13 de abril de 2007

Un concierto en el estadio

El odio a la humanidad se revela, diáfano, impoluto, en medio de los pisones, los estrujones y los cabezones

Por: Alejandro Gaviria
| Foto: Alejandro Gaviria

Como simple advertencia, como información relevante, para tener en cuenta antes de invertir dos o trescientos mil pesos en sus entradas para el próximo concierto —con esa plata, usted bien lo sabe, puede comprarse la discoteca completa de su artista favorito, incluso si se trata de uno de esos roqueros envejecidos a fuerza de aguantarse sus propios conciertos— como información relevante, decía, el lector debería conocer la triste aritmética de los conciertos. Un concierto consiste en cinco minutos de éxtasis (la canción favorita) rodeados de varias horas de tedio: la gratificación aplazada infinitamente para terminar en un previsible tarareo. Los conciertos ni siquiera permiten un atajo conveniente, una suerte de eyaculación precoz que anticipe la vaina y termine de una vez por todas con la función.

En los conciertos, la cosa es a otro precio. Uno espera dos horas para la salida del telonero (en silencio, afortunadamente). Después aparece el susodicho, con ganas de ganarse el puesto, envalentonado por la audiencia prestada, con ímpetus de debutante, a perturbar el silencio, a añadirle gritos a la espera. Los teloneros —las ruidosas reservas de la música— son razón suficiente para evitar los conciertos. En el fútbol, las reservas juegan con el estadio vacío. En los conciertos, los teloneros tocan con el estadio lleno. Son parte del negocio. No hay uno sin lo otro.

Y desde el comienzo, desde la misma aparición del telonero, se comienza a ver (y "ver" es un decir) la triste realidad de los conciertos: uno nunca ve nada. Los conciertos son una lucha contra las masas. Contra miles de cabezas alineadas para ver y no dejar ver. Los conciertos son, por lo tanto, un ejercicio de misantropía. El odio a la humanidad se revela, diáfano, impoluto, en medio de los pisones, los estrujones y (por encima de todo) los cabezones. A medida que crece el entusiasmo, cuando la masa ya no se contenta con ser una simple pared estática, y se convierte en un muro oscilante de cabezas que suben y bajan, la situación se vuelve insoportable. Solo queda, entonces, resignarse a los pisones. Y concentrarse en el brinconeo con la mirada fija en el piso. En el pantanero de abajo.

En algunos conciertos, de versión reciente, uno tiene la opción de verlo todo por televisión, en pantalla gigante. Como el escenario está irremediablemente cubierto por la parte pensante de la humanidad (qué desperdicio), uno puede mirar a la pantalla y convertirse en un televidente más. En el mejor de los caos, los conciertos son una forma incomoda de ver televisión. Y digo en el mejor de los casos, pues el asunto puede ser peor. En ejercicio de una lógica extraña, los organizadores de los conciertos pretenden compensar con ruido la falta de vista. Muchas veces, además del panorama limitado, el puesto asignado está cerca a uno de esos parlantes de tres pisos. Y el concierto se convierte, entonces, en desconcierto. En una lucha por sobrevivir a los decibeles. Si se tiene suerte, el pitido en los oídos dura solo dos semanas de ruidosa "desconcertación".

Y todavía no he dicho que, en muchos casos, el protagonista de la noche decide, así no más, aprovechar el concierto para promocionar su nuevo disco o para interpretar algunas canciones inéditas. Y entonces, la espera se hace aún más larga. En medio del ruido y del gentío, nublada la vista, aturdido el oído, la pantalla gigante se erige como un consuelo absurdo, una forma de pasar el tiempo hasta el momento fugaz de los grandes éxitos y del tarareo colectivo. Llegado el final, con la paciencia gastada, la inmovilidad de los cabezones del frente (ya curados del trance epiléptico) tiene todo el peso de una afrenta.

Pero allí no termina la cosa. Los conciertos parecen anular nuestra capacidad crítica. Muchas películas nos parecen atroces. Algunos partidos, ofensivos. Ciertas conferencias, ridículas. Pero, en retrospectiva, los conciertos, los benditos conciertos siempre nos parecen buenos. O excelentes. O cualquier adjetivo por el estilo. Ya va siendo hora, pues, de salir del desconcierto. Y de revelar toda la verdad del aburrimiento.

odios profundosconciertos Estadio El CampínEstadio PalograndeEstadio CentenarioHumorMúsicosMúsica