10 de noviembre de 2006
Las balleneras

Por Oscar Collazos
¡Qué mamera! Desde la una de la tarde, sin haber empezado la digestión del almuerzo, mi chaperona andaba detrás de mí como alma en pena. Le dije que no sabía si podía aguantar el desfile de balleneras y pegó el grito en el cielo. "¡Ay, niña! No le hagas eso a tu departamento y mucho menos al reinado", me dijo llevándose las manos a la cabeza. Me lo repitió a medida que nos iban arreando al bus estacionado frente al hotel. Apúrense, niñas, que ya es tarde.
A mi chaperona no le dije la verdad. Ella no podía saber lo que me pasaba. Desde que empezó a sangrarme uno de los pechos, un chorrito de sangre mezclado de líquido linfático, le dije que no sabía si podía soportar un día más, que me aterraban esas dos horas del desfile de balleneras. No le dije nada de la herida que se había abierto. "Es normal", me dijo el cirujano cuando lo llamé alarmada. No es normal que me duela tanto, le grité. Tampoco es normal que se haya abierto una herida que había cicatrizado hace más de un mes, una semana después de la operación. "No te preocupes por eso, debe ser por tanto ajetreo", me tranquilizó el cirujano.
¡Y claro que me preocupaba! Llevábamos más de una hora en el muelle esperando que nos acomodaran, de a dos por ballenera. Habíamos conseguido pasar la barrera humana de curiosos. Nunca supe si se burlaban de nosotras o nos trataban verdaderamente como reinas. Escoltadas por los cadetes de la Armada, íbamos subiendo a las embarcaciones, espantosas carrozas acuáticas decoradas con horribles motivos carnavalescos. Hasta que no nos acomodaran a todas no empezaría el desfile, hasta que las lanchas grandes y pequeñas no llegaran a la bahía para escoltarnos, no empezaríamos a desfilar, aunque ya las bocinas y las sirenas armaban un estruendo del demonio. Me había olvidado de la herida del seno, por donde me habían hecho el implante, pero no podía olvidarme de mis dedos apachurrados por las sandalias, de la obligación de tener que mover las piernas y las caderas, como si bailara. Mis pies se habían hinchado por el calor. El acrílico del bikini se me metía entre las nalgas y el fastidioso roce parecía raspar mis intimidades.
Le había dicho a mi chaperona que no me entraban los zapatos. Pero ella creía que se lo decía para fastidiarla, pensaba que mi mal humor era fruto del resentimiento por no haber llegado ni siquiera a Miss Simpatía, por no haber ganado ni siquiera el concurso al mejor disfraz regional. "Aquí no se viene solamente a ganar", me gritó anoche. Pero eso tampoco aliviaba el dolor de los pies, las grietas entre dedo y dedo, el entumecimiento de las piernas ni el escozor en las nalgas.
Odiaba estar agitando siempre los brazos. Las verdaderas reinas no se prodigan tanto, son más bien desdeñosas. ¿Quién te manda, Margarita María? Nadie me había obligado a aceptar este compromiso. El desfile había empezado hacía apenas quince minutos y sentía que me temblaban las piernas. Tenía que bailar y sonreír como si nada me estuviera pasando, como si el agua sucia que nos echaban fuera de rosas, tenía que mantenerme en pie aunque el hormigueo subiera por mis piernas y el sol de este 11 de noviembre cayera como fuego y yo sintiera el sudor resbalándome desde el cuello hasta el torso. Bailar al ritmo de vallenatos y reguetones, merengues y salsa, hacer que se baila al ritmo de la música que se les antojaba poner en cada embarcación, ¡qué mamera! Y qué mamera de mameras escuchar las galanterías de los hombres que pasaban en sus lanchas a nuestro lado, obscenidades de mafiosos.
Habíamos empezado a navegar hacia Bocagrande y lo que se veía de lejos era una masa histérica corriendo a lo largo de la avenida para vernos. Menos mal que no escuchábamos las porquerías que nos gritaba la plebe. Subía en cambio el estruendo de pitos y sirenas de yates y de lanchas que nos rodeaban y nos arrojaban agua y flores marchitas, burbujas de champán y chorros de aguardiente. Éramos la parodia de lo que pretendíamos ser.
Había olvidado la pequeña herida abierta debajo de mi seno izquierdo, pero no había podido olvidar el fastidio de tener que soportar un día más el pavor que me producía saber que desfilaba con una pequeña y oculta herida sangrante; era poco comparado con las dos horas que quedaban por delante. El sol era cada vez más cruel y el sofoco aumentaba a medida que la gritería de la multitud era más próxima. Por un momento sentí que me desmayaba. Me estoy sintiendo mal, le dije a mi edecán, mientras sonreía a los del yate que pasaba. Aguanta, mi reina, me dijo él, presionándome el brazo. Me estaba desvaneciendo. No podía aguantar más. Y no pude aguantar más. De mi desmayo se dijeron muchas cosas. Unas piadosas, otras malintencionadas. A nadie, sin embargo, se le ocurrió decir que desde mi llegada a Cartagena empecé a detestarme por haber aceptado el triste papel de ser reina sin corona, por verme cada día más ridícula y por haber sentido en los últimos dos días que se me abría una pequeña, casi invisible herida debajo de uno de mis senos.