poner: ropa interior roja, medias negras de liguero, botas rojas hasta arriba de la rodilla de tacón puntiagudo, un vestido rojo largo pero con suficientes escotes, guantes largos y una boa de plumas rojas. A las 10:45 de la noche de ese miércoles 14 de mayo ?un día antes de quincena para evitar la multitud de machos?, nos sentamos en una mesa cerca de la tarima y pedimos un trago mientras yo esperaba mi turno para salir a bailar. Me sentía relativamente fresca hasta que me di cuenta de que la quijada no paraba de moverse y que tenía las manos y los pies dormidos. Un ligero paneo y vi decenas de hombres babeando por un poco de sexo. Estaba lista para emprender la huida cuando llegó un guardia de seguridad que me estiró la mano indicándome que era hora de salir al ruedo. Encima de la mesa había cuatro rones servidos que, no supe cómo, en milésimas de segundo me los tomé fondoblanco. Estaba claro: a palo seco era imposible. Apenas me paré oí que anunciaban por el micrófono: “Le damos la bienvenida a Brigitte, la chica de rojo”. Subí a la pista de baile. El edecán me soltó la mano y la canción del avión arrancó. Era como si me hubiera dejado un helicóptero en la mitad de la jungla, sentí hasta ganas de llorar de la impotencia de saber que todos esos señores borrachos y ‘ganosos‘ creían que yo estaba interesada en seducirlos y de que ninguno supiera en realidad en qué era lo que yo andaba. Lo único que tenía para aferrarme era el tubo de bronce por el que suelen descolgarse las bailarinas. Pensé en todo lo que había ensayado y no podía defraudarme frente a la decisión que había tomado. Cerré los ojos sutilmente y empecé a tocar mi cuerpo con las manos mientras me movía al ritmo de la balada. Cuando estaba a punto de quitarme el vestido oí que gritaban: “¡Esa es, esa es, esa es!”. Esa barra brava que provenía de una de las mesas, partió mi vida de stripper en dos. Quise atacarme de la risa frente a todos y me di cuenta de que esa experiencia de cuatro minutos sería para toda la vida y tenía que hacerlo bien. Así que abrí los ojos y en ropa interior me descolgué del tubo, me arrastré por el piso, subí las piernas en una vara pegada al techo y me descolgué hacia atrás, me sonreí sensualmente y me quité la ropa. Sí, toda. Cuando abrí los ojos para ver qué cara estaba haciendo la gente, las luces y reflectores que daban vueltas no me dejaron detallar mi público. Mejor. Ese era el minuto más angustioso de las tres semanas en las que venía trabajando este tema. Sentí pena de estar desnuda, rabia, de pensar cómo me estarían analizando y miedo de la probabilidad de que algún hombre me deseara desesperadamente. Cuando se acabó la canción, el de seguridad me estaba esperando y me llevó hasta el camerino mientras oía aplausos. Creo que tal vez nadie se dio cuenta de mi efímera infiltración a ese mundo porque de camino al camerino tres tipos me lo pidieron. Solo que yo ya había cumplido mi misión. Mi acercamiento a ese mundo se esfumaba al igual que mis ganas de ser cabaretera.