10 de septiembre de 2007

Depilación con cera

La costumbre femenina de aplicarse cera caliente en el cuerpo para quitarse los pelos resultó una experiencia dolorosa para Eduardo Arias, que se acostó en una camilla a depilarse y aún necesita usar crema humectante.

Por: Eduardo Arias
| Foto: Eduardo Arias

Hace quince días me depilaron la pierna derecha. Sigue horrible. Blancuzca. Asquerosamente suave. Parece un muslo de pollo de esos que venden en los supermercados y que conservan refrigerados en bandejas de icopor. Pero no todo está perdido. Hoy comienzo a sentir las puntas ásperas y carrasposas de los pelos que, por fin, han vuelto a salir a la superficie. Ya era hora, pienso. Pero, ¿cuánto falta para que mi pierna vuelva a ser como antes, una pierna cubierta de vellos? Me pongo en la perspectiva de una mujer y trato de imaginar lo que ella misma sentiría al reconocer con el tacto que los pelos están de regreso. Una sensación opuesta: "Maldita sea, otra vez tengo que depilarme. En una semana tendré que depilarme de nuevo" ¿Qué pecado cometieron las mujeres para que, a nombre de modas y estéticas que les inventan, se sientan obligadas a arrancarse los vellos de su cuerpo de esa manera tan drástica? Debe ser consecuencia directa del pecado original o de un delito conexo porque, de acuerdo con la poca información disponible en la red, la depilación es un arte que se practica desde los tiempos de las cavernas y que los egipcios, hace tres mil años, ya habían generalizado por razones estéticas. En aquellos remotos tiempos las mujeres utilizaban para depilarse ungüentos a base de sangre de animales, tortugas, gusanos y grasa de hipopótamo. Los griegos, en su afán por parecerse a las esculturas de mármol que adornaban sus templos, se quemaban los vellos con velas, se los arrancaban con piedra pómez y también utilizaban ceras a base de sangre animal, resinas, minerales, cenizas... Los romanos no se quedaron atrás y también se depilaban con resinas y brea. En los baños públicos y los prostíbulos atendían especialistas en estas técnicas depilatorias. Durante la Edad Media cambiaron la cera por cal viva y arsénico. Por suerte llegó el Renacimiento y con él vinagres y aceites. Hacia 1930 surgieron nuevas técnicas que atacan la queratina, y comenzó a utilizarse la depilación eléctrica; en los años sesenta se inauguró la era del rayo láser y, al menos hasta el presente, lo menos cruel y tenaz para las abnegadas mujeres y para los vanidosos metrosexuales es la cera. De acuerdo con la página www.lindísima.com, la cera ofrece estas ventajas sobre la máquina de afeitar: el vello tarda en crecer hasta seis semanas; a medida que se tienen varias depilaciones con cera el vello nace más débil y menos denso, y el tratamiento deja la piel más tersa que la máquina de afeitar. Y estas desventajas: al comienzo duele un poco (¿un poco? ¡Jah!) pero con el tiempo el dolor casi no se siente. Hay que esperar hasta que el pelo esté ligeramente largo para poder extraerlo. Se necesita ir al salón de belleza, es decir, tiempo y plata, mientras se aprende la técnica. Las primeras veces se irrita la piel. La cita es en Quevedo y en un segundo piso nos recibe Mery Hernández, de profesión cosmiatra, quien se encargará de hacerme sentir en carne propia lo que padecen millones de mujeres todos los días a toda hora. Al operativo se han sumado Adelaida, mi esposa, quien en teoría es la encargada de asistir a Mery en darme una probada de uno de los tantos sacrificios a los que debe someterse una mujer; la encargada de la producción, y quien desde el vamos está empeñada en que me depile los alrededores de mis partes nobles, que en el argot se denomina "hacerse el bikini", y Juan Andrés Valencia, también de SoHo. ¿Qué hace aquí Juan Andrés Valencia? En principio no tiene nada que hacer. ¿Entonces? Pues su presencia obedece a que alguna vez le dije que el gol que yo más he celebrado en mi vida fue el que le hizo Aguirre, de Peñarol, al América de Cali en el último segundo del alargue de la final de la Copa Libertadores de 1987. Es más que evidente que él quiere ver sufrir en tiempo real y en vivo y en directo a quien gozó de tal manera con el peor drama de la historia de su equipo del alma. Los nervios aumentan. La cara de tragedia que pone Adelaida anuncia que ya casi comienza lo peor. ¿Qué me espera? Lo que los médicos, enfermeros, pilotos de avión y también los cosmiatras denominan con gran pompa un procedimiento. Primer paso, limpieza del área a depilar. Segundo, se esparce la cera caliente con una espátula siguiendo la dirección del pelo, condición sine qua non para que los vellos salgan de raíz. Tercero, sobre la cera se pone una tela, también en la dirección del pelo. Esta se masajea para que se pegue a la cera. Cuarto, se jala la tela en dirección opuesta al pelo. Una vez finalizado el procedimiento, se alivia el área intervenida con una crema humectante.

