14 de junio de 2005

Mi nueva cara parte (I)

El escritor Efraim Medina aceptó una propuesta de SoHo que cambiaría su vida o por lo menos su cara. Se sometió a una operación de cirugía estética, y aquí está la primera entrega de su crónica sobre el arriesgado ejercicio.

Por: Efraim Medina (exclusivo para soho)

1. Encerrados con un solo juguete
-Nos vemos en un segundo -dijo aquel hombre risueño a quien el gorrito azul le daba un aspecto cómico. La máscara hizo una leve presión sobre mi cara. Respiré y todo empezó a girar, sentí miedo, mucho miedo.
-Quíteme esa maldita cosa -dije y me di cuenta, antes de caer en la octava dimensión, que nunca llegué a pronunciar aquella frase porque mi lengua se había hundido como una vieja y pesada ancla en el fondo de mi garganta y luego las pantallas se apagaron lentamente y el gorrito azul quedó flotando como un barco de papel en aquella densa y temida oscuridad.
En realidad, siempre he odiado esos gorritos y, si lo pienso bien, creo que ellos fueron la razón por la que abandoné mis estudios de medicina. Pero no había entrado a ese quirófano para reflexionar estupideces, sino para permanecer muerto alrededor de cuatro horas a cambio de una nueva nariz y una puesta a punto de mis párpados que, y esa era la mayor ilusión, iban a darme un aspecto más joven y agradable. Sí, supongo que esto es más estúpido aun que discutir de gorros y no hay filosofía que lo justifique ni quiero inventarla ahora. O me creerían si les dijera que crucé las fronteras de la muerte porque hace media vida me destrozaron el tabique y quedó tan torcido que he estado tragando moco y fastidiando a mis vecinos de silla en los cinemas de este mundo por años. O que cuando hace mucho frío ronco y destruyo el feliz sueño de mi esposa. ¿Pueden creerlo? Bueno, yo tampoco. Estaba allí por pura y física vanidad. Lo curioso es que no fue idea mía, la mente perversa que me condujo a ese callejón sin salida era la misma que me había propuesto meterme a un ring y aguantarle cinco asaltos a un boxeador profesional. Resultado: una costilla rota y el tabique más jodido que nunca. ¿Qué quería ahora? ¿Reparar los daños? Por supuesto que no; lo que esa mente quiere y exige son historias contadas desde adentro. Y ya sabemos que la regla número uno para contar historias es sobrevivir a ellas y nadie puede garantizarte eso en un quirófano. Nadie.
Un segundo después desperté y me di cuenta de que el hombre del gorrito no estaba y que, por desgracia, la sensación de estar vivo es un dolor; y que ese dolor, entre físico y abstracto, es la frontera que nos separa de la muerte. Ese puto e insoportable dolor es el precio de estar vivos. No podía abrir los ojos ni respirar, la garganta me ardía y estaba reseca como la de un cadáver. Abrí la boca como un enorme pez que da saltos inútiles sobre una ardiente playa y tragué varios buches de sangre. Pedí agua. Mi voz baja y ronca me produjo angustia. Una voz femenina respondió que no podían darme agua hasta que no pasara el efecto de la anestesia. Insistí y ella me explico que el agua podía inducirme al vómito y este a la hemorragia. Imaginar que me ahogaba en mi propia sangre casi me hace vomitar. Tragué en seco y traté de abrir los ojos consiguiendo ver destellos opacos de luz. Ella me pidió no esforzarme, acarició mi mano y me prometió que todo iba a estar bien. Al fondo escuché risas y me pareció ver tres gorritos azules. El juego había terminado y el juguete merecía estar allí apaleado, semidesnudo y todavía indefenso. El dolor aumentó y quise regresar pronto a esa suave y tranquila oscuridad donde el dolor no existe.

2. Todo lo sólido se desvanece en el aire
Andrés Mejía es un sujeto alto y bien parecido, cuya pasión por la cirugía plástica resulta contagiosa. La primera condición que puso para operarme fue que de verdad yo quisiera cambiar algo de mi aspecto. Lo pensé tres segundos y le dije que estaba harto de mi tabique. Cada mañana, al lavarme los dientes, trataba de evitarlo pero estaba allí, sí, ese tabique grueso y jorobado en el cual ningún tipo de gafas lograba encajar. Sobre todo unas muy especiales para mí, unas Ray Ban setenteras que habían pertenecido a mi padre y que mi madre había cuidado con esmero durante largos años esperando que yo pudiera llevarlas con orgullo al graduarme de bachiller, pero el jodido tabique se opuso y me separó aún más del querido recuerdo de mi padre. Con el tiempo aprendí a vivir con eso o al menos eso creí; resignarse no es aceptar algo, resignarse es odiar algo en silencio. El doctor Mejía examinó mi tabique y estuvo de acuerdo en que era algo más grueso de lo normal.
-¿Puede acabar con él?
Sonrió, miró de nuevo el tabique y dijo:
-Creo que podemos mejorarlo.
Lo siguiente fue una sesión fotográfica y luego empezó a manipular la nariz en el computador, mostrándome diversas opciones. Me pareció divertido, pero dudé que pudiera pasar del computador a la realidad. Sin embargo, investigando después sobre el origen de estas cirugías, encontré que 3.427 años antes de Cristo, en un combate, un apuesto guerrero egipcio había perdido parte de su nariz al ser herido por su enemigo, al que logró matar. El guerrero buscó con creciente angustia el pedazo de nariz perdido y al no encontrarlo cortó la de su enemigo y logró que los médicos del reino le pegaran ese pedazo. No creo que completar nuestra nariz con la de un enemigo sea lo ideal, pero seguro es preferible eso a quedar desnarigado.
Aparte de la nariz, Andrés me sugirió eliminar las bolsas bajo los ojos y cortarme un poco los párpados; para que el resultado de esto último fuera eficaz, debía subirme las cejas. También a mi papada quería meterle mano. ¿Doctor Mejía o Frankenstein? Discutimos y logré poner a salvo mi papada aunque él vaticinó que tarde o temprano iría a pedirle que me la bajara un poco.
La segunda cita fue con Rafael Pérez, colega, amigo y socio de Andrés. Tenía un temperamento más tranquilo, pero estuvo de acuerdo con que mi tabique nunca ganaría un concurso de simpatía. Su apacible tono me llenó de confianza y decidí hacerme la cirugía; al salir del consultorio ya me había arrepentido siete veces, pero me bastaba tocar el odioso tabique para convencerme de nuevo. Recordé la imagen de mi nariz en la pantalla del computador y la forma como Andrés la deshacía con solo poner el cursor y hacer clic sobre ella.
3. Monstruos perfectos
La Clínica del Chicó es de color blanco y a cierta distancia parece más un chalet a orillas del Mediterráneo que un centro médico, las paredes lucen impecables y las recepcionistas son suaves y gentiles; los asientos de la sala de espera son cómodos y están tapizados de vivos colores, la luz que entra por las paredes de cristal matiza la atmósfera y uno siente que está a punto de salir de vacaciones y no de someterse a una delicada cirugía. Mientras llegaba mi turno, me distraje viendo la tele, estaban hablando de Nicole Kidman; su agraciado rostro llenaba la pequeña pantalla. Una de las recepcionistas pronunció mi nombre y por un momento fingí no haber escuchado. El llamado se repitió.
En Plegarías atendidas, la novela póstuma de Truman Capote, hay un capítulo sobre la crueldad de ciertas estrellas de cine de los años sesenta. Para definir a esos seres bellos como dioses y perversos como alimañas el escritor los llama monstruos perfectos. En la oscuridad, cómplice de una sala de cine, qué mortal común no ha soñado con ser como ellos; ¿quién, por feo que haya nacido, no ha soñado alguna vez con ser un monstruo perfecto? Ser bello es el secreto sueño de todos, aun entre las cucarachas y los parásitos intestinales las mejores oportunidades son para el mejor plantado. No se trata solo de una despiadada imposición de los medios o de la historia de la cultura occidental, una ley biológica y sobrenatural divide el mundo en bellos y feos, pero la ciencia parece dispuesta a democratizar la belleza. Pero, feos del mundo, conserven la calma; se trata de cirugías no de milagros y no existe técnica alguna por ahora que convierta a un feo en bello, solo, y eso es ya un gran avance, puede hacerlo menos feo. El fondo de la ley permanece incólume: solo quien ya es bello puede, ayudado por la ciencia, ser aún más bello. Y, por paradójico que suene, los más sedientos de belleza son los ya bellos. ¡Johnny Deep se ha quejado alguna vez de su baja estatura y Brad Pitt, de su indomable pelo!
La enfermera me entregó la bata y el interior desechables, me los puse y posé de frente y perfil para el doctor Mejía. Eran las últimas fotos de mi antiguo tabique y sentí un poco de nostalgia. Nada se odia sin un poco de cariño, y aquel hueso torcido, me había acompañado 37 años sin rechistar. El miedo subía y bajaba por mi cuerpo mientras caminaba hacia el quirófano como quien va a la cámara de gas. Dos enfermeras me seguían de cerca y las voces que venían de la recepción de la clínica me sonaron lejanas, como zumbidos de insectos en la noche invisible. Un minuto después estaba tendido en la angosta camilla rodeado de gorritos azules.

4. Los nuevos brujos
Apenas la anestesia hizo efecto me conectaron a un respirador artificial y empezó el trabajo de demolición. La sola rinoplastia demandó el uso de más de treinta instrumentos, entre ellos un martillo y un cincel. Mientras yo navegaba en aquel frío, oscuro y silencioso sueño artificial, el equipo médico, integrado por dos cirujanos, dos anestesiólogos, la instrumentadora y una residente, intercambiaba bromas y tarareaba canciones. Lo que para mí era un momento excepcional para ellos era rutina. Supe después que el camarógrafo contratado para registrar la operación había estado a punto de desmayarse, y viendo las cruentas imágenes no era para menos. Desmontar y corregir la naturaleza exige habilidad, fuerza y algo de carnicería. Pero a los nuevos brujos no les tiembla el pulso ante la resistencia ósea ni los asusta la sangre, ellos conocen de memoria los estrechos corredores de una nariz y la altura justa en que hay que cortar un párpado. Para sacarme la grasa debajo de los ojos y subirme las cejas entraron por dos incisiones hechas en el cuero cabelludo y separaron la piel de los músculos. Todos los rostros agradables tienen proporciones similares, las medidas propuestas por Da Vinci mantienen vigencia y, por eso, en una cirugía plástica deben tenerse en cuenta hasta los mínimos detalles. Entre los cirujanos Andrés Mejía y Rafael Pérez sumaban dieciocho años de experiencia, puede que nunca lleguen a ser los mejores jugadores de golf del club La Pradera, pero el seguimiento que hice de sus antecedentes profesionales me dio confianza; no deberíamos olvidar ni por un instante que dentro del quirófano nuestra vida depende de quienes hayamos elegido, así que tenemos todo el derecho a saber quiénes son y qué les da derecho a competir con Dios. Algo debe quedar claro: no existen cirujanos estéticos. Muchos médicos piensan que un curso rápido y cierto conocimiento de la anatomía humana los convierte en cirujanos plásticos e incluso gente que no ha estudiado medicina va por ahí ofreciendo milagros. Lo jodido de este tipo de cirugías es que suelen ser irreversibles y ya sabes que cuando algo empieza mal solo puede terminar peor.
Dos horas después de la cirugía regresé a mi casa guiado por un amigo, la inflamación no me dejaba abrir los ojos y los tapones en la nariz me obligaban a respirar por la boca. Traté de dormir, pero el aire me secaba la garganta y debía mojarla cada tres minutos. Me sentí desesperado, no podía deshacerme de los tapones por el riesgo de una hemorragia, no podía comer ni moverme. La cabeza me pesaba como si fuera el Hombre Elefante. Le pregunté a mi amigo cómo estaba y él dijo que mejor preguntara otra cosa. Al día siguiente, luego de limpiarme los ojos, conseguí ver algo y logré llegar al baño por mi cuenta. Mientras me lavaba las manos busqué mi antigua cara en el espejo y no apareció. En vez de eso había una horrible máscara morada, sin rasgos, la vida y la inteligencia habían huido de la estrecha línea de mis ojos. Era una pesadilla; me habían borrado y convertido en un perfecto monstruo.
(Esta historia continuará)