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11 de diciembre de 2019

Los diarios secretos de Héctor Abad Faciolince

El escritor antioqueño reúne en su nuevo libro, Lo que fue presente, los cuadernos que llevó entre 1985 y 2006, los cuales no omiten partes de su vida íntima, según él mismo lo advierte. Aquí, fragmentos de sus anotaciones durante dos estadías en Cuba y San Francisco, que el novelista consideró muy adecuados para SoHo, pues se pueden leer como crónicas de viaje.

Por: Revista SoHo
| Foto: ©LISBETH SALAS

Santiago y La Habana, Cuba, 1996

2 de julio

El vuelo es tenebroso, pésimo. El avión se mueve como cuando uno esquía en el agua, la cabina no está bien presurizada. Por suerte a mi lado viaja una cubana joven y de aspecto agradable que me toma el pelo por mi terror al avión. Es una larga conversación; ella quiere conseguir plata, es una perfecta capitalista. No le gustan los negros (le huelen mal). Lleva ropa y fogones de Colombia para Cuba, y a Colombia lleva crema para las arrugas. Me enseñó que en Cuba pichar, tirar, coger, copular, comer se dice templar. Le pregunto qué les decían sobre los templarios. Es buena persona, me muestra las fotos de su niña y dice que en La Habana me llamará.

Al otro lado viajan Camacho y Torres, hombres de teatro. Adelante, Totó la Momposina (al llegar me cuenta que se divirtió con mi conversación con la cubana; que oyó lo que ella dijo sobre los negros). El avión se mece entre nubes espesas y muy blancas. Esa blancura se parece a la nada que me espera si me muero.

El vuelo dura exactamente dos horas y veintiocho minutos. En el aeropuerto de Santiago la espera es larga. Al llegar al Hotel San Juan no hay cuartos para nosotros, pero nos llevan a otro hotel más moderno, el Versalles. Comemos una buena chuleta con excelente cerveza local.

Pruebo un mojito buenísimo. Como con Torres, William Ospina y Camacho. Hablan de traductores: Cansinos Assens, Valverde, Astrana Marín, Crespo, otros. Poco meto la cucharada. Mi pésima memoria no me permite participar en conversaciones eruditas. (...)

3 de julio

(…) Al que conozco (veo) es a García Márquez. De repente se oye un aplauso y funcionarios que gritan «¡hagan corredor, pasillo, pasillo!». El hombre, vestido de blanco hasta los mocasines sin medias, se abre paso por el corredor humano y saluda levantando la mano como una reina de belleza, tal vez como su otoñal dictador. Estrecha algunas manos (no la mía) y entra a la sala reservada.

Luego salen y se filan para los discursos. Una pésima representación de teatro, con textos de García Márquez. Una idiotez. Después un coro que canta un son bueno. Termina el acto. Un enjambre se reúne alrededor de García Márquez y él le concede al tumulto unos diez minutos de baño de gloria en su presencia. Lo miro a prudente distancia. En efecto, va de blanco de pies a cabeza: mocasines blancos de camaján sin calcetines. Hasta el reloj es blanco. Sobre la blanca piel de sus tobillos resaltan las azuladas venas. Es bajito. De pronto se va alejando y grita: «¡Me llevan secuestrado!». (...)

Manuel Zapata Olivella, jodido por un derrame en medio cuerpo, me pide que le lleve unos libros con estas justas palabras: «Por los siglos de los siglos les hemos cargado cosas a ustedes los blancos; ahora cárgame tú estos libros a mí y dame el brazo para ir hasta el autobús». No sé qué contestar; yo creo que él se hace más negro de lo que es y yo soy menos blanco de lo que parezco. Hago buenas migas con él, es un encanto. Como se le notan los años, muchos de mis colegas lo ignoran. En el bus me cuenta que conoció a mi papá; hablamos de medicina, de los negros (obviamente) y de la costa Atlántica.

Desde el rum garden del hotel de la plaza veo la bahía y me tomo una cerveza con Gustavo Tatis, poeta cartagenero. Saludo más gente; me cuesta acordarme de los nombres de tanta gente. Empiezo a sospechar que mis olvidos son desinterés.

