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20 de mayo de 2010

La certitud

June, nuestra columnista lesbiana, cuenta esta vez su experiencia en un trío de mujeres.

Por: June
| Foto: June

Nunca he querido ser como los demás. Sin embargo, tiendo a caer siempre en los lugares comunes: en lo que pienso, en lo que escribo, en lo que siento y en lo que vivo. Creo que siempre me les he querido escapar, pero el destino parece arrastrarme inevitablemente hacia ellos. Pocas cosas son de tan mal gusto o tan clichés como echarle mano a lo que precisamente tenemos al lado: el parcero o la parcera.
Balzac decía que la amistad tenía un sentimiento que se le escapaba al amor: la certitud. Una vez se rompe el espacio que nos hacía amigos y no amantes, ya no hay certeza. La montaña rusa va en picada. Pasa uno de ser amigo a ser lobo con piel de oveja. A utilizar los sentidos de maneras distintas, a sospechar, a elucubrar, empezamos a dudar de lo único que era indudable.
Debí haberme dado cuenta cuando nos empezamos a divertir de más. Sí, la atracción física siempre estuvo ahí, pero más pesaba la realidad de sus actos que su belleza, y más que eso la complicidad a muerte.
Ninguna alarma se disparó en el momento de la transgresión. Será porque siempre tuvimos una relación un poco compleja y es que literalmente lo compartíamos todo: desde la ropa hasta lo que nos comíamos, pero a destiempo.
Sincronizarnos fue el principio del fin porque a las 3:00 a.m. puede ser una formidable idea hacer un trío con una perfecta desconocida. Celeste tiene una facultad para seducir mujeres que siempre me ha intrigado y radica en la poca vergüenza que tiene de fallar o de ponerse en evidencia. Tanto la desconocida como el licor son siempre la excusa, "el viejo truco" al que uno le va a echar la culpa el día siguiente de todo lo acontecido. Todos los elementos del desastre estaban marchando como un reloj: la amiga, la mejor amiga, la desconocida, el trago y las pocas horas de vida que le quedaban a esa noche.
El trío fue sencillamente un pretexto para finalmente llevar a cabo lo indecible, echarle mano a la mejor amiga o dejarse echar mano de ella. Sin embargo, el trío ejecutó y resultó más divertido de lo esperado: Celeste con su poca vergüenza trató de perra para arriba a la tercera integrante, casi con desprecio le daba órdenes de todo tipo. "Baila, quítate eso, ponte esto, cállate" y finalmente... "vete". Contagiosa actitud; teníamos una esclava en casa a la cual no íbamos a volver a ver y si te vi no me acuerdo para hacer y deshacer con ella. La vestimos, la desvestimos, nos la comimos, la volvimos a vestir para que se volviera a desvestir y después de tanto baile y tanta alegría Celeste le dio "una cachetada por perra"  y le dijo que se fuera.
El tête à tête fue bastante prolongado, lo suficiente para poderlo disfrutar pausadamente; probablemente nunca se repetiría. Es una incomodidad deliciosa, es develar el último secreto a quien probablemente mejor nos conoce, es regalar la última pieza del rompecabezas. Y eso de que "nunca se
repetiría": falso. Es ahí donde radica el problema, se repite y se repite cada vez que se puede y cada vez nos volvemos más mentirosos o estamos dispuestos a hacer más demencias para volver a inventarnos un trío para volver a regalar por un chicle o menos la última pieza del rompecabezas.
Guayabo negro, pero nada que no se solucione con domicilios, arrunche, un porro y tratar de volver a recomponer la cotidianidad de una amistad a la que se le fue la mano y a ratos se le sigue yendo.
Celeste, sabrás que en este momento escucho a Chopin, me tomo mi café con una regularidad francesa, miro esta primavera negra que se come la ciudad y espero que tu recuerdo me traiga un poco.