15 de febrero de 2010

Lo que nunca entendí de... Mazinger Z

De niño amaba locamente a Mazinger. En estos tiempos de pansexualidad extrema debo aclarar que amaba la serie de televisión, no el robot.

Por: Juan Carlos Rodríguez
| Foto: Juan Carlos Rodríguez

De niño amaba locamente a Mazinger. En estos tiempos de pansexualidad extrema debo aclarar que amaba la serie de televisión, no el robot. No me perdía un solo capítulo y como no entendía mayor cosa acerca de las sutilezas de la animación, ni de los extraños giros del argumento (años después me enteré de que no eran tan exóticos sino que simplemente acá lo pasaban en desorden), lo que me gustaba era ver a Mazinger, Afrodita y Boss en acción e imaginar que yo también tenía un robot, que andaba por todo el mundo encendiéndome a pata contra criaturas malignas y que mis compañeros me veían como el salvador del universo, un Koji Kabuto bogotano, gordo y medio nerd. Empezaba a correr el cabezote y yo ya estaba levitando de la dicha. Esperaba devotamente el momento en que el robot lanzaba sus puños y de manera increíble me parecía natural que las armas de Afrodita fueran sus tetas recargables, que disparaba y disparaba sin piedad. Juro que no había morbo en mí, hasta que un día un compañero de colegio comenzó a decir que Mazinger también disparaba la verga, que esta entraba dentro de Afrodita y que de ahí salía Koji, dispuesto a hacer lo mismo de manera menos robótica con Sayaka, la piloto de Afrodita.

Nuestra generación, que todavía leyó cuentos de hadas pero que pronto los dejó por las toneladas de anime que comenzaron a llegar en los ochenta aún espera un Bruno Bettelheim que venga a aguarnos la fiesta y a explicarnos cómo estos programas nos iban jodiendo la vida. Es que el machismo japonés es cosa brava y se aprende desde chiquito: en el último capítulo de Centella nos enteramos de que el perverso Garra de Satán era mujer. Obvio. Si no, ¿cómo podría ser tan malo? Sutil pero terrible. Y el mensaje de Mazinger que es un poco más obvio y quizá más verdadero: las armas de los hombres son los puños y las de las mujeres las tetas. Si además comparamos el arsenal de los dos robots, ampliamos este punto. Afrodita solo tenía los atributos ya mencionados, mientras que Mazinger, además de los puños, botaba rayos por los ojos, ondas locas por las antenas, vientos huracanados por la boca, rayos calóricos de un bumerán que tenía en el pecho y un misil por la barriga. ¿Hay alguna duda acerca de cuál es el arma más poderosa? Quedaba clarísimo que un par de tetas es suficiente para enfrentar el mundo y sus monstruos, el resto del arsenal es accesorio y lo único mejor que tener tetas es tenerlas recargables, varios pares dispuestos a cumplir su cometido letal, destructor. ¿Qué cosas terribles pasarían en ese momento por mi mente infantil? ¿Yo, que nunca fui bueno con los puños y que no tenía tetas, qué podía hacer? ¿Cuál era mi lugar en el mundo de los héroes? Tengo tanto miedo de la respuesta a estas preguntas que por eso sigo aplazando la ida al psicoanalista.

Si bien en esa época no reconocía estos estereotipos, hacia el final de la serie descubrí que en Mazinger habitaba una idea subversiva, romántica, reconfortante. Y es que los héroes, que al comienzo generan veneración, al final crean distancia, porque carecen de esencia humana. De esta manera, recuerdo que en los últimos capítulos que vi, mi personaje favorito era Boss, un robot contrahecho, chatarresco, enclenque, manejado por un gordito rabioso (que también se llamaba Boss), que se ponía como casco un balde metálico y al que siempre le iba mal. A Boss siempre le pegaban y lo dejaban maltrecho, pero era valiente y siempre volvía a la lucha. Era débil, pero no se rendía. Y es que Boss sacaba su fuerza del amor. Estaba enamorado de Sayaka que a su vez amaba a Koji que a su vez maltrataba a Sayaka que a su vez maltrataba a Boss. El guionista parecía conocer muy bien la dinámica de las relaciones humanas, eso sí. Y hubo un momento fatal, en el que comencé a fijarme más en esto que en las grandes peleas robóticas. Había crecido y la suerte estaba echada, jamás sería Koji porque los Kojis no existen y no tendría a Sayaka persiguiéndome por el mismo motivo. En cambio la realidad se impuso: treinta años después solo quedaría la nostalgia, una barriga enorme y un balde roto, que no soy capaz de ponerme en la cabeza.