22 de julio de 2009

Lo que nunca entendí de ser abuelo

Daniel Samper Pizano siempre soñó con ser un abuelo tipo Vito Corleone. Hoy, lejos del estereotipo de El Padrino, nos cuenta cómo ejerce su "abuelazgo".

Por: Daniel Samper Pizano
| Foto: Daniel Samper Pizano

La primera de las treinta y seis veces que vi El Padrino quedé deslumbrado por la escena del abuelo Corleone y su nietecillo, como dicen los españoles. Cuando retoza con él, don Vito —el mafioso, el bellaco, el asesino—, se transforma en un anciano adorable que corretea por el jardín y recorta una cáscara de naranja para fingir los dientes de un monstruo. Minutos después, el capo di tutti capi muere de infarto en la tomatera y el nené, jubiloso, lo riega con insecticida. Esto no habla mal del abuelo sino del nieto, y en realidad tampoco habla mal del nieto, porque el chino creía que el gracioso colapso de don Vito era parte del juego.

Pero me estoy desviando. Aquella imagen me conmovió y, a sabiendas de que aún me esperaba más de medio siglo para llegar a la edad fatal de Corleone, pensé que, cuando la alcanzara, me gustaría emular con ese abuelo torpe, tierno y sudoroso que jugaba gambetas con el nieto pechichón en un huerto estival.

No podía entender entonces —¡era tan joven, tan inexperto, tan javeriano!— que ser abuelo no es cosa de vocación, esfuerzo ni decisión personal, sino un simple accidente. Para peor, un accidente ajeno: algo que le ocurre a otra persona y lo afecta a uno. Como si a un ruso residente en Tocancipá le cortaran un brazo por cuenta de un choque de trenes en Novosibirsk. Uno no se hace abuelo: lo hacen abuelo los hijos. Las circunstancias de tiempo, lugar y circunstancias dependen de ellos. Padre es el que encarga un hijo, proponiéndoselo o sin proponérselo, y de su acción u omisión depende la condición que adquiere. ¿Preñó? Pues padre será. ¿Se abstuvo o tomó precauciones? Pues a otro taita con ese guámbito.

El abuelo, no. Uno queda abuelo si alguno de sus hijos se reproduce. De nada vale querer o no querer, estar preparado o no. Es, además, un título irrenunciable. La ley no habilita a los abuelos para dar en adopción. ¿Rechaza usted la condición de padre o madre? Solo tiene que renunciar a la paternidad o maternidad, entregar la criatura a una entidad especializada en buscar progenitores putativos y olvidarse del niño y del problema. ¿No soporta la de abuelo? Se fregó, porque no existe código en el mundo que considere la posibilidad de renunciar al abuelazgo, la abuelez o la abuelidad. Fíjese que ni siquiera existen estas palabras. ¿Cómo llamar entonces a la calidad de abuelo? Intrigado, me pongo a buscar el término en la historia del español, y descubro que en el Tesoro de la Lengua Castellana, de 1611, aparece "abolorio", que designa el linaje del abuelo. No es lo mismo, pero es algo. En 1726, el Diccionario de Autoridades ya escribe la palabra con uve —avolorio—, una primera degradación. Y en el 2001 el Diccionario de la Real Academia Española manda a buscar la definición en abolengo, lo que constituye un desvío absoluto.

Bueno, yo también he vuelto a desviarme. Son mañas de abuelo. Lo que quiero decir es que, pese a que la ¿"abolidad"? imprime aún más carácter que la paternidad, la desprecian hasta los abuelos, que son los que mayormente escriben los diccionarios.

¿Por qué? Porque ninguno entiende de qué va la cosa. Yo tampoco lo entendía. Pensaba que iba a ser abuelo como signore Corleone, por allá al cumplir los setenta años. Y resulta que, pues me reproduje a los 21 y una de mis hijas también gestó temprano, a los 48 ya era abuelo. Tronco de sorpresa. A la edad en que algunos renuentes deciden casarse, yo era "homólogo" —como dicen hoy los periodistas— de don Vito. Y en vez de envejecer jugando lánguidos cuclís en las tomateras, he crecido disputando con mis nietos rabiosos partidos de fútbol, duras partidas de Scrabble con mis nietas, vertiginosas carreras de bicicleta con todos. Lo que uno hace con los hijos es lo que yo estoy haciendo con unos adolescentes poderosos y competitivos que se denominan nietos. No era eso lo que me pintaban en El Padrino.

Sin embargo, no me quejo. Todo lo contrario. Dos profesores europeos que ustedes no conocen sostienen que muy pronto los ciudadanos que no fumen y lleven una vida ordenada, como la mía, alcanzaran con facilidad los 95 años. Echo lápiz: abuelo a los 48; si alguno de mis nietos me imita y se reproduce a los 21, bisabuelo a los 69 y tatarabuelo a los 90. Con lo cual me quedarían aún cinco buenos años para retozar con mis tataranietos en los campos de fútbol y las mesas de juego o, por lo menos, para unas buenas gambetas en la tomatera.

Habré inaugurado entonces la tatarabuelidad, la tatarabuelez o el tatarabuelazgo dinámico. No me digan que no es una posibilidad seductora. Lo único que me preocupa es que, para entonces, mis nietecillos ya serán abuelos. Como quien dice, unos don Vitos, unos ancianos. Y eso sí me mata de la tristeza.