10 de septiembre de 2007
Un mundo por TV
No hacía ni frío ni calor. Parecía una hermosa y normal tarde en la famosa Estambul. Pero no era así.
Por: Juan Pablo Meneses
Se cumplen seis años del mayor suceso televisivo de la historia. De aquella escena con dos torres cayendo al piso mientras, del otro lado de la pantalla, todos imaginábamos —en directo— a miles de oficinistas retorciéndose entre los escombros. En los días posteriores se habló de un nuevo orden mundial, de cambios políticos sin vuelta, de nuevos y gigantes presupuestos de armas. Sin embargo, nada superó al suceso televisivo de aquel derrumbe. A partir de aquella vez, tarde o temprano, alguien volverá a preguntarnos "¿dónde viste la caída de las torres?".
Había llegado unos días antes a Estambul, la ciudad musulmana más occidental del mundo o la occidental más musulmana. No importa el orden, las dos cosas a la vez. Parecía una tarde cualquiera en aquella ciudad frontera de ambos mundos. El sol se escondía entre las cúpulas de una ciudad repleta de mezquitas. Los turistas volvían de sus excursiones navegables por el Bósforo, de maravillarse con los tesoros de los sultanes o de fotografiar los minaretes de los templos islámicos. Los baños turcos de Estambul estaban a tope y dentro de ellos el vapor apenas te dejaba ver los dedos arrugados. Los taxis, fabricados en Turquía en industrias estatales, se juntaban en las luces rojas con modernos BMW y Mercedes Benz de empresarios de Estambul o funcionarios de transnacionales con base en la ciudad. Las adolescentes turcas hacían fila en las tiendas de música para comprar el último disco de Tarkan, el ídolo pop que además era rostro de la campaña de AOL Mail para masificar el uso de la red en todo el país. Las mujeres con chador negro y la cara cubierta se negaban a las filmadoras indiscretas, pero se daban maña para comprar a sus hijos una Coca-Cola doble en uno de los tantos MacDonald‘s de la ciudad.
Caía la tarde, por eso los clubes nocturnos de la famosa Istiklal Caddesi empezaban a probar las luces y a limpiar los privados para los clientes con más dólares. Las bailarinas recién despertaban; las esperaba una ducha larga antes de maquillarse y partir a los restaurantes de Taksim y el casco viejo donde suelen llegar los turistas solos. La oficina de migraciones se aprestaba a cerrar tras atender inmigrantes polacos, rusos y ucranianos que iban a realizar sus sueños a Turquía.
Bastaba cruzar un puente para pasar al lado asiático y tomarte un té sobre una alfombra, y con apenas volver a cruzar el mismo puente retornabas al lado europeo de una ciudad que desde siempre ha estado partida por la mitad. Las autoridades políticas reiteraban la decisión de no ceder un milímetro a las peticiones de los kurdos en el sur. Todo era normal. Parecía una tarde cualquiera en Estambul.
Los visitantes en la ciudad hacían una escapada al Pera Palas Hotel, para tomarse un café turco en el bar donde Agatha Christie escribió buena parte de Expreso de Oriente, y donde hay habitaciones que recuerdan a sus huéspedes famosos, como Mata Hari, el rey Eduardo VIII de Inglaterra, Jacqueline Kennedy y Ernest Hemingway.
Los viejos turcos fumaban pipas largas, mientras comentaban el próximo partido del Galatasaray por la Copa UEFA de fútbol. La ciudad estaba empapelada con afiches que promocionaban la candidatura de Estambul para ser sede de las Olimpíadas del 2008. No hacía ni frío ni calor. Parecía una hermosa y normal tarde en la famosa Estambul.
Pero no era así. Estaba por comenzar la mayor transmisión televisiva de la historia.
Cuando aquello comenzó a ocurrir, yo estaba dentro de un pequeño almacén de bebidas y verduras. Junto a los envases de Cherris, una gaseosa turca a base de cerezas que ahora es propiedad de Coca-Cola Company, había un televisor sintonizado en CNN Turquía que transmitía en directo y a todo volumen. Dentro de él, las llamas colgando de una de las Torres Gemelas de Nueva York. No era todo: en ese mismo momento, otro avión se metía dentro del segundo edificio fatídico de Manhattan. Entonces Kemal, un turco de bigote negro, espalda encorvada y manos azules de tanto manosear billetes, me pasó una Cherris helada y dijo, con una sonrisa mezcla de sincera euforia y del más sincero nerviosismo:
—¡Los americanos están en problemas!
A los pocos minutos de la frase de Kemal, por las pantallas de todo el mundo se desplomaron dos enormes torres. El resto, es historia conocida: tarde o temprano deberemos contestar la pregunta: "¿dónde viste la caída de las torres?" ?
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