14 de abril de 2005

Un mundo sin vendedores de Amway

La mexicana nos estaba prometiendo el paraíso. "Estuve descansando la semana pasada en Acapulco... Soy socia platino con pensión triple y hace tres años que renuncié a mi antiguo trabajo...".

Por: Juan Carlos Rodríguez
| Foto: Juan Carlos Rodríguez

 ¿Y eso le daba derecho a armar la encerrona en la que me habían metido? "Por cada asociado que ustedes traigan van a recibir un porcentaje hasta la quinta generación...". Todos la miraban embobados, con esa cara típica de aquel al que le están prometiendo dinero fácil. Por primera vez ese cuñado insoportable iba a servir para algo: los puntos de él (y de los amigos de él y de los amigos de los amigos de él hasta la quinta generación) iban a dar platica. La clásica bola de nieve: A se beneficia de B, C y D, quienes a su vez tratan de recuperar lo invertido, metiendo en el rollo a B1, B2, B3, C1, C2, C3, D1, D2 y D3... Y así hasta el punto de saturación. Pirámides, aviones y círculos de la riqueza se basan en este principio. Claro que Amway vende un producto tangible (solo que un poquito más caro que en el supermercado), el principio mencionado actúa aquí como herramienta de reclutamiento y zombificación.
"Esto es algo tan grande que les va a cambiar la vida a ustedes y a las personas que ustedes traigan...". ¡Ay, no! Evangelización laica no, por favor. No me digan que comprar el detergente de Amway me va a resolver mis problemas, o que al vendérselo al vecino le estoy haciendo un favor. Entendería esta devoción si a uno lo hubieran sacado del alcoholismo, de una secta satánica o de la adicción al sexo. O lo contrario, si después de cada reunión de ventas se armara tremendo foforro de sexo, droga y carrapicho. ¿Pero entregarse con esta devoción a la venta de productos para el hogar?
Apreté con furia los condones que llevaba en el bolsillo. Había llegado al décimo piso de este hotel creyendo que me iba a repasar el Kamasutra entero con X (tengo miedo de que me vuelvan a montar la perseguidora si revelo su verdadera identidad) y ahora estaba atrapado en una inducción de Amway. Ingenuo de mí. Esa voz seductora que lo prometía todo, ese misterio con el que esquivó mis preguntas, esa gran sorpresa que me tenía, no iban dirigidos a mi cuerpo joven y obeso. No señor. X había usado su mítica sensualidad para atraer varones jóvenes en etapa productiva a esta sesión de lavado cerebral.
El problema no era la decepción sexual. Lo verdaderamente siniestro es que las puertas del salón estuvieran cerradas y uno no pudiera irse cuando le roncara. ¿Secuestro simple? ¿Simplísimo? ¿Simplón? El hecho es que sólo pude salir cuando la mexicana terminó su discurso de autoelogios que duró dos horas. Según lo que nos dijo, era una dura porque ya había logrado vivir del trabajo de los otros. Pero no lo había logrado sola: le había entregado su alma a Amway, esa especie de Gran Hermano orwelliano, y él la había recompensado generosamente.
X me llamó al día siguiente para invitarme a una reunión en su casa el domingo. No fui. Llamó el lunes a ver si la recibía en mi casa. Me inventé un viaje. Me pidió detalles y de pendejo que soy me inventé un itinerario. Llamó al día siguiente de mi supuesto regreso. Tienes que conocer al resto del grupo, dijo. Esto es algo muy grande. ¿Así que ya había un grupo y yo, sin saberlo, pertenecía a él? Hasta ahí pude resistir. Mira, le dije. No quiero que me llames más. Cerré así toda posibilidad de subírmela a la lancha, pero mi aguda intuición masculina ya me había dado el parte de derrota: sólo lo habría logrado después de asociar a toda mi familia y amigos. Y habría tenido que usar condón Amway, cuando mi marca favorita es Jontex.
Al mes me llamó un tal Álex a preguntarme por qué no había vuelto a las reuniones del grupo. Me cogió desprevenido y le pregunté cuál grupo. Pues el de X, dijo. Colgué con un escalofrío. ¿Tendría un álter ego que SÍ había ido al grupo y por eso Álex me preguntaba por qué no había vuelto? El incidente se repitió algunas veces más. No entendía por qué X enviaba a sus esbirros detrás de mi con tanta saña. Cuando Maru, la amiga que me la había presentado, me contó que le estaba pasando lo mismo, entendí que no había nada personal de por medio. Estos sicópatas habían hecho una agenda común con todos sus conocidos y se rotaban para llamar. A esas alturas ya debería haber grupo, subgrupos e infragrupos. Y todos tenían mi teléfono. Por pura ley de probabilidades tenía que caer algún día.
Llegué una tarde a la casa y me encontré a mi mamá abriendo unos paquetes en la cocina. ¿Y eso?, pregunté. Nada, dijo. Vino un muchacho preguntando por ti, charlamos un rato y al final me ofreció unos productos de limpieza... Me imagino que se ayuda con eso para la universidad, ¿no?
Maldito Álex. Ojalá me lo hubiera encontrado. Llamé furioso a X, pero nadie contestó. Y el asedio terminó tal como había comenzado. El golpe de Álex había sido muy arriesgado y no intentaron repetirlo, ni volvieron a llamar. Hasta el día de hoy no he vuelto a saber nada de X. ¿Vivirá retirada en una isla del Caribe? ¿Viajará por el mundo dando conferencias? ¿O estará endeudada, pagando todo el jabón que compró para impresionar a los miembros del nivel superior?