16 de diciembre de 2009

Humor

Contra los safaris

Detesto los safaris porque son mentira. He recorrido safaris en Kenia y Sudáfrica, dos extremos de África donde se vive la misma ceremonia.

Por: Juan Pablo Meneses. Caricatura: Betto
Contra los safaris | Foto: Juan Pablo Meneses. Caricatura: Betto

 Un chofer de jeep, un guía y un grupo de turistas de la tercera edad que huele a repelente de mosquitos y que cada cinco minutos suelta un gutural: ohhhhh… cada vez que el guía nos grita: ¡miren ahí! Entonces, todos nosotros, como focas amaestradas, giramos la cabeza al animal que se mueve con desgano y que nos mira como se miran a los animales de zoológico.

Rápidamente, uno comienza a sentir que todo está más preparado que una mesa de cumpleaños. La comunicación por radio entre los diferentes jeeps es apenas una señal de que la tecnología, en este caso, ayuda muy bien a que nuestro recorrido sea más eficiente.

Tiene cierta lógica: si uno ha pagado miles de dólares en el vuelo de avión y en el hotel y en el recorrido, no puede regresar a casa con las manos vacías.

—¡Ahora vamos a ver el león! ¡Ojalá lo encontremos! —dice un guía en la reserva Masai Mara, en la zona del parque Serengueti de Kenia. Los guías siempre exclaman, como si vivieran obligados a darle un aire de expectación a cualquier frase que sueltan.

El jeep acelera rápido por entre la sabana africana, hasta que al final de la llanura vemos a una decena de jeeps rodeando algo que se mueve, y respira. Ahí está el león, acostado, bostezando a pocos metros, mientras unos cincuenta turistas de todo el primer mundo disparan su cámara con ojo sanguinario.

—¿Y podremos ver peleas entre animales? —pregunta alguien que parece estar buscando fotos para armar su propio especial National Geographic.

Los japoneses en los safaris se reconocen rápido. Llevan guantes blancos y mascarilla y sombreros para el sol, al estilo Michael Jackson. Los gringos también, en su mayoría vienen vestidos estilo Daktari, y sueñan estar reviviendo los días en que Hemingway vivió en Kenia.

Creo que por eso detesto los safaris: rápidamente uno entiende que todo es mentira. Es mentira la sorpresa de nuestro encuentro con los Big Five, como le dicen al avistamiento de los principales animales del lugar. Es mentira la danza tribal que nos ofrecen en la noche, junto a una fogata, porque entre los bailarines vestidos al estilo swahili reconozco a varios camareros del hotel que nos recomiendan el plato de comida a la hora de la cena. Es mentira lo que sucede en los safaris porque hay tantos turistas, que nada puede fallar.

Los safaris, palabra que en swahili significa "viaje", partieron como jornadas de cacería de la realeza europea en tiempos de la colonia. Hoy, los rifles y las escopetas han sido reemplazados por lentes y zooms y focos de cámaras de todos los tamaños. La realeza hoy son más de un millón de visitantes solo en Kenia, en paquetes turísticos que prometen todo tipo de avistamientos. Los animales, sagaces para escapar de la pólvora, hoy engordan a buen ritmo en espera de cumplir su rutina diaria de dejarse inmortalizar por visitantes que han viajado una semana con todo incluido: incluidos ellos mismos.

Todo lo anterior, que en el Masai Mara de Kenia se descubre al primer día, en la reserva privada de Mala Mala, en Sudáfrica, se descubre al primer segundo. Cuando uno ingresa y ve los cables electrificados que la rodean entiende que, por sobre toda las cosas, estamos ingresando a un zoológico grande con animales que parecen sueltos y parecen libres y parecen disfrutar de lo que viven. Igual nos pasa a los visitantes: parece que hacemos lo que queremos, parece que estamos libres, parece que disfrutamos del viaje africano mirando animales.

Finalmente, esa termina siendo la gran miseria del safari. Al final de la jornada, te sientes el más bobo de los animales del planeta. Una especie silvestre que se conforma con tener buenas fotos, antes de volver a casa a seguir viviendo una vida enjaulada.

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