15 de junio de 2004

El placer de no ser vegetariano

Si alguien no tuviera suficientes razones para renunciar por siempre a la insulsa idea de alimentarse exclusivamente de pastos, bastaría con que se asomara a un restaurante vegetariano.

Por: Gabriel Pabón

Si alguien no tuviera suficientes razones para renunciar por siempre a la insulsa idea de alimentarse exclusivamente de pastos, bastaría con que se asomara a un restaurante vegetariano. Son los lugares más desangelados de este mundo; en ellos parece que todo se confabulara para negarle el placer a quien cometa la equivocación de caer en uno de esos hervideros de repollo, coliflor, espinacas y otras yerbas; de entrada, el visitante notará que la música está completamente desterrada, lo que ya le aporta una mala nota al asunto. Probablemente lo atienda una empleada con delantal y cofia, acentuando el ambiente de hospital que tienen estos lugares silencioso y asépticos. Si mira a su alrededor, verá llegar otros clientes cabizbajos: personajes casi siempre adustos y solos, dedicados parsimoniosamente a masticar treinta y tres veces sus pócimas con resignación vacuna; llegan a almorzar como quien viene a cumplir con una penosa tarea. Y es que nadie sale sonriendo de un restaurante vegetariano. Por algo será.
Si está deprimido nunca se meta a un restaurante vegetariano; saldrá de allí no sólo más deprimido, sino con flatulencias exóticas y la sensación de que le han metido torta de zanahoria por liebre. Para no hablar de los personajes asiduos, esos especímenes a los que conforman lo que una vez Eugenio Domingo llamó la "Cáritas Diocesana del Paladar"; se refería a esa especie de secta que en el fondo piensa en "la salvación por la zanahoria y el puerro" y ve con malos ojos las francachelas culinarias.
Pero salgámonos del restaurante y vayámonos a casa. Usted ha tenido un día difícil y quiere tener un momento grato. Por más ideología que le meta al asunto, no podrá subirse la moral a punta de lechuga, arroz integral y leche de soya. Lo que le exige su cuerpo, hecho de carne, es consumir una ídem en cualquiera de sus presentaciones, ojalá rociada de un buen vino y rematada con un postre. Aumentará unos cuantos gramos de peso, pero nada que no pueda equilibrarse con una relajante caminata al otro día. A cambio, ganará la sensación de que a veces el mundo es un lugar que depara placeres carnales que vale la pena vivir.
Los vegetarianos fundamentalistas parecen haberse tomado al pie de la letra aquello de que "los enemigos del hombre son el mundo, el demonio y la carne". Pero es que el asunto tampoco tiene el fundamento bíblico que muchos quisieran darle. Vamos por partes (como diría Jack el Destripador): cuando Dios le ordenó a Noé recoger lo que valía la pena de este mundo, la orden no cobijaba ningún vegetal, fuera grano o yerbajo. O sea que la humanidad desde Noé, ha sobrevivido gracias a los baby beefs, los strogonoff, los gulash, las milanesas y otras presentaciones carnales tan incitantes a la vista como a las papilas gustativas.
Para no hablar de las delicias olfativas. El olor de un cochinillo al horno que se desprende de un restaurante segoviano es uno de los aromas cumbres que ser humano pueda experimentar; una de las cosas que más inspiraban al semiólogo gocetas de Barthes era el jamón serrano a la salida de Salamanca; lo mismo podríamos decir de la carne en vara de cualquier asadero sabanero a la salida de Bogotá. Diez hectáreas del más apacible y vistoso cultivo de remolacha o apio podrán traer buenos aromas, pero jamás podrá desatar la tormenta de jugos gástricos que genera un solo pollo asado.
Prefiero vivir rojo de la emoción que verde de la envidia. Si fuera vegetariano fundamentalista, viviría verde por la envidia de ver a alguien, aplicado con sus cinco sentidos, a las delicias de un bife. Y es que no hay punto de comparación; una dieta vegetariana que ofrece galletas con sabor a papel periódico, solo que crujientes, por mucha fibra que contenga, lo hará a usted sentir infeliz, y posiblemente le mueva el estómago estreñido, pero, a la larga lo matará de tristeza. Nunca se podrá comparar con una pizza cuatro carnes de Antonio Romani. Pero eso es harina de otro costal.
En fin. Puesto a escoger entre Popeye y Olafo, me identifico más con la imagen del gordito empuñando un jugoso pernil y no una desabrida lata de espinacas.