Al parecer mañana tengo que hablar. Lo que traje no vale la pena, pero en ocho días (me invitaron a última hora porque alguien canceló) poco podía inventar una persona de las montañas sobre el Caribe.

Noche: es imposible caminar por la calle. O es como caminar por plena zona de tolerancia. Me acarician la cara con una flor, me pellizcan, se me ofrecen, me llaman, me hablan en inglés, en italiano, las famosas jineteras, hasta que, para sacudirme el asedio, incluso de los hombres, empiezo a conversar con un tipo viejo que me habla pestes de las jineteras y de cómo lo avergüenzan de Cuba. Termina pidiendo plata él también. Lo hago caer en tentación, y cae. Tiene razón. Él gana lo equivalente a diecisiete dólares al mes.

Apunto rápido lo que veo porque sé que mañana ya no lo recordaré. Nunca le he opuesto resistencia al olvido. Vivo en una especie de amnesia feliz. (...)

5 de julio

(...) Es el momento menos oportuno para conocer a García Márquez, pues hace pocos días publicaron mi reseña, muy negativa, de Noticia de un secuestro. Puse cualquier idiotez en la dedicatoria (no se me ocurría nada bueno) y le mandé el libro. Me dijeron: «Suba al segundo piso, que Gabo quiere conocerlo». Temblé. Le di la mano. Me miró seriamente, largo, como midiéndome. Después me dijo que estaba muy agradecido conmigo, que le habían mandado por fax, de Bogotá, mi artículo en El Espectador. «A Mercedes no la saludes, porque es muy rencorosa y ella sí te odia», me dijo sonriente. Luego comentó una de mis correcciones, que al contestar el teléfono uno debe escribir «a ver» y no «haber», como había puesto él. Me dice: «Tú tienes razón, pero es muy curioso que uno diga “a ver”, cuando no está viendo a nadie; por el teléfono todo se reduce al oído». Es una buena observación, pero «haber» solo no es nada, al ser un verbo auxiliar o una nota de contabilidad. Dijo que lo tendrían en cuenta para la segunda edición.

Se le notaba que estaba molesto, nada agradecido. Yo, por suavizar las cosas, le dije que al menos por la reseña había conseguido que él me dirigiera la palabra. «Se ve que no me conoces», me contestó, «hablar conmigo es la cosa más fácil del mundo». Luego se dedicó a hablar de otras cosas: al ministro Hart le pidió que le diera alguna condecoración a Manuel Zapata Olivella, y el ministro estuvo de acuerdo de inmediato, como si estuviera recibiendo instrucciones del mismísimo Fidel. A Isadora de Norden le dijo que le ayudara a no sé quién Nieto con doscientos millones para la Fiap o algo así, y ella obedeció de inmediato, como si recibiera instrucciones del presidente Samper.

Al rato hizo llamar y se prodigó en largos elogios a William Ospina. A renglón seguido William Ospina se prodigó en largos elogios a García Márquez. Después este último me lanzó otro dardo: «Esto no lo oigas tú, Faciolince: en Colombia no hay críticos literarios, hay solo correctores de pruebas». Apunté la frase en un papelito e hice que me la firmara. Tachó la palabra «solo». Luego me insistió en que él no se estaba defendiendo de mi reseña.

La noche fue monopolizada brillantemente por William y por él. Ospina tiene una memoria prodigiosa y recitaba de memoria los versos que la memoria de García Márquez, menos precisa ya, no le permitía repetir de corrido. Todo el tiempo García Márquez se dirigió solo a William; fue casi un diálogo con espectadores hasta las dos de la mañana. El embajador no abrió la boca en toda la noche ni nadie le dirigía la palabra a él. Todos estábamos pendientes de García Márquez. Las pocas veces que intenté decir algo, él, tajantemente, me contradijo, y William lo secundó con más argumentos o carcajadas de celebración. «Estos antioqueños se las quieren ganar todas», dijo Ospina. «Me declaro perdedor», dije yo.

