16 de noviembre de 2004
Testimonios
Confieso mi edad
No tengo 55, eso sí les digo; pero cuando los tenga, seguro estaré feliz de todo lo que he hecho.
Por: Amparo Grisales
Es curioso que en mi gremio la edad se tome como un insulto. Como si tener más años no fuera también tener más experiencia, estar mejor curtida y más decantada, dejar de lado muchas tonterías que pierden importancia con el paso de las décadas. Y tener una manera más honda, más madura, menos pasajera de ser atractiva. Siempre he creído que el tiempo también puede volverse belleza.
En Colombia, hay una sobrevaloración de la juventud. Casi todo el mundo le da un valor exagerado al hecho de ser joven. No es sino ver televisión para darse cuenta de que muchas modelitos sin talento reemplazan a extraordinarias actrices de trayectoria por el simple hecho de tener la cédula más nueva y las carnes más firmes. Como si un par de tetas paradas interpretaran mejor los libretos y fueran capaces de construir personajes con más profundidad.
Y eso por no hablar de las pataletas que tantas arman para luchar contra su edad a punta de quirófano. Desde los 16 años empiezan a operarse los labios, la cola, los pómulos. Por tratar de prolongarla, hacen de su juventud una mentira. Se operan tanto que al final parecen muñecas inflables.
Por mi parte, confieso que solo me operé una vez, de los senos, y que me arrepiento. Hubiera preferido ser ciento por ciento natural. Y claro: trato de cuidarme y voy al gimnasio, unas veces más que otras. Pero creo que a diferencia de muchas mujeres de ahora, mi belleza siempre ha estado en función de mí, en lugar de que yo esté en función de mi belleza. No me he dejado esclavizar por nadie, mucho menos por ella.
Pero esa no fue la confesión que me pidieron. La confesión que me pidieron fue decir mi edad. Pues ahí va: tengo 46 años.
Y en estos 46 años he visto cómo pasan muchas mujeres más jóvenes que yo, y siguen de largo hacia el olvido, mientras yo permanezco. Mientras yo perduro. Ya vamos como para la tercera generación de modelitos que entierro. Llevo dando lora desde los catorce años y un amigo me decía que era la única mujer que había logrado inspirar malos pensamientos en él, en su hijo y en su nieto (hay que decir, en mi beneficio, que ambos, papá e hijo, fueron padres desde muy jóvenes).
Me siento agradecida y orgullosa de mi edad. Sé que mi vigencia no se debe a la nostalgia, sino a que sigo más viva que nunca, con las carnes más firmes que nunca, más bonita que nunca y, a diferencia de todas las jovencitas que pueden tenerme envidia, más nutrida por todo mi pasado que nunca. Acá las estoy esperando,en todo caso.