22 de junio de 2012
Lo que no soporto de Calle 13
Hay odios profundos, pero pocos como el que siente el escritor Juan Esteban Constaín por el grupo Calle 13. Y aquí deja muy claro por qué.
Por: Juan Esteban Constaín
Odio a Calle 13 con pasión desenfrenada. Se trata de un odio fiel y abnegado, del bueno, odio platónico en el más profundo sentido de la palabra, porque no está inspirado sino en el ideal, en la perfección de las formas. Soy católico y sé que odiar está muy mal —¿o es al revés?—, pero igual voy a hacer lo que hacía Débora Arango, según mi querida amiga Adriana Serrano, cuando la invadía la culpa por sus cuadros obscenos, visionarios y maravillosos: iba donde un curita sordo como una tapia, y con ese se confesaba. Yo le voy a decir al mío que no puedo evitarlo, que es un sentimiento que me excede y me supera. Juro que he tratado, padre, pero en vano: cada canción que escucho, cada video, cada letra, cada tatuaje del Residente, cada raya de su cabeza no hacen más que arrastrarme a esa pasión sin límites sobre cuyas brasas escupo lo mejor de mi hiel, y de veras me transformo, como un poseso. Sé también que algún día voy a perder la batalla, ay, y entonces acabaré así, bailando y cantando esas retahílas puertorriqueñas en las que las palabras y la música y la melodía y la armonía, siempre iguales, pero siempre, se atropellan y se estrellan y hacen que una cantidad de incautos y de buenas almas de Dios, vidas mías, crean que son rebeldes y terribles, que desafían al sistema y al capitalismo, que ponen sal en las venas abiertas de América Latina. Gritaré “atrévete, te, te, te, deja el show, súbete la minifalda…”, moviendo mis manos hacia adelante, medio agachado, con cara lujuriosa y festiva, y luego muy severa, que el mensaje es profundo.
Corro el peligro, eso sí, de caer en brazos del propio Residente, René Pérez Joglar. No sería la primera vez que me pasa, al revés: siempre que encuentro por fin a alguien o a algo para odiar impunemente, porque sí, por amor, sin razones ni motivos ni argumentos, termino conociéndolo, y luego resulta que es una buena persona o una buena cosa, y entonces muere la magia. Me pasó una vez con Sabina: lo odiaba con el alma, y acabé en un bar de Gijón, a su lado, bebiendo y cantando sus canciones; ahora lo adoro. También casi me pasa otro día con el editor Jorge Herralde, cuya editorial Anagrama (y sus devotos lectores que se creen miembros de una secta exclusiva e iluminada, santo cielo) ha sido para mí, desde hace años, el símbolo de lo que más desprecio y más me atormenta en el ya suyo tormentoso y despreciable mundo de la cultura y la intelligentzia. Pues no: casi conozco a Herralde, y lo vi a lo lejos y supe que quizá era un buen señor, y que si me lo presentaban, iba a terminar por quererlo. Así que hui de allí como alma que lleva el diablo; a veces no es bueno cumplir nuestras pesadillas.
Por eso hablaba arriba del odio platónico: porque creo que es una fórmula perfecta para estar siempre bien y siempre alegres (tomen atenta nota, motivadores, gurúes todos del entusiasmo y la superación personal), ya que así uno odia cosas lejanas y distantes, y no hace ningún daño. Las odia porque sí, desde lo más profundo de su ser. Desde sus prejuicios y caprichos, como debe ser, para descargar en ellas lo más hiriente de la especie humana. Después, el odio común y corriente se vuelve demasiado pequeño, demasiado triste, y dejamos de practicarlo; somos más felices, mejores. Creo que una de las grandes desgracias del mundo contemporáneo, si no la más grande, es precisamente la corrección política que lo corroe y embrutece. La imposibilidad que tiene la gente de decir y pensar lo que se le dé la gana, por miedo a violentar una cantidad de prejuicios e imposiciones fascistas que tienen que ver con lo ideológico y lo moral, claramente, pero también con lo cultural, con lo estético. Vivimos bajo el signo de la peor dictadura: la de los buenos. La de los buenos que siempre dicen ser más.
Y quizá eso es lo que más me molesta de Calle 13. Además de su pésima música y sus pésimas letras —¿música, letras, en serio—, que son cosas explicables e insignificantes, bagatelas, detesto sobre todo su actitud, su presunta superioridad moral de insobornables verdugos del establecimiento. Su pose de creer que siempre están diciendo verdades muy escandalosas y terribles y muy rebeldes y contestatarias, cuando en realidad no hacen más que repetir lugares comunes, obviedades de un mediocre matón de colegio, ni siquiera uno talentoso. Es que no hay nada que les haga más daño a la transgresión y al espíritu crítico que las fórmulas y las recetas, el cumplimiento riguroso de los estereotipos; nada hay más conservador y predecible que la rebeldía institucional; nada más dañino para la revolución que los revolucionarios de oficio, disfrazados siempre con el mismo discurso. Una de las cosas más hermosas y aleccionadoras del mundo es precisamente esa: que a veces en la discreción y en el sigilo hay mayores y más eficaces signos de insubordinación contra las infamias del tiempo y de la sociedad, y que para construir un mensaje de verdad crítico valen más la sutileza o la inteligencia que las buenas intenciones y la ingenuidad: la enternecedora ingenuidad del que cree estar salvando al mundo, cuando ni siquiera puede salvarse a sí mismo. Lo digo en serio: en una época tan vulgar como la nuestra, más revolucionarios me parecen Los Bukis con sus bellas melodías que los tales Calle 13.
Igual no importa: Vamo’ a portarnos mal.