***

San Francisco, California, 2000

2 de septiembre

Hoy salgo para Bogotá y mañana para San Francisco. Estoy nervioso aunque no tanto como otras veces. Viajo siempre con la sensación de ir hacia el patíbulo. Y eso a pesar de la gran ilusión de conocer San Francisco. Voy con Mauricio Pombo, el administrador de El Carnero, a una feria de libros viejos, y luego espero quedarme algunos días más. Dejo a mis hijos, a quienes ayer estuve pegado hasta las diez de la noche.

(...) Días pesados de Feria del Libro Antiguo. Bonitos libros, pero en los visitantes lo que veo, más que amor a la lectura, es puro coleccionismo de fetiches empastados. Lo que esto significa me confirma en mi idea de retirarme del negocio de los libros antiguos en cuanto pueda. Está bien cuidar y custodiar los libros, pero no es lo mío; lo mío es leerlos.

(...) Anoche, o esta madrugada, llamó Eugenia y creo haber estado entre dormido y seco con ella. Siento, en todo caso, que ella no me llama por amor, sino por vigilancia. Incluso por eso lo hace a horas imposibles. Ella cree que duermo acompañado y no sabe o no cree en mi sed de soledad. Además, por ahorrar, mi compañero de cuarto es Pombo, y lo despierta a él también.

(...) Pombo me dijo que Pele, el catalán con quien compartiríamos el booth, nos invitaba a cenar. Había reservado en uno de los buenos restaurantes de San Francisco: Acqua. Él le había dicho que yo era el nuevo socio de El Carnero en Medellín. Con Pele estaba su esposa, una mujer gordita, de ojos tristes; él, un barrigón acelerado. Salimos del coctel y nos fuimos a pie al restaurante, que no quedaba lejos.

Estaba muy lleno. Atendían meseros antipáticos y buenmozos y meseras de vestido largo y culo meneado; rubias sexis para paladares gringos. Es de esos sitios en los que a los empleados les hacen un casting erótico. Todavía no había mesa libre para nosotros y nos tomamos un vino en la barra. Yo pedí champaña de California y los demás se unieron. Pele le preguntó a Pombo, no muy discretamente, si yo también era un buen comprador, como su amigo Andrés Hoyos, y Pombo —aunque estaba cada vez más borracho— fue generosamente ambiguo. Su respuesta le hizo pensar que sí y eso hacía que Pele intentara ser simpático conmigo. Al fin y al cabo Hoyos le había comprado setenta mil dólares en libros, en la feria anterior. Él no podía saber que yo tenía mil quinientos dólares (mil de ellos prestados) para todo el viaje, y que los únicos libros que pensaba comprar eran pocket books. En todo caso, el catalán se dirigía a mí como si la próxima cena la ofreciera en mi honor. Pombo le hacía el favor de llevarle un nuevo comprador rico de Colombia. Estaba contento, esa cena le saldría gratis con los negocios que haríamos después.

(...) Actuaba como un hombre de mundo, que sabe dar órdenes a los meseros más posh. Pombo estaba hundido en el sopor de muchos whiskies. Yo pedí lo más raro, lo más nuevo para mí; no creo que lo más caro, porque la carta con los precios solamente la tenía el catalán. ¿Con qué venía acompañado el foie gras? Nubes, neblina, nada; no me acuerdo. Creo haberlo acompañado con pan, sobre todo.

