10 de abril de 2006

borrachera de bazar

Por: Javier Uribe

En Ese bazar yo ya no era el niño que años atrás había ganado el premio al disfraz más original: el primer Superman zambo de la historia. El primer héroe de hierro que era de color. De color oscuro. No. Ese sábado yo era otro; uno diferente al que había tratado de convencer a su mamá de que el traje del Chapulín Colorado era azul y blanco, mientras ella explicada que era rojo y que mi confusión la causaba el televisor en blanco y negro.
Entonces, en 1989, yo era un hermoso adolescente con testículos suficientes para bombearle al cerebro testosterona y convertirme en un digno líder de la manada, capaz de hacerse a unos buenos tragos de licor: esa sustancia que todos beben pero que ningún adulto sabe explicarle a un adolescente por qué no beber. Así que entradas las once de la mañana, me bogué mi primer vaso de sifón y me subí a brincar en la cama elástica.
En esa época mi gran enemigo era Óscar Darío, el profesor de cálculo, un ser malo y perverso que yo odiaba como solo mi corazón sabe hacerlo, porque era un infame que forjaba su autoridad con humor negro y esfero rojo, sin entender que cuando un niño no aprende no es culpa suya sino del profesor. Yo lo odiaba. Yo que era un angelito. El Principito de color. Cusumbo. Un niño que no entendía por qué justo en la edad de los vellos aquí y allá, a las matemáticas les daba por utilizar palabras como teta, seno y coseno. "Saquen el seno", "saquen la teta". ¿Por qué nunca aparecía en un ejercicio un glande, o un cotestículo o, al menos, una tetilla?
A las 2:00 de la tarde, diez sifones y un plato de lechona, y uno de ternera, y un algodón de azúcar, eran la antesala a la fiesta del bazar, a Los Alfa 8 y su "nuestro amor será libre como el cielo azul". González, en uno de los bolsillos de sus jeans Girbaud, había encaletado una botella de aguardiente que comenzamos a beber con ansiedad. No era para menos: era un colegio de hombres invadido por cientos de mujeres, de niñas, de colegialas dulces colegialas, de colegialas no sean tan coquetas, de colegialas hermosas y perversas: -¿Bailamos?, -No, estoy cansada- y al segundo estaban bailando el currulao. Mientras tanto González y yo, parados enfrente, las estudiábamos como escogiendo postres en una panadería y repetíamos la frase de siempre: "Saque y yo saco". Y yo agregaba: "Usted saque a la gorda y yo a la otra". Y todos bailábamos y hacíamos el ocho y llevábamos el ritmo en el codo y no en la cadera.
Ahora, mientras sonaba "Oye, abre tus ojos, mira hacia arriba.", González sacaba tragos de cualquier parte, recuerdo una botella de ginebra Katía, trago nacional, con la que yo ya escupía saliva en punto de nieve, y bailaba brincando, y deseaba a la mujer del prójimo, y seguía confirmando premisas fundamentales: una mujer bonita siempre tiene una mejor amiga fea. La bonita siempre quiere enchutarme a la fea. Siempre termino con la fea.
De pronto hizo su entrada el asesino intelectual: Óscar Darío. Con su saquito en V mientras que al fondo Los Alfa 8 se despachaban con un "Se fajó esta fiesta, se fajó". Y yo que ya no veía bien. Y yo que sin saber, bailaba house. Y yo que eructaba aires asalchichonados. Lo tomé del brazo, lo enfrenté, y desde lo más profundo de mi hígado le canté la verdad, le dije lo que pensaba de él y de sus formas, de sus principios y sus normas, le dije todo sin guardarme nada.
Óscar Darío se soltó el brazo y me dijo: "Uribe, un día que le pueda entender qué es lo que está diciendo hablamos". Y se fue. Yo perdí ese año.