14 de mayo de 2009
El embarazo explicado a los hombres

No hay tal cosa como un buen embarazo. Puede haber embarazos normales, embarazos malos, embarazos pésimos, embarazos dramáticos y, claro, está el mío. Antes de saber, de sospechar incluso, que estaba embarazada, comencé a vomitar. Y aunque dicen que se quita a los tres meses, a mí me duró hasta el final, a pesar de las inyecciones de Plasil que me clavaba en la nalga mi esposo cada mañana y cada noche, lo que trajo como consecuencia que, además de vomitar, adquiriera una leve cojera.
El sueño tampoco se quita durante nueve meses. Ni los barros, ni la sensación de que una vaca me lamía el pelo a diario. Lo que se quita es el frío perro del comienzo, que se vuelve luego un calor insoportable, como si uno se hubiera tragado un radiador. Pero mi embarazo, ante todo, fue grave por el rebote, por los mareos que sentía. Tenía que dormirme anclada, como en las peores borracheras. Claro que como borracha que se respete, un día me dieron ganas de un perro de Alonsín, repleto de salsas, papitas y queso, así que hice que mi esposo atravesara la ciudad para que me trajera uno gigante envuelto en papel aluminio. Me lo comí de tres mordiscos, pero el pequeño parásito que crecía en mí salió gourmet y devolvió todo el plato que le acababa de dar… hasta la última semilla de ajonjolí del pan.
El alien (me sentía como Sigourney Weaver) tuvo gustos muy particulares desde que empezó a existir. Se moría por la uva Postobón, por el vinagre blanco Fruco, por el fresco Royal sin dulce y por los Chitos. Una vez me antojé de un consomé. No de caldo de pollo de cubito, sino de consomé de verdad. Así se lo dije a mi esposo, que salió en un aguacero a traer zanahoria, apio, pechugas de pollo y huevos. Dos horas después me trajo el caldo humeante y yo le vomité encima. A mi esposo, no al caldo.
Un par de meses más tarde (cuando el psicoanalista lo convenció de que me perdonara y el Santo Padre empezó su proceso de canonización), le pedí otra comida. Esta vez era una carne en bistec, pero quería que hiciera todo el procedimiento y que al final tirara la carne a la basura y sirviera el resto (la cebolla, el tomate, el vinagre) sobre una cama de arroz blanco. En esta ocasión vomité encima de la comida, pero igual le salpicó a mi marido.
A los cinco meses, curiosamente, el vómito pasó a un segundo plano porque vino otra obsesión: ordenar. Todos los días abría la nevera y limpiaba la caja plástica donde van los huevos. Quién sabe por qué, pero experimentaba una enorme afinidad con las gallinas y me preocupaba mucho que los huevos estuvieran sobre una superficie sucia. A veces me sentía como si fuera a parir un pollo.
El vómito siguió, claro, pero a eso se sumó la incontinencia. Yo estornudaba y me orinaba. Me reía y me orinaba. Caminaba y me orinaba. Me agachaba y me orinaba. Y así transcurrieron mis días, hasta que al séptimo mes ocurrió el milagro. No el niño, que nació después, sino el milagro de engordarme como una crispeta a pesar de no haber comido nada más que vinagre durante 200 días. No me volví a vestir de negro porque temía que la gente me confundiera con un sofá y se me sentara encima.
No solo era gigante, sino que crecía a diario. Parecía un soufflé. Se me hinchaban las manos, los pies, las piernas, los ojos. Me salió celulitis en la barriga, en el culo y en los brazos. Las tetas adoloridas se me llenaron de estrías, igual que la panza, a pesar de que para prevenirlo me había echado tanto aceite de coco que ya olía como si fuera una playa en Santa Marta (y tenía el mismo tamaño). Después vino lo mejor: romper fuente. No es como en las películas, que la protagonista grita "ayayayay", se coge la panza y sale para la clínica. No. Al romper fuente, uno se orina (mucho más que siempre). Y el niño escoge dónde ocurre este dichoso acontecimiento, que, por supuesto, será en un lugar muy concurrido y, valga la redundancia, embarazoso. Un comité directivo, un TransMilenio, un trancón o una misa de muerto son algunas de las opciones preferidas. Pero esto apenas empieza, porque, como decía mi mamá, un embarazo es una enfermedad que dura nueve meses, pero tiene una convalecencia que dura toda la vida.