18 de agosto de 2004

Lo que nunca entendí del éxito de los bares

Por: Andrés Restrepo

Cuando uno piensa que el resto del mundo está equivocado en relación con una persona o un lugar, es justo reconocer que lo más probable es que sea uno el que está equivocado.
En esas ocasiones resulta saludable jugar al psicólogo (ir a uno de verdad es muy caro) y reflexionar sobre los aspectos que seguramente uno no ha considerado y que pueden explicar la diferencia de opiniones.
Prometo que he hecho este ejercicio juiciosamente, evaluando los bares de cierto estilo (el estilo embarque de ganado, llamémoslo) que se han puesto de moda en Bogotá. Para entendernos, son estos lugares absurdos donde todo funciona contra la más simple lógica y el sentido común y que, sin embargo, se llenan de gente que paga feliz sin tener muy claro por qué. Lo más extraño es que algunos de los más asiduos clientes son gente de bien, gente que a pesar de su comportamiento epiléptico en estos sitios sabe leer y escribir y que incluso puede llegar a trabajar.
No entiendo en qué momento los dueños de los bares concluyeron que su éxito se basaba en hacer todo lo posible para que usted no entre. Por lo tanto, en la puerta uno siempre encontrará una barrera humana, un tumulto de personas agolpadas unas contra otras, implorando por una oportunidad para entrar, como mexicanos de este lado de la frontera. Sospecho que son personas pagadas por el mismo bar, pues no creo que haya gente con tan poquita dignidad que mendigue por horas la posibilidad de entrar a un sitio que le dice en la cara: NO LO QUEREMOS ACÁ.
La consigna de quien diseñó estos sitios (bueno, diseñó, diseñó, lo que se dice meterle plata al diseño, más bien poco) era revaluar conceptos como comodidad, bienestar, espacio y todas esas cosas que se valoran en el resto del mundo. Aquí no. En estos bares la gente decide someterse a un lugar que ofrece 45 grados centígrados a la sombra, el espacio vital de un TransMilenio en hora pico, sin lugar para sentarse ni dónde poner el vaso, la imposibilidad absoluta de hablar con alguien distinto a uno mismo y la obligación de empujarse con medio establecimiento para comprar un mísero trago de ron. La cosa es tan dramática que estos son los únicos sitios del mundo donde el lugar más agradable es el baño. En resumen, es como estar en un concierto de Jorge Barón, en Puerto Triunfo, a las 12 del día pero sin "agüiiiiita para mi gente".
La única explicación que me quedó para entender el nacimiento, desarrollo y reproducción de estos sitios era la música. En un tema de gustos como la música, hablar de bueno y malo es por lo menos pretencioso. Pero nuestros bares de moda se superan a sí mismos en la búsqueda del éxito a partir del absurdo: en estos sitios ponen música de Enrique Iglesias y a nadie le da vergüenza, ni piden disculpas y ni siquiera intentan inventar una mentira para justificar tamaño exabrupto. En este punto la cosa no es de gustos, es de principios. Así como uno no sale con una niña que salude diciendo "hola, chicos", uno no va a un lugar donde "colocan un tema" de Enrique Iglesias. Para que no haya posibilidad de diversión, en estos sitios garantizan que no suene una canción de U2 ni por error, confunden a The Clash con una crisis financiera y piensan que INXS es la tribu del reality que está en Playa Baja. Si a esto se suma que la música es siempre la misma y las canciones van en el mismo orden, como en Radio Reloj, resulta más emocionante ponerse a bajar canciones de internet.
Pero tal vez lo más inexplicable, lo que nunca entenderé del éxito de estos sitios, es que los clientes que los llenan semana tras semana son personas que los demás días tienen mensajeros para no hacer fila, se ponen bravos cuando en un restaurante les demoran la cuenta más de cinco minutos y no van a fútbol porque "qué pereza esa montonera de gente". De pronto, los jueves y los viernes se transforman (esta gente prefiere salir los jueves a los sábados, así de fundamental debe ser su trabajo de los viernes), y salen a empujarse, a sudar como ganado, a estar parados cinco horas estrujándose con gente que no conocen y que les echa el trago encima y a rogar por una cerveza como si se las estuvieran regalando. Jorge Barón por lo menos sí regala la gaseosa y la entrada es gratis. Al menos eso sí se entiende.