12 de septiembre de 2008

Cubriendo mi propio implante de pelo (segundo final)

Después de un tratamiento infructuoso de más de un año, a Jotamario Arbélaez el doctor René Rodríguez le juró que en un día le devolvería el pelo perdido y el poeta aceptó. Apéndice de una crónica con, ahora, final feliz.

Jota Mario Arbeláez no le contó nada a su familia, la operación duró un solo día y el resultado fue inmediato.

Que un hombre salga de su casa —calvo— a las 7:00 de la mañana y regrese a las 10:00 de la noche con una soberbia mata de pelo coronándole la cabeza, es milagro más que poético y que profético que no contempla la Biblia. Porque Jesús hizo correr a los cojos, ver a los ciegos, oír y hablar a los sordomudos, beber agua a unos beodos haciéndoles creer que era vino, y hasta despertar bostezando a pacientes del sueño eterno, pero nunca repobló a un yermo, por más que el desentejado de Pedro se lo implorara.

Milagro al final de la crónica

Salí un miércoles de mi casa a las 7:00 de la mañana, con la calva lavada, y me dirigí urgido de fe al consultorio de quien habría de convertirse en mi salvador, el doctor René Rodríguez, dermatólogo, quien me hizo sentar en su silla de operaciones exclusiva para microimplantes de pelo, y sin más preámbulo que una serie de chuzones de anestesia local, procedió a rebanarme una tira de cuero cabelludo de la región que cubre el occipital, de 32 cm de longitud —porque lo hizo en curva como una prolongada sonrisa trasera de oreja a oreja—, de los cuales 24 cm eran de 1,5 cm de ancho y 8 de 1, para un área total de 44 cm2. Como mi densidad capilar en la parte donante es de 65 a 66 unidades foliculares por cm2, resultó un total de 2.868 injertos que el cirujano procedió a resembrar en la calva, poro por poro, abriendo primero los orificios con una aguja, luego insertando las unidades de un solo folículo con todo y pelo adelante, enseguida las de dos y las de tres más atrás, y luego de asegurarlos, lo cual significó —contando las sucesivas inyecciones anestésicas—, cerca de 10.000 punciones en mi zona receptora suprasensible. Cien veces la tortura de la corona de espinas de nuestro señor Jesucristo en su predecesora operación Calvario. Pero para algo me las tiro de macho. De 8:30 a 10:00 a.m. se hizo la toma de la tira, procedieron sus asesoras al microscopio a sectorizar folículo y pelo, y la siembra fue de las 10:00 a.m. a las 10:00 p.m. Al sonar esta hora era un hombre nuevo. Había recuperado lo que natura me hurtó, apoyada en la ley de la herencia, que acabábamos de burlar. ?

Lo que se hereda se hurta

Lamenté mucho con mi padre renegar de su herencia alopécica androgenética, pero en primer lugar satisfice esa intriga de todos los calvos de saber cómo habrían sido de no caérseles el cabello. Tengo que aceptar que me gustó verme en cada reflejo, en espejos de aumento, a pesar de que estaba bastante magullado física y psicológicamente con la maratón de resiembra.

Al llegar a casa, los berrinchudos de mis hijos, Salomé y Salvador corrieron a esconderse debajo de sus camas como si hubiera llegado el monstruo de la laguna negra. Hasta me tildaron de ‘guiso‘ por haber insistido, luego del famoso primer fracaso —del cual ni quiero acordarme—, en la recuperación del pelo perdido. Siento un fresco pensando que dentro de 15 años, cuando mi hijo tenga 30 y yo 82, voy a tener más pelo que él, Arbeláez al fin de cuentas. Pues se me ha dicho que, como los folículos de la zona donadora son resistentes a la caída, el trasplante capilar ha de ser efectivo y durará toda la vida. Veremos. A mi adorada señora veo que ni le va ni le viene. ?

El que quiere marrones

Que si dolió mucho, es lo primero que preguntan quienes me ven, ahora sí, sonriendo de patilla a patilla como Elvis Presley, que era el modelo de mis peinados. Y ostentando airoso el copete mientras celebro apurando mis copetines.

Que si me dolió, me dolió. El doctor a cada rato me preguntaba si requería más anestesia; yo le decía que no, para darme la pela. Ni grité ni lloré. Sabía que por medio del sufrimiento los cristianos alcanzan el paraíso, que en el caso mío está en la tierra, en forma de mujeres en la trastienda. Entre pelo y pelo insertado cambiaba mi mente de diapositiva amorosa. O sea que me fajé 2.868 orgasmos masoquistas virtuales. Así como había escrito que cada pelo perdido había sido un polvo expresado, el doctor me daba la coba de que con el pelo recuperado podría ser más fácilmente seducido que abandonado. Y me explicaba que así los calvos se desempeñen mejor en la cama, a un hombre con pelo se lo dan más fácil.

Sigo siendo calvo en el fondo, aunque ahora ‘cabellón‘ en la forma. Participo por tanto de los dos reinos. Me dolió el sometimiento quirúrgico, más de lo que puede dolerle a cualquiera de mis prospectos someterse a eso que consideran martirio, pero fue por voluntad propia, para gozar mejor de los resultados. Nunca fue más válida esa conseja de que el que quiere marrones aguanta tirones. ?