El plato me impresionó. Me pareció un hígado crudo e inmenso. De un color entre fucsia y blanco y café y morado. Flojo, gelatinoso, blandísimo, de una consistencia que se deshacía en la boca. Sangraba un poco, con una sangre color vino tinto violáceo, ¿o tal vez estaba hecho al vino? No fue una extraordinaria experiencia gastronómica. No es nada que considere inolvidable, salvo por el aspecto. Lo apunto, no para no olvidarlo (que lo olvidaré), sino para complacer un capricho de Eugenia que por teléfono me dijo: «¡Escribe eso!». No pedí postre. Ellos sí. No pedí licor. Ellos sí. Ya en el hotel de Pele, muchísimo más elegante que el nuestro, él me invitó a su suite para mostrarme (a mí, a mí, no a Mauricio), antes de exponerlos, antes que a todo el mundo, algunos tesoros que, pensaba, podrían interesarme. Me daría el mejor precio posible, antes de la feria. Mi parte en la cuenta, me había dicho Pombo, eran quinientos dólares. El catalán pensaba que, por mera educación, no podía comprar menos del valor de la cuenta de los cuatro: dos mil. Dos mil en ganancia, quiero decir, lo que significaba un libro de unos ocho o diez mil dólares. No me lo dijo, no, pero se entendía. Si Hoyos le había comprado setenta mil dólares, ¿el socio de Medellín no compraría siquiera treinta y cinco mil? Seguro que sí. Era obvio que me subía a su cuarto de hotel para pagar al menos la cena carísima con algunas compras. Yo actuaba como si eso fuera posible, pero en realidad solo tenía curiosidad de ver esos libros rarísimos.

Después de mirar los libros con muestras de entusiasmo (el papel blanco, intacto, después de cuatro siglos, la tipografía especial, los grabados, la magnífica encuadernación en piel de ternera, los fierros, los tejuelos, no sé qué más), yo tuve que confesarle que no era más que un empleadito de segunda categoría, invitado por Pombo a ayudarle a cargar las cajas, y que la sucursal de Medellín era modesta, mucho más modesta que la de Bogotá, y sin ningún socio capitalista, con lo cual jamás podría hacer una compra como la de Hoyos, quien en la feria anterior había comprado incluso un fondo enorme de un librero español muerto, unos veinte mil libros españoles, o más, ya no recuerdo.

Pele me miró con un estupor incrédulo, silencioso, cargado de rencor, y creo que le dieron ganas de hacerme vomitar el foie gras y la champaña. (...)

***

La Habana, Cuba, 2000

¿19? de enero

(...) Nos hacen un control exhaustivo a la entrada del sitio donde será la cena con el Comandante en Jefe. Nos quitan las cámaras fotográficas asegurándoles a los más angustiados que no se preocupen, que al final de la cena recibirán fotos impresas con el saludo a Fidel, tomadas por su fotógrafo de toda la vida, que estará presente. Yo puedo conservar esta libreta y un bolígrafo.

Lo primero que noto, cuando entra Fidel Castro y hacemos fila para darle la mano, es que usa unos botines sin lazos con tacones muy altos de unos cinco centímetros. Es alto, pero quiere ser el más alto. Más que mirarte, te mide de arriba abajo con eso que en una fotonovela podría llamarse una mirada feroz. Un asistente de protocolo o algo así me dice que yo estaré sentado en la mesa al lado izquierdo del Comandante, para que esté preparado. Supongo que esta cortesía se debe a un artículo mío, de hace algún tiempo, en el que proponía que García Márquez fuera candidato a la presidencia de la república, porque Fidel me lo comenta (aunque confunde Colombia con Ecuador) y se ríe de esa posibilidad porque los intelectuales no servimos para nada. Yo no sé muy bien qué contestarle, pues ese artículo, más que una propuesta seria, era una mamadera de gallo.

Usa un sencillo reloj Casio digital, negro, y uniforme militar verde oliva, sin corbata, muy limpio y muy nuevo. Tiene el pelo gris y parece tener unos cinco o seis años menos que su edad (setenta y cuatro). Al principio no toma nada, pero se va comiendo lentamente dos toronjas que le sirven en rodajas. Habla en voz alta casi sin parar y por momentos me parece algo delirante. Solo si alguien se atreve a hacerle una observación, una pequeña contradicción (Rodríguez Juliá de Puerto Rico se atreve), entonces reacciona mejor y parece volver a razonar: lo que le gusta es el reto, la pelea.

