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10 de enero de 2008

Testimonios

Acomodador de cine

Es la otra cara de la película: los empleados que trabajan en una sala de cine. Crónica del detrás de cámaras de un hombre que vivió un oficio lleno de historias y rebusque.

Por: Oswaldo Malo

Salí de la universidad en el 2001, igual de vaciado a como entré. Pasé hojas de vida en todas partes, desde empresas de publicidad, colegios, hasta editoriales: en las agencias que me entrevistaron no me recibían, en unas porque no era publicista; en otras funcionaba mi perfil, pero no podían contratarme porque ya no era estudiante, es decir, ‘legalmente‘ inhabilitado para llevar el título de practicante. De las editoriales y los colegios nunca llamaron. ¡Qué calamidad!

Mientras tanto, me puse a leer cuanto libro me caía entre las manos y así pasaron dos años en la misma función, escuchando hasta el tedio todas las formas posibles de decir "no". Un día, mi hermana me propuso llamar a una amiga de ella con la que había estudiado en la universidad y que, casualmente, era gerente de una sala de cine. Más resignado que contento le dije que sí. Ya entrados en gastos, habiéndome aventurado a tanto, qué más daba otra entrevista. Algo tendría de bueno trabajar en un cine, me dije.

La entrevista fue rápida y directa. Me contrataron para comenzar la tarde del viernes 4 de abril del 2003, como acomodador. Simplemente tenía que saludar a la gente, mirar la boleta y acompañarlos a la silla. Me dijeron que en mis días libres tenía pases gratis. Tres, si iba con mis padres y dos, si el acompañante era diferente. ¡Buenísimo!, pensé. Podía entrar a cine con mi novia de aquel entonces, cita que cumplí sin falta cada semana, para pesar suyo.

También me dijeron que tenía derecho a comer crispetas y gaseosa en el descanso. La gerente tuvo la ligereza de omitir que las crispetas eran solo para el fin de semana y que la gaseosa la daban si no había descuadre en el inventario de jarabe, esa base azucarada que se mezcla a presión con agua carbonatada en los dispensadores. Casi siempre estábamos descuadrados, por ende sábados y domingos también pasábamos blanqueados de gaseosa. Y como todo huele a crispeta, también perdí el placer de comerlas.

Al comienzo, como siempre que se empieza un oficio, fui torpe. Pero bajo la tutoría de Mery, una experimentada acomodadora de carácter recio, con más de dos años en el puesto, bastó una semana para manejar con excelencia el radio y los códigos con los que había que hablar. Cargar el aparato también necesitaba de una técnica especial para no cansarse: era como andar por todo el supermercado con un bloque de panela. Cada vez que llegaba un principiante, era el hazmerreír de todos. Por supuesto, no fui la excepción.

Me convertí en su protegido y así aprendí el arte del acomodador que, además, se encarga de limpiar la sala y los baños después de cada función. Mery fue como el Mr. Miyagi que entrena a Daniel San en Karate Kid: me destaqué por mi singular maestría al barrer con la rapidez de un suspiro y bolear trapero a la velocidad del rayo. Me dije, "esto es fácil, solo hay que hacerlo bien". Y así lo hice. Nunca había tenido el dignificante "deleite" de limpiar un orinal o un inodoro desbordado. Ahora puedo jactarme al decir que, gracias a mi paso por el teatro, lo hice y sobreviví. Es que uno no entiende hasta que le toca. ¡Valiente dicha!

A veces al limpiar, uno podía encontrarse pertenencias olvidadas: agendas digitales, portátiles, billeteras atestadas de tarjetas de crédito o, en su defecto, dinero contante y sonante. Con un sentido de honradez a toda prueba devolví todo lo que encontré. Incluso tuve conocimiento de una compañera que encontró un sobre con medio millón de pesos dentro. Lo devolvió y el distraído doliente volvió más tarde al teatro a buscarlo con la esperanza de encontrarlo. Allí estaban el sobre y su dinero, ni un peso más ni uno menos. Hasta le ofrecieron una recompensa a la que tuvo que desistir después de la mirada desaprobatoria del jefe gruñón y amargado que teníamos en ese entonces.

Mañas se aprenden en todas partes. Había clientes que, agradecidos por la guía en la oscuridad, ofrecían propinas. Cómo va uno a resistirse a esa gentileza, ¡por Dios! Por otra parte, en las revistas que había que pasar frecuentemente a las salas, me quedaba más tiempo del necesario viendo una escena a hurtadillas, hasta que a fuerza de evitar el aburrimiento, y luego de entrar cada diez minutos, podía reconstruir la acción completa de la película como si fuera un rompecabezas en proceso, de principio a fin. El ejercicio podía llegar hasta el delirio de repetir los diálogos como si uno fuera el mismísimo Al Pacino.