Antecedentes históricos

En mi última crónica en esta revista, hace dos entregas —cuarta referida a mi implante de pelo el 31 de octubre de 2006 en la Clínica del Chicó por el cirujano estético Ernesto Andrade—, contaba del estruendoso fracaso de la intervención capilar y del chasco tanto de la revista como de los expectantes lectores alopécicos y el mío propio, y concluía tajantemente con que no había remedio para los calvos, pues desde los menjunjes viscosos, champús envenenados y tricóferos y lociones, masajes y pastillas, hasta las tan cacareadas cirugías, todo era un embeleco para tumbarlos.

El cirujano estético derrotado ensayó por la prensa hablada —que le hizo el seguimiento hasta acorralarlo, y por esta misma revista—, una defensa pálida y encogida, certificando que ningún procedimiento médico, así como ningún fármaco, ofrecía un ciento por ciento de seguridad en su efecto. Sea como sea, con descalabros de por medio, no suelo tirar la toalla. Soy un testarudo cabeciduro, sin temor a las redundancias.

No tardaron en sonar mis teléfonos, de parte de especialistas exclusivos en estas intervenciones —no cirujanos plásticos superficiales sino profundos dermatólogos y trasplantólogos—, quienes se mostraron preocupados por la conclusión contundente a raíz del fiasco sufrido. Sentí que el gremio de la seria recuperación capilar no podía permitir la pérdida de fe y entusiasmo de su clientela alopécica.

Me detuve en los planteamientos de dos de ellos, los doctores Sergio Camacho y René Rodríguez. El primero me garantizaba que la siembra de sus folículos se haría efectiva a partir de los seis meses. El segundo me aseguró que con su método —de injertar los folículos con todo y pelo—, si me hacía presente en su consultorio de madrugada, dejaría de ser calvo a la caída del sol. No tiene que preocuparse de nada, poeta, ni siquiera de la cuenta. Como me había quedado faltando una quinta crónica —según la inicial oferta de SoHo­—, no cabía una nueva pausa de seis meses, ni yo estaba para nuevas expectativas con el cráneo cubierto por sombrero o por pañoleta. Acepté la propuesta de la recuperación súbita, el mismo día. Sin contarle a nadie, ni a mi familia, para evitar nuevas frustraciones o desengaños.

Y, además, les daría la sorpresa a los editores de la revista, que raras veces fallan en sus propuestas. ?

Pelos vienen, pelos van.

Cuando me bajé de la silla de operaciones y me pasaron el espejo, me fui de culo. Este era el personaje que cuando estaba adolescente esperara ser al entrar a viejo. Tenía el copete casi como cuando salía con mis parejas a bailar twist. Antes de los 30 comenzó a huir la cabellera a toda carrera. Por eso solía repetirme mi padre calvete que lo mejor que podía dejarme era educación. Yo le hubiera exigido por sobre todo la pelamenta, que era mi gloria.

El doctor Rodríguez me advierte que esta mata de pelo que me tiene embelesado va a durarme de 10 a 15 días, pues los pelos se irán cayendo con las costras. Y a partir de allí, saldrá el cabello nuevo, de una vez y para siempre. De aquí a seis meses.

¿Flor de un día?

He disfrutado por una larga semana esta flor de un día. (El profesor del colegio de mi hijo se me quedó mirando y me preguntó si me había cortado el pelo. En un ascensor me encontré con un antiguo colega de la radio, le sonreí y —no se qué pensaría— salió corriendo. En el aeropuerto no me valieron el pasaporte). En estos días retornaré a una calvicie aparente, pero los folículos regenerarán de una vez y para siempre. Así va a suceder, tengo fe en el doctor René, a quien le pienso edificar una estatua, así sea de sofismas o paradojas. Aunque también estaría preparado para un hipotético fracaso. Con el hecho de haber cubierto mi expectativa de verme ante el espejo tal como fuera de no haber sido calvo, puedo darme por bien servido. Y las fotos disparadas en ocho días chicaneros, harán historia.

Casi dos años ha, SoHo me ofreció someterme a esta apuesta de reinserto piloso, del cual terminaría con pelo y lana. Nos pifiamos en el primer intento, respecto del pelo. Pero coronamos en el segundo. El primer cirujano desperdició la oportunidad de lucirse y abrir clientela. El siguiente, por mi madre, se la ganó. Y ya veo a toda la calvocracia haciéndole fila. ?

Finale capriccioso

Llega mi señora a recogerme atendiendo a mi llamada habitual, esta vez en un consultorio desconocido. Con toda la inocencia del caso se acerca a mí ­—que todavía tengo la bata de médico y salgo del baño de peinarme la esponjosa melena—, y me pregunta por su compañero. Le contesto que se ha ido y que tal vez ya no vuelva. Pero le digo, de la manera más meliflua, retomando mis tiempos de petimetre, que si prefiere ser mi esposa.

Increíble. Todavía lo está pensando.

Envío

En plena cirugía oí que contaban que la diferencia entre la amante y la señora consistía en que cuando la amante le acariciaba a uno el pelo se le paraba la verga, y cuando la señora le acariciaba la verga se le paraba el pelo. Pues bien. Ya tengo pelo para que se me pare.

Tal como estoy, y a pesar de que a mi amor propio no le cabe un tinto, someto mi nueva pinta a la pregunta pública tradicional de mi desastroso tocayo de la televisión, a quien tanta falta le está haciendo este trabajito: "¿Mejoró o empeoró?".