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12 de diciembre de 2007

Andrés Cepeda como Mariachi

Por: Andrés Cepeda
| Foto: Andrés Cepeda


En un cuarto que no es más grande que un baño chiquito me esperaban mis nuevos compañeros de ruta, Los Potrillos. Tipos alegres, con ganas y elegantes, que no ahorraban risas mientras se vestían, me recibieron como el cantante invitado de la noche con todos los rituales propios que se acostumbran. No es la primera vez que canto en vivo con un mariachi, pues en algunas de mis grabaciones he incluido violines, trompetas y guitarrones. Pero esta noche, más que un invitado, soy un integrante adicional de la banda.
 

Apenas entro al camerino empiezo a sudar. El flash de la cámara, los chistes de mis compañeros que no perdonan ni al más antiguo, mucho menos al más nuevo, la incertidumbre de si alguno de los trajes de charro se acomodará a mi fisonomía, tan diferente a la de los charros, tener que empelotarme delante la producción entera en un cuarto de dos por dos metros junto con otras 20 personas que esperan mi salida triunfal, no es un escenario cómodo, y menos cuando pienso en las tarimas que acostumbro. Pero bueno, mejor, así tendré más cercanía con el público. Me pregunto qué me van a preguntar, qué chiste van a hacer. Pero yo, callado, nervioso, me cambio y transpiro mientras trato de embutirme en el traje.
 

Podría entrar el mismísimo Benito Juárez a este diminuto camerino: los tipos no se inmutan, siguen burlándose de la situación. Hay un televisor a todo volumen, un bloque de casilleros y una barra para colgar los vestidos de mariachi. Uno de ellos será el mío. Esta noche todos estarán vestidos de negro, yo de gris y el otro cantante, mi mentor, de amarillo. Desde un principio hubo dos posibilidades para mi traje de charro: uno verde, con un águila en la espalda, que al final no me ajustó por ancho y corto, y uno gris, que finalmente escogí, prestado por los colegas, que me calzó perfecto. Su pantalón con flecos, chaleco y chaqueta, iban mejor que bien con la guayabera, las botas tejanas e incluso el típico corbatincito hecho con cinta de seda. Sospecho que por la falta de costumbre, el nuevo atuendo será una molestia para cantar.
 

En ese sótano y en ese calor infernal empezó una noche inolvidable. Al salir del tocador, mis nuevos cofrades me contaron con qué canción empezaríamos justo en el momento de entrar en fila india al restaurante y qué hacer en mi primera parada en la barra, que esta vez será para marcar tarjeta. Yo, con ganas de un trago, subordinado a las órdenes de Miguel, el director, me acoplo al entorno, miro alrededor y descubro que hace mucho tiempo que no sentía tanta ansiedad. Así empezamos.
 

A pesar de la estrecha relación profesional que he tenido con los mariachis a lo largo de mi carrera, mi gusto por México se lo debo al tequila. Soy tequilero y corralejero para ser más preciso. Pero la intención acá no es demostrar cuánto me gusta México, sino rendirle un homenaje a los músicos que decidieron seguir la tradición del charro en Colombia, normalmente signados por un talento prodigioso, una carrera esforzadísima y una cotidianidad incierta.
 

El nombre de la agrupación es Los Potrillos. Gracias a Fernando Valente, una autoridad en el tema, estos 12 músicos se reunieron hace tres años y desde entonces mantienen una relación laboral y personal maravillosa a la que me fui integrando con el tiempo. Al chiquito, en la guitarra, lo llaman Timón. Al cantante lo conocen como el Talibán Ranchero, por supuesto desde el 11 de septiembre, dicen que por malo. A Elvis, en el violín, le dicen Tangasucia, dizque porque alguna vez llegó de tanga en vez de calzoncillos.
 

Entiendo que mucha gente puede pensar que esos charros son músicos empíricos, graduados en el día a día y con máster en serenatas, pero hablando con ellos me di cuenta de que la gran mayoría proviene del conservatorio. Pero si algo sentí en el ambiente, si algo concluí sobre los músicos anónimos, es que están plenamente satisfechos con su oficio. Porque están representando un folclor, una cultura, una manera de vivir y de sentir cierta música, de la misma manera en que una sinfónica siente una obra clásica. Y no es que sean una copia de los mexicanos, como muchos piensan: están influenciados, sí, pero el mariachi colombiano tiene una identidad propia. Como hay rock y pop colombiano, también hay mariachi criollo. Por supuesto, hablan de instituciones como el Mariachi Sol de México y el Mariachi Vargas de Tecalitlán como sus grandes modelos a seguir, pero Los Potrillos son dueños de un sonido auténtico, que han dado a conocer en todo tipo de tablados, plazas de toros, ferias y fiestas en el Eje Cafetero, la Costa y Antioquia.
 

Es muy poca la semejanza de este tipo de mariachi, una organización al servicio de un establecimiento como Plaza Garibaldi, con un mariachi serenatero y rebuscador de la calle bogotana. Mis compañeros parecen relojitos. Cuando se les pide empezar, empiezan. Cuando se les indica tocar, tocan. Cuando deben cantar, cantan. Y todo lo hacen con una coordinación de milésimas de segundo. Es como si hubieran nacido sabiéndose las canciones. No hay errores. La ventaja de eso es que no hubo que gastar mucho tiempo en ensayos.
 

Me impresiona lo pilos que son con todo: toman muy poco, trabajan de lunes a sábado, de 9:00 p.m. a 3:00 a.m., ensayan tres días de la semana, algunos estudian y, lo mejor, le cobran una multa de 10.000 por hora a quien llegue tarde y yo, obvio, no fui la excepción.
 

Cada uno de los integrantes del mariachi Los Potrillos devenga un salario fijo de 1.200.000 pesos, y gana alrededor de un millón más en propinas y serenatas adicionales. Los rebuscadores, en cambio, tienen una vida muy distinta: no hay horario. De la avenida Caracas parten hacia cualquier tipo de serenata, prestándose los músicos entre ellos. No cobran más de 150.000 pesos por toque y son comunes entre ellos los problemas de alcohol, lo que da por resultado una serenata de una euforia extraordinaria, pero con una interpretación no tan afortunada. En la producción de esta crónica hablamos con varios de ellos y pudimos concluir que se trata de otra cultura, mucho menos ordenada, más guerrera y pendiente de otros objetivos.
 

Así pues, en este contexto, llega el momento de pararse en la tarima a cantar. No hay mucha gente a la hora de la primera tanda. Por eso, decido que es mejor dejarlos tocar las primeras canciones sin mí, para verlos desde afuera y tener una perspectiva más clara de dónde y cómo es que me voy a desenvolver como mariachi. En el acto, aprovecho para nivelar con uno que otro tequila.
 

Mi primera aparición en escena es para cantar Embrujo, canción que hizo parte de mi primer disco, Sé morir. El resultado es excelente. Sin haberla ensayado, logramos que la gente cantara, bailara y, como era de esperarse, usaran todos la cámara del celular para captar el momento. Nosotros, Los Potrillos, hasta coreografía pudimos improvisar en tarima. Lo negativo, sin embargo, fue que se confirmaron mis sospechas: el corbatín es bastante incómodo para cantar, pero debo respetar el uniforme, por lo que aguanto con estoicismo.
 

Así pasa la primera tanda de seis canciones, en la que intervengo una sola vez. De ahí al tequila, por supuesto, hay apenas un paso. Empezamos con uno blanco, José Cuervo, que no está tan bueno, y seguimos con uno añejo, Corralejo, mi preferido, impresionante. Ya entonados, decidimos hacer de una vez, en la hora de descanso entre tanda y tanda, una serenata que teníamos programada.
 

Las 20 personas que conforman la comitiva entre mariachis, gente de producción de SoHo y un par de amigos míos llegamos al apartamento de la homenajeada. ¡Qué capacidad la de estos hombres para hacer silencio mientras hacen su sorpresiva aparición! Claro, me decían, el sigilo, la incertidumbre, esa ansiedad que sienten antes de llegar a dar la bomba en una casa con la célebre fanfarria de La Negra (Negrita de mis pesares,/ ojos de papel volando...), es parte de su rutina.
 

Subimos en varios viajes, en dos ascensores, y llegamos a un cuarto piso. De una empezaron ellos con su característico tema de introducción. Yo veía la cosa de lejos, algo escondido, para sorprender en la tercera canción. Carolina Pardo, la receptora del homenaje, lleva a su hija Victoria en el vientre hace seis meