10 de abril de 2006

El embellecedor

Por: Roberto Palacio

Una unidad de medida prudente son quizá tres aguardientes, más bien grandes: llamémosla 1 embellecedor o 1 emb.En aras de la brevedad y de la cientifización. Se trata de establecer la unidad mínima de licor necesaria para ver a alguien atractivo. Para dar una idea del alcance de 1 emb., considérese la siguiente pregunta: ¿Cuántos tragos necesita Ud. para llevar a X a conocer el techo de su cuarto (o de uno por horas)? Comencemos con los casos menos problemáticos y vamos ascendiendo en la complejidad. Propongo la siguiente clasificación:
Claro, la clasificación no deja de ser problemática y de depender de los niveles de ansiedad particular. Pero demuestra que beber no es otra cosa que ir acabando con la norma del buen gusto en estética sexual. Es curioso que no pase lo mismo en otros ámbitos. Las cosas que nos parecen desagradables estando sobrios nos siguen pareciendo desagradables borrachos y hasta en mayor medida: haga el experimento de tomarse unos tragos frente a un cuadro de Tessarolo. Con el prójimo la cosa es a otro precio, lo cual le indica a uno que en el fondo el efecto emb. es una cuestión de baja autoestima, pero una baja autoestima narcisista, porque al fin y al cabo, uno está convencido de que uno sí se ve bastante bien borracho, que está caminando recto, que está hablando divinamente, en breve, que es irresistible.
Mi peor experiencia con el efecto emb. toma la forma de una historia que ilustra con creces el carácter transitorio de la belleza humana. Yo estaba irresistible la noche que conocí a Sindy (sí, con S, Sindy). Podríamos decir que yo ya cargaba una dosis letal de unidades emb., como radones en un empleado de Chernobil, suficientes para sumirlo a uno en un profundo coma estético de por vida, quizá unos 8 o 10 (recuérdese que 1 emb.=3 aguardientes dobles). Los tambores de una tal doña Cleo alternaban esa noche con los ritmos de Zumaqué en un bullicioso lugarcito se salsa. Ella se sentó a mi lado en la barra. En ese momento, esta diosa de carnes ligeramente bronceadas tomaba la forma de una Sonia Braga del altiplano cundiboyacense, de pelos libres y ensortijados, dueña de una sonrisa que hubiera podido arreglar la capa de ozono. Yo dije alguna estupidez que no recuerdo a manera de cliché de levante y ella respondió dándome la mano y recalcando con orgullo esa ‘S‘ enorme que precedía al ‘...indy‘. A mi me sonó como una ‘Z‘. Traté de estar informal, de comer maní desprevenidamente aunque pocos caían en la boca, traté de hablar bien. Calculé que mis mejores oportunidades estaban en el baile, no tanto en la conversación, porque como todos sabemos, hay una parte del yo que, a pesar de lo ebrios que podamos estar, nunca se emborracha. Es la dueña de esa vocecita que dice: ‘estás hablando muy mal‘, ‘camina recto‘, ‘no seas ridículo, esa vieja no te está parando bolas‘. Esa voz hizo su tarea y me informó que yo estaba hablando el esperanto del borracho, una especie de dialecto platicado permanentemente por Boris Yeltsin y José José y así fue como nos lanzamos a la pista. Recuerdo haberla pisado varias veces. No me importó. Esa noche me entregué a los tambores. Amé a Colombia, amé el acordeón cuyas notas acariciaron mi piel con suaves oleadas de nacionalismo, amé a Sindy.
En retrospectiva, pienso que la mejor manera de describir el amargo despertar del día siguiente junto a Sindy lo describió Augusto Monterroso en ese famoso minicuento titulado El dinosaurio: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí". Noté entonces que Sindy tenía un ojo más abajo que el otro, unas manos con las que se podía rallar queso parmesano y un pelo que solo se hubiera desenredado con creolina o con un soplete. Me deseó buenos días con un beso y luego sonrió, y, a pesar de mi ignorancia en el tema, me di cuenta de que faltaban piezas claves; hablando ‘ortodónticamente‘, un canino, un premolar. En lugar del brillo prístino y cristalino de un diamante incrustado (la sonrisa Diomedes del día anterior se había ido para siempre), había algo cavernoso en esa boca. Pensé en el maestro Albarracín y en todos los lugares en los que esa boca había estado. En todo caso, ella olía como a cemento recién mezclado.
Tardé unos instantes en darme cuenta de que estaba en mi casa, que era domingo en la mañana, que de alguna manera estaba atrapado. Paulatinamente, la realidad fue tomando un sabor de alucinación, como los instantes recordados de un accidente automovilístico, pero una alucinación singular: la única que yo conozco que es inducida por la falta de alcohol.

Gina Parody sin gafas:
1 emb. (Bueno, sí, admito que tiene su quid)
Andrea Echeverri cuando no está cantando:
2 embs. (No estoy muy seguro, podrían ser más)
Vicky Hernández en Cóndores no entierran todos los días:
entre 4 y 5 embs.
Patricia Cárdenas:
6 embs. (Estoy seguro de que en la práctica son más, a menos que uno esté en Datacrédito)
Mauren Belky Ramírez, Marbelle:
*** Escala no aplica, debe medirse en botellas
Florence Thomas:
§ Número aún no conocido de embs.