Chocolatinas a granel

A la semana siguiente, gracias a mi buen desempeño y mi condición de profesional varado, me hicieron otra entrevista para ascenderme al cargo de coordinador de sala, algo así como un encargado de área en el teatro. La persona responsable de la entrevista resultó ser, para sorpresa mía, hermana de Andrés Caicedo, escritor caleño y gran aficionado al cine. Cuando me escuchó decir que había estudiado Literatura, se interesó más; de ahí en adelante, lo que podía haber sido una fría entrevista se transformó, como por arte de magia, en una charla amena y sin prevención. Después de escuchar con agudeza y esmero mis respuestas, fui seleccionado, razón por la cual debía aprender rápido y sin contemplación toda la dinámica del bajo mundo cinematográfico.

Cuatro operaciones pueden hacerse en una sala de cine: acomodar, vender boletas, atender en la confitería y, por último, ser proyeccionista. Esa era la mayor aspiración técnica que podía tenerse y el que llegaba a la bóveda de los proyectores era considerado un héroe, un bienaventurado, un semidiós entre los demás. No llegué hasta allá, pero no porque me faltaran ganas e inteligencia. Simplemente renuncié antes de ser dominado por el lado oscuro de la fuerza, antes de llegar a la resignación consumada.

Como tenía que aprender súbitamente, rondé por todos los recovecos del teatro como alma en pena. Entendí que la forma más eficiente de aprendizaje era observar y hacer parte del paisaje sin hacer mucho ruido, en otras palabras, hacerme amigo de quienes sabían lo que yo quería saber. Kelly y Diana fueron las maestras esta vez, dos muchachas de mi edad, la primera, estudiante de un instituto técnico, la segunda, hija de un guardia de envíos de una empresa de valores. Llegué a la taquilla y al principio invité a tanta gente a cine que perdí la cuenta. Me descuadraba indolentemente en la caja, a tal punto, que me daba más temor irme que seguir vendiendo boletas. El promedio de mi impericia oscilaba entre los 10.000 y los 30.000 pesos. A fin de cuentas, mi fuerte nunca fueron las matemáticas.

Así mismo me enteré de que cada mes se entregaba una comisión al taquillero que más chocolatinas vendiera. El truco era convencer al cliente para que en vez de recibir el cambio, se llevara alguna chuchería, artificio que le reportaba al teatro copiosas ganancias. Ahí sí, ¡quién dijo a vender! Si el día era bueno, podía despachar hasta 120 barras, cada una a 1.000 pesos. Si se aproxima el cálculo, 240 en un fin de semana, más 40 diarias de lunes a viernes, para un total de 1.760 al mes, es decir, 1.760.000. pesos Una minita de oro a punta de dulces y moneditas. Estuve tres semanas en la taquilla y me bastó para obtener el récord de venta del mes entero, al lado de tan avezadas competidoras. Vendía chocolatinas que daba miedo, yo que nunca había probado las mieles del mercader.

Sí, buenas, para lo de las crispetas...

Conocí la fatiga a la zaga del mesón de la confitería o concesión, tecnicismo rutinario. Detrás de la puerta de "Prohibido el ingreso a personal no autorizado" y con la tortura en el pecho de un botón que decía "Si no le ofrezco una promoción, lleve su pedido gratis", tuve que canjear mi identidad para convertirme en un anónimo que repetía instrucciones y procedimientos. A pesar de haber tenido la escarapela colgada en un lugar visible, puedo contar con los dedos de una mano los clientes que alguna vez me llamaron por mi nombre.

Luego de aprender de memoria los precios, estrategias y promociones, sin titubear abordaba al que se me acercara. Repitiendo el ritual, Marisol y Lorena estuvieron al tanto de mi adiestramiento, que ya para ese punto era mera domesticación. Comenzaba el acecho con la voz clara y convincente de un vendedor inequívoco. Después de unas semanas ya podía recurrir al discurso automático de todos los días. Se desgranaban de mi boca las palabras ensayadas con tal de sacarle el mayor provecho a cada cliente. La operación se realizaba a partir de un método de venta que era requisito aprender por ordenanza del gerente operativo: método DASA, sigla que traduce dirigir, aumentar, sugerir y agradecer. Así había que vender.

—Buenas tardes, señor, bienvenido a...

Para ese entonces me bastaba una mirada para saber cómo entrarle y qué ofrecerle.