En un caldero redondo bulle la cera, una cera de color café muy oscura que de inmediato me hace pensar en abejas africanizadas. En algo tan espantoso como un inminente ataque de abejas africanizadas.

También pienso, tal vez para tranquilizarme, que esa cera debe ser alemana. Los nacidos a finales de los cincuenta manejamos el imaginario de que las cosas finas son hechas en Alemania y presumo que, a pesar de las negras intenciones de Valencia, no me van a depilar con cera de veladora o de cirio de Primera Comunión.

Uno de los verbos que más detesto en lengua castellana es aplicar. Y en ese momento Mery se dispone a aplicarme la cera. ¿Aplicar? Yo siento que me embadurnan, me impregnan, me untan un líquido viscoso y caliente que se adhiere a mi piel como si fuera pegante bóxer.

Luego me ponen un trapo encima de la zona embadurnada. Ya viene el primer jalón. Cierro los ojos, lleno mi boca de aire, dejo de respirar y... ahí va. Como los cánones mandan. "De un jalón, para que duela menos". Como cuando las mamás les quitan esparadrapos a sus hijos.

Un tirón seco. Suena como a papel de lija que se desliza sobre una tabla. Esperaba un dolor mucho más fuerte, es cierto, pero esto apenas comienza.

Cuando a uno le hacen la cera descubre que el área de una pierna es dolorosamente grande. Yo imaginaba que serían cuatro o cinco repeticiones de esa operación, pero no. Tirones van y vienen, uno de tras de otro y algunos duelen mucho, de verdad, sobre todo aquellos en la zona adyacente a la rodilla. Decenas de tirones, cada uno de ellos acompañado por las burlas de Valencia. Además, en caleño. No hay nada peor que se burlen de uno en caleño. En cachaco, en paisa, en costeño, uno se lo aguanta. Pero en caleño... Intento reflejar en mis gestos la mayor dignidad posible para no ponerme en evidencia con el fotógrafo y el camarógrafo del video.

Pero los madrazos se hacen inevitables. Me imagino lo que piensa Valencia mientras se ríe de mi dolor: "Este, por el penal que botó el Pipa de Ávila en la final contra Argentinos Juniors; este, por los dos goles de Juan Antonio Pizzi cuando nos eliminó Rosario Central por penales en Cali; este, por los de tiro libre que nos hizo Cuauhtémoc Blanco en El Campín; este, por el 5 a 1 que nos clavó el Santos de Brasil en Cali"...

Aleja, mientras tanto, insiste cual niña chiquita antojada con una muñeca Barbie. "¿Bikini

, ¿bikini? ¡Ay, sí, bikini...!". La respuesta es no. Eso lo tengo claro. Del calzoncillo bóxer para abajo, lo que quieran.

Adelaida, que sufre a mi lado, se encarga de un par de tirones y lo hace bastante bien a pesar de sus nervios.

Al terminar la masacre sistemática de mi pierna derecha trato de incorporarme como diciendo chao pero no, Alejita, tan divina ella, levanta su brazo izquierdo y me señala la axila.

Intento hacer un cambio desesperado: que me afeiten la barba y el bigote con cera en vez de la axila. Pero el personal de SoHo, además de sádico, es inflexible. Obligatorio, una axila.

Así que Mery me corta el pelo con unas tijeras y procede a aplicarme la cera alemana africanizada en mi axila derecha. Le bastan dos tirones violentos para despojarme del pelo en semejante sitio tan íntimo, tan de uno, tan impúdico.

Luego de dos tirones más bien dolorosos, siento como si un viento del Ártico se hubiera posado en la axila. Axila que, quince días después de la fatídica jornada, aún no me he atrevido a mirar.

Al final, como premio por haberme portado tan bien, Mery me arregla las cejas, un procedimiento mucho más amable y nada doloroso.

Al ponerme el pantalón siento como si mi pierna estuviera mojada. Una sensación que tendré que soportar durante un par de días, entre otras cosas porque, a escondidas, las dos mañanas siguientes tuve que echarme crema humectante para no sentir esa pierna tan irritada.

Acostumbrarme a esta pierna sin pelos me tomó por lo menos una semana. Los primeros días me bañé sin mirarla. No era capaz de hacerlo. Luego, como a los tres, bajé mi vista y sentí la misma desazón que producen las fotografías de satélite que rastrean la devastación de los bosques tropicales. De la línea imaginaria del bóxer para arriba, selva húmeda tropical. De para abajo, un enorme potrero pelado, devastado, arrasado.

Compadezco a las mujeres. Seguramente las habrá que se gozan estos tratamientos. Otras se habrán acostumbrado a los tirones o, sencillamente, ya no les duele. Pero no me parece justo que tengan que someterse a esto para satisfacer unos cánones estéticos que ni idea quién se inventó y que al menos en Occidente se consideran como un paradigma.

Y me importa un pito si ser un hombre de pelo en pecho y velludo está out por cuenta de Beckham y la horda de metrosexuales que lo imitan. Yo lo único que quiero es que mi pierna derecha recupere de una vez por todas sus vellos y deje de sentirme con un muslo de pollo como los que venden en los supermercados en bandejas de icopor.