15 de abril de 2008

Mejor blanco que tinto

Por: Juan Manuel de Prada
| Foto: Juan Manuel de Prada

¿Vino con sangre de topacio o vino liso liso como una espada de oro? En su célebre Oda al vino, Neruda no se atrevió a decantarse por uno u otro, pero nosotros seremos más osados y haremos aquí una exaltación del vino blanco, tan denostado a veces por los expertos. El vino tinto rememora la sangre; el vino blanco evoca la lágrima. La sangre es una efusión de la carne; la lágrima, un refinamiento del espíritu. Sangramos cuando nos hieren; lloramos cuando nos emocionan. Detrás de la herida, siempre hallamos el dolor; detrás de la emoción, un dolor o una alegría, o una alegría entreverada de dolor. La lágrima es más compleja y refinada que la sangre, más discreta y pudorosa también: la lágrima es furtiva, la sangre escandalosa; la lágrima puede ser chispeante y alborozada; la sangre siempre es aciaga. Es cierto que hay lágrimas de cocodrilo, pero también hay sangres de horchata; y entre el fingidor y el indolente nos quedamos con el primero.

 Hay degustadores de vinos que prefieren irracionalmente un mal tinto a un buen blanco. Al hombre que nos dijera que prefiere a las morenas feas y desabridas antes que a las rubias lindas y festivas lo ingresaríamos en un manicomio (o mejor, dejaríamos que se hartase de morenas feas y desabridas, para que en el pecado llevase la penitencia); y lo mismo habría que hacer con los fundamentalistas del vino tinto. Dicen que el vino tinto tiene más cuerpo; pero ya se sabe que donde hay mucho cuerpo florecen las adiposidades. Dicen también que el vino tinto conjuga con cualquier plato, sea carne o pescado; pero ya se sabe que quien sirve lo mismo para un roto que para un descosido suele revelarse a la postre como un inútil integral. Dicen, en fin, que el vino tinto, bajo su apariencia uniforme, encubre una mayor riqueza de matices; también de los feos suele decirse que esconden un corazón tierno, un temperamento generoso, una panoplia de virtudes que solo distinguen los paladares sensibles. Pero la fealdad no se la quitan de encima ni por recomendación del Papa.

Ahora también se ha difundido la especie de que los vinos tintos son más saludables que los blancos, porque acumulan taninos procedentes del hollejo de la uva. Saber que alguien bebe vino para cuidar su sistema cardiovascular me resulta tan peregrino y demencial como saber que alguien peca contra el sexto mandamiento para mantener limpia la próstata. Hay que desconfiar de quienes se entregan al placer sin medida; pero mucho más de los que, para justificar su entrega, la disfrazan de coartadas salutíferas. La salud es un don que nos fue concedido para que lo gastásemos con tino; y quien se empeña en preservarlo tacañamente, como quien lo malgasta, tiene asegurado un lugar preeminente en el infierno. El cielo está reservado para quienes saben gastar sabiamente su salud; y beber vino blanco es como ganarse una indulgencia plenaria.

Hay restaurantes en los que pides un vino blanco para acompañar un solomillo y te miran como si hubieses blasfemado. A los puritanos siempre les ha desagradado la promiscuidad; pero la gente sana sabe que en la variedad está el gusto. El vino blanco alivia la pesantez de la carne, sutiliza el pescado, hermosea e ilumina cualquier menú, por farragoso o insípido que sea. El vino blanco aligera las digestiones y agiliza el ingenio: allá donde el vino tinto nos pone graves y solemnes, el vino blanco nos torna ocurrentes y chisposos. El vino tinto favorece los discursos pomposos y recargados; el vino blanco estimula el epigrama y la metáfora fulgurante. Un hombre borracho de vino tinto querrá manosear a la mujer que tiene a su lado o —todavía peor— atufarla de divagaciones pedregosas y soporíferas, espantándola para siempre; un hombre borracho de vino blanco la colmará de piropos risueños y elegantes donaires, ganándola para siempre. El vino tinto lastra nuestro sueño de pesadillas y ronquidos; el vino blanco lo perfuma de ensoñaciones levitantes y silbos amorosos.

En el vino blanco, como en la lágrima, hay sutileza y transparencia; en el vino tinto, como en la sangre, aspereza y turbiedad. No me sean ásperos y pásense al vino blanco.