—Sí, me regala un popcorn.

—Claro, señor, le ofrezco el combo 4.

Le muestro unas crispetas grandes y un vaso de 32 onzas.

—¿Este tamaño está bien?

—Sí, ese está bien

Dos pendones colgados en la cocina, ilustraban acerca de la forma ‘correcta‘ de servir la gaseosa y las crispetas: echar hielo en el vaso hasta la mitad para ahorrar jarabe y llenar prolijamente la bolsa, cuidando de no apretarla demasiado y dejando espacio suficiente entre los granos.

—¿Falta mucho para que comience la película?

— Le quedan diez minutos, señor.

Cuando el cliente se distrae, se aprovecha el instante para sugerirle más chucherías y, ante la duda, es necesario abalanzarse otra vez en un nuevo esfuerzo por antojarlo de cosas que en realidad no quiere. De eso se trata este negocio: lograr que el cliente diga sí, cuando quiere lo contrario. Antes de que se arrepienta, el cliente tiene delante su bandeja llena de viandas. Se le agradece la compra y se le despide con una sonrisa sin darle oportunidad de negarse. Aprendí con el tiempo que para la gente es más fácil aceptar que oponerse; decir sí, antes de decir que no.

Por ese mesón pasaron el fotógrafo Salvatore Salamone, quien siempre que iba, le hacía gracia por mi nombre porque le recordaba temerosamente al asesino de Kennedy, Lee Harvey Oswald; iba acompañado por su esposa, la diseñadora de modas María Luisa Ortiz. También vi a una poco glamurosa Lina Marulanda, en domingo a mediodía, vestida con algo parecido a una sudadera, con la cara lavada y gesto de fastidio invariable; a la espigada y amable modelo Claudia Lozano en la noche; a Ángel Yáñez, que acostumbraba ir con numerosos invitados; al vicepresidente Santos con sus hijos y su legión de escoltas en viernes a las 6:00 p.m.; a la ex reina Claudia Elena Vásquez en el esplendor de su soltería; al discreto actor Enrique Carriazo; a Pirry, sin comentarios; al músico Óscar Acevedo; a la actriz Laura García, a quien en un torpe intento de conversación confundí con otra actriz de similar nombre, Claudia García, hermana de Danna García, la de Pasión de gavilanes; al pintor David Manzur quien me hizo el dibujo espontáneo y fugaz de una flor en un papel que todavía conservo y, por último, al elenco de Francisco el matemático, en aquellos tiempos de insólito estrellato.

Rodeado de la más selecta farándula criolla aprendí a preparar el maíz más costoso y a lavar una olla crispetera con la que me quemé en varias ocasiones. Cerca de ese pequeño infierno de aceite hirviente, uno puede llegar a comprender lo que podía sentirse en las calderas del Titanic antes de hundirse.

...desde arriba hasta abajo

A los siete meses, tiempo durante el cual trabajé en la sala, ya estaba al límite de la paranoia y el desvarío. Mis sueños en la noche se habían convertido en una fuente sintomática de pesadillas, de fragmentos absurdos de películas ficticias en las que me quedaba encerrado sin poder escapar y me asfixiaba gracias a una suerte de gas gris que se colaba por debajo de la puerta. Un olor vívido, resultado de la cotidiana combinación almizclada de Sanpic y maíz quemado.

"Es que esto es un cagadero, desde arriba hasta abajo". Al menos eso decía la gerente que quedó encargada del teatro cuando la que me contrató se fue de vacaciones. Me lo decía para que aprendiera diligentemente de su ejemplo: una mujer que no gritaba, pero que hacía temblar las piernas de cualquier operador con solo su presencia. Una semana después de descubrir la cruda realidad, presenté mi renuncia.

Qué ascenso ni qué nada. Todo se fue al trasto. ¿Para qué quedarse resignado en un trabajo en el que para ser alguien hay que volverse mezquino y mandón? Además, el teatro en el que yo iba a trabajar luego todavía estaba en obra gris. No me iba a quedar esperando. Yo paso, muchas gracias.

Y el domingo 30 de noviembre fue mi última noche en el teatro. Según la hoja de liquidación de prestaciones sociales, expedida en Bogotá el 10 de diciembre del 2003, fueron 241 días de trabajos forzados, contados y resistidos hasta el último segundo. Después de un cierre agotador y un paseo a duermevela por media Bogotá en la ruta que llevaba a los empleados, abrí la puerta de mi casa y lo único que pensé fue en la frase que le enseña Jhon Connor a Terminator, en la segunda parte de la popular película de acción: "Hasta la vista, baby".

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