(...) Cuando nos invitan a pasar a la mesa, en otro salón, me informan que he sido cambiado de puesto, ya no al lado del Comandante, sino muy lejos de él. La noticia me parece buena, pues prefiero observar que hacer preguntas o responderlas. Esto ya se vio en la antesala, y pienso que por esto me cambiaron de lugar y quizá por una respuesta o mirada impertinente. Alguien de Casa de las Américas me lo explica mejor al salir: «A Fidel no le gustan las personas silenciosas». La intuición es correcta; si estuve tan callado es porque no confío en él; en ningún dictador.

(...) (Fidel) dice que no se pueden calcular los sueldos cubanos según el cambio del dólar, pues diez dólares en Cuba no son lo mismo que diez dólares en Estados Unidos. Dice que en Cuba el 85% de las viviendas son propiedad de los ciudadanos y que esto va a mejorar con los dos mil millones de dólares que entrarán por turismo este año.

A veces se va por las ramas y yo tengo la impresión de que está completamente loco; fuera de la realidad. A su diestra está sentado Miliani, el intelectual chavista venezolano, que incluso ante las frases más disparatadas del Comandante no para de hacer gestos afirmativos con la cabeza, muy, muy enfáticos, como con el propósito de que Fidel y todos los demás los veamos.

Nos llenan las copas de vino con insistencia, y cuando voy por la tercera los delirios de Fidel me empiezan a parecer un poco menos insensatos. Por un momento siento el magnetismo del poder, de su poder, que noto que casi todos los demás sienten. Por unos segundos estoy convencido de lo que dice. (...) Vuelvo a caer en la realidad cuando afirma, muy orgulloso, que les han entregado ciento cincuenta computadores a ese mismo número de periodistas. Lo dice como diciendo que todos esos se han ganado la lotería.

(…) Fidel no prueba el vino, solo vegetales, y me pregunto si será vegetariano. Es delgado y no tiene barriga, o lleva faja. Cuando habla, y no para, se le mueven mucho las orejas. La palabra que más repite es dólares; también habla de millas. Es como si todo lo midiera en términos de Estados Unidos. Todos callan, callamos, en fervoroso silencio. Todos celebran sus ocurrencias, o casi todos. Yo no. A veces el Comandante pierde el hilo, se queda callado, y alguien le ayuda a que recobre la idea.

(…) Al fin el Comandante se lleva a la boca un trozo de tomate y para de hablar; yo miro de reojo el reloj. La última tirada fue de veintitrés minutos y cuarenta segundos. Mastica despacio y empieza a hablar de nuevo. Vuelvo a mirar el reloj para cronometrar cuánto habla entre un bocado y otro. Le traen langostinos, pero ni los mira. No es vegetariano, entonces.

(…) Retoma el tema de la tarde, el del niño Elián, y dice que todo esto no es más que una guerra psicológica con Estados Unidos. Dice, y todos se lo celebran, que lo que más globalizado está en este mundo es la mentira. Aprovecha el chiste para alejarse riéndose a las carcajadas, pero muchos corren tras él para pedirle un autógrafo en algún trozo de papel. Él se resigna a firmar uno que otro, haciendo bromas que ya no alcanzo a oír.

(…) Yo miro a Fernández Retamar, que estuvo deprimido y silencioso durante toda la cena. Fue el único de nosotros que casi no comió. Todo el tiempo estuvo mirando al vacío, como enfurruñado, o más bien triste. Al principio, Fidel no hizo otra cosa que tratarlo mal. Empezó por decirle, delante de todos nosotros, que es un desastre para organizar estas cosas; que al principio le dijo que seríamos diez personas, luego que once, después cinco más, y habíamos llegado veintidós. Cuando Fernández intentó solicitarle algo en voz baja, poco después, la respuesta, tajante, fue así, y en voz muy alta, para que se oyera el regaño: «Yo no estoy hablando contigo, tú y yo podemos hablar después, hazte a un lado que yo les estoy hablando a ellos», y todo el tiempo fulminándolo con la mirada. Una mirada casi de advertencia. Fernández Retamar pareció encogerse, asustado, acobardado, y no volvió a modular palabra en toda la velada. .