9 de marzo de 2005

Odio a Cartagena

Por: Efraim Medina

La última vez que Felipe vio a Cartagena fue en 1984; ese año se fue a estudiar a París y luego consiguió trabajo, se casó con una francesa, tuvo tres hijos y ahora su mayor sueño es traer a su flamante familia y quedarse a vivir para siempre en su añorado corralito de piedra. Recuerdo que a las pocas semanas de haberse ido, Felipe me llamó en un repentino ataque de nostalgia y me dijo que había encontrado, tirada en el prado, cerca de Champs Elysées una postal de Cartagena. De inmediato se agachó a recogerla. Era una toma área de la imponente noche cartagenera y Felipe pensó en llevarla a la universidad y mostrársela a sus nuevos compañeros, pero había un serio problema: una parte de aquella postal estaba sucia de mierda.
-Tuve que dejarla allí -dijo Felipe con cierta angustia-. Te imaginas mostrarles a esos franchutes la ciudad más bella del mundo empatada de popó.
Después que colgué el teléfono me asomé a la ventana y observé la ciudad de piedra, no había dudas de que era bella. Sin embargo, estaba seguro de que la postal encontrada por Felipe olía mucho mejor. Y es allí, en el olor, donde empiezo a odiar a Cartagena.
A comienzos de los setenta en Getsemaní y otros barrios populares de la ciudad sonaban a todo timbal Richie Ray, Tito Puente, Joe Cuba y toda la onda antillana; crecí escuchando esa música y también House of the Rising Sun de Eric Burdon, El ausente de Joe Arroyo con Fruko y sus Tesos, los cantos ancestrales de Estefanía Caicedo... Pasar de eso al inmamable sonsonete de Los Diablitos y otros esperpentos por el estilo debe causar daños irreparables en la mente de un niño y de toda una cultura. Sobre todo si tomamos en cuenta que esos esperpentos llegaron a la ciudad en ruidosas camionetas 4X4, repletas de dólares, whisky y pistolas 9 milímetros. Claro que las armas eran innecesarias, nadie vende más fácil y barata el alma que un cartagenero. Ningún espíritu tiene tanta capacidad de resignación y servilismo como el de un cartagenero; y es allí, en el espíritu, donde sigo odiando a Cartagena.
¿O acaso no merece todo el odio un espíritu cuya máxima hazaña ha sido acostumbrarse a vivir en la mierda? Ahora mismo, mientras escribo esto, la Bocana podría colapsar contaminando de paso las playas de Crespo y Marbella. Sin embargo, los cartageneros escuchan impasibles a Los Diablitos, se rascan las pelotas y siguen arrojando basura en la Ciénaga de la Virgen. Lo de basura es un eufemismo: lo que cae allí es el 70% de la mierda del alcantarillado sumado a la mierda que de forma directa depositan los más de 350 mil habitantes que viven a orillas de la Ciénaga.
Reducir Cartagena al casco histórico y luego a las zonas turísticas de Bocagrande y los hoteles de la Boquilla es una infamia planificada por quienes la han regido, pero que los políticos y la gente poderosa sean infames no es una novedad; lo terrible es que, más allá del casco histórico y los hoteles, el 75% de los cartageneros se debatan en la miseria más atroz sin dar batalla. Y es esa miseria lo que más odio, porque la he padecido en carne propia junto al racismo y demás taras de una sociedad donde la esclavitud apenas se disfraza de "muchacha del servicio" o "el que hace los mandados". Es esa miseria la que atravesó nuestras conciencias robándonos la dignidad y el coraje. A ciertos sociólogos, historiadores y agencias de viaje les gusta representarnos como gente apacible, alegre y extrovertida. Quizá se refieren a las interminables hileras de extrovertidos y apacibles vendedores que acosan turistas mendigando en cada centímetro de playa o tal vez a los cientos de alegres niños y niñas sometidos a prostituirse.
También la memoria tiende a reducir y seleccionar los recuerdos a medida que pasan los años; quizá por eso Felipe no cayó en cuenta de que la postal sucia de mierda que encontró tirada en París representaba como ninguna otra a su querida y hedionda ciudad amurallada.