7 de septiembre de 2006

Tingol y Bojote

Vivía encantado con el apodo de ‘Tingol‘ que me tenían de pequeño mis hermanos, ‘el Distinguido‘ Daniel, ‘el Cabezón‘ Juan Francisco, ‘la Nana‘ María Fernanda y ‘el Gordo‘ José Gabriel. ‘Tingol‘ era una derivación de Ernes-tíngolis, como me decía mi abuelo Wenceslao ­—al que, para esconder su nombre de sanitario Corona, le decíamos ‘Malao‘—, hasta que al comenzar mi carrera política, a Jorge Child le dio por inventar que dizque me decían en el Gimnasio Moderno ‘el Bojote‘, palabra que, según el diccionario, quiere decir "bulto, envoltorio o paquete". Nunca entendí de dónde sacó esa información ‘el Macho‘ Child, quien para entonces ya  militaba  en las filas enemigas del lopismo, del cual yo empezaba a formar parte. Me las ingenié entonces para manejar el apodo con un lema  que decía: "Contra este despelote, vote por ‘el Bojote‘". Fue, si mal no recuerdo, el mismo año de mi primera campaña al Concejo de Bogotá cuando lancé una ofensiva publicitaria que decía: "Con Ernesto Samper Pizano, soluciones a la mano", una feliz propuesta que estuvo a punto de abortar cuando mi hermano Daniel, tras la presentación que le hicieron mis publicistas, se volteó y me dijo: ‘Tingol, por fortuna mi mamá no es de apellido Angulo‘. Los apodos, como las rimas, son peligrosos en política.

En la costa, los apodos son muy comunes. Un amigo cachaco que se mudó a Cartagena les advirtió a sus amigos que los apodos no iban con él, que se cuidaran mucho de ponérselos pues no lo permitiría en absoluto. Desde ahí quedó bautizado como el ‘sin apodo‘. Está también, para no salir de la región, el caso del bus de doble carrocería que todos los candidatos presidenciales utilizamos en Barranquilla para nuestras campañas y que fue apodado ‘el No joda‘, porque cada vez que lo ven pasar, cuan largo es, por las esquinas de la Arenosa la gente dice: "No joooooda, qué largo". Pero más que apodos para personas específicas, lo que sí se utiliza en política son los apodos genéricos, esos que le permiten a uno mostrar cierto grado de conocimiento y de condescendencia con esos líderes populares de los cuales no se recuerdan los nombres sino las caras. El que yo empleaba con mucho éxito era el de ‘Tigre‘ para  los hombres y  ‘Monita‘ para las mujeres, este último hasta el proceso 8.000, por supuesto. Algún día, uno de estos personajes, dirigente de Ciudad Bolívar para más veras, me lanzó la pregunta que todo político espera con terror: "Doctor, ¿cómo me llamo yo, que le he servido durante veinte años?". Después de tratar de darle una respuesta balbuceante  como aquella de ‘de tu nombre sí me acuerdo, pero se me escapa tu apellido‘, este, viendo mi atafago, me dijo de manera caritativa y concluyente: "Doctor, pues yo soy ‘el Tigre‘, ¿no se acuerda?".

Confieso que durante la Presidencia lo que más me llamaba la atención de los informes de inteligencia sobre las operaciones contra los narcotraficantes eran sus apodos, a cual peor de sórdidos: ‘el Mugre‘, ‘el Arete‘, ‘el Patasucias‘, ‘el Alacrán‘ y otros bastante teletónicos: ‘el Manco‘, ‘el Cojo‘, ‘el Mueco‘, ‘el Chueco‘. No tiene importancia saber qué nombre se esconde detrás de esos alias para darse uno cuenta de que no está lidiando con ningunas peritas en dulce de leche.

A estas alturas de mi vida, debo decir que muchos de mis malquerientes, en vez de ponerme un apodito benigno, seguramente querrán que yo pase a la historia conjuntamente con mi mamá, algo que no me disgusta en absoluto, pues me parece apenas justo que ‘el Distinguido‘, ‘el Cabezón‘ y ‘la Nana‘ no limiten su participación en mi gobierno a haber disfrutado de la Casa de Huéspedes de Cartagena.