13 de abril de 2007

Un tour por Europa

Con el invento del pixel y el paso de 400 fotos por el computador, el viaje es también un tormento para el espectador que se quedó.

Por: Alberto Aguirre
| Foto: Alberto Aguirre

Se viaja para matar el tiempo. En realidad, no se sabe qué es el tiempo, ni cuál es su esencia, ni se puede captar por ninguno de los medios que utiliza el hombre para aprehender las cosas. Se han inventado artilugios para medir el tiempo, pero esta medida, que en todos los casos es una invención caprichosa e incierta, no da siquiera una noción de la sustancia o naturaleza de eso que llamamos tiempo. Pues medir una cosa, a pesar de la falacia de los matemáticos, no es entenderla. El hombre mide, con un reloj o con una sombra, una hora o diez minutos, y utiliza para tal efecto un reloj de arena, de pulso o atómico, pero esa medida solo le sirve para saber cuánto se demoró para ir de la casa a la pesebrera, pero no lo alumbra siquiera acerca de la sustancia del tiempo. Es tal la vaguedad, tal la incertidumbre, que filósofos de reconocida nota, en universidades de vasto prestigio, han llegado a sospechar que el tiempo no existe. Que es una entelequia y, en el mejor de los casos, una invención de relojeros. Pero no para entender su naturaleza, sino para medirlo. ¿Muéstreme el tiempo? ¿Qué se hace con el tiempo? ¿Con qué se come? (adviértase, de paso, que el espacio sí existe, y que algunos mensos lo confunden con el tiempo). Lo que me demoro para ir del banco a la catedral, lo toman esos mensos por duración (tiempo) cuando es solo espacio.

Y ya que se puede medir, el hombre se llama a engaño, y entonces se ha propuesto "matar el tiempo", expresión de uso universal que expresa la desazón del hombre ante esta entelequia. Como no lo entiende, lo único que cabe es matarlo. Un hombre, sentado o parado o acostado, sin hacer nada, es como un barco al pairo. Siempre a punto de chocar contra las rocas y destrozarse. Por eso, para evitar tales peligros, inventó eso de matar el tiempo. A este efecto le gustaría meterle un gancho de derecha y dejarlo tieso y que no me acose más. Porque el tiempo, sobre uno, es una trituradora. La única defensa es matarlo.

El mejor método para ese asesinato, y el más común, es viajar. Como desde que sale de su rincón está en otra parte, está matando el tiempo. Y para eso sale el viajero. No tiene otro propósito que matar el tiempo. Con una vertiente gentil: pues el viaje permite alejarse de la casa materna o paterna, de la casa matrimonial, de la casa filial, lo cual constituye por sí un alivio: separarse de la mamá, del papá, de la mujer, de los hijos, de los abuelitos, no es solo matar el tiempo, sino romper la coyunda doméstica y darse al menos un sabor de libertad. Lo bueno no es estar en La Coruña sino no estar en Medellín.

Las señoras (y téngase en cuenta que la inmensa mayoría de los señores tiene mentalidad, alma y tripa de señora) viajan —aunque no lo tengan claro— para romper amarras con el medio ambiente, esto es, dicho de otro modo, para matar el tiempo. Estar en la casa es muy aburridor, y el viaje, aunque no brinda conocimiento, sí distrae (distrae de lo cotidiano, de la arepa, del cacao y de los muchachitos). El burgués viaja, no para conocer las Cuevas de Altamira, pues de hecho se aburre en ese hueco que no le dice nada, ni le produce emoción alguna, sino para separarse de la señora. Y no solo se aleja del mundo doméstico, sino que logra otro triunfo: contarles a los amigos que estuvo en las Cuevas de Altamira, y que estuvo en San Sebastián, y que vio la Catedral de Santiago de Compostela, y que puso su zapato en seis ciudades europeas. ¿Y qué viste, niña? No vio nada, supo por el guía que estaba en Amberes, y la agregó a la lista de los lugares, por lo menos, zapateados. Cuando vuelve a Medellín su gloria es contarles a las amigas los sitios donde estuvo, no lo que vio ni lo que entendió, pues no busca ver ni entender, sino estar. Y lo atormentan a uno mostrándole un mazo interminable de fotografías: aquí estamos con Chucho frente a Notre Dame, en esta se ve la Torre Eiffel, este es un barquito del Sena y ahí se ve mi tío Tulio. Con el invento del pixel y el paso de 400 fotos por el computador, el viaje es también un tormento para el espectador que se quedó. Si el viajero mató el tiempo, ahora se lo mata a los amigos mostrándoles fotos.

Hay que huir de los viajeros como de una plaga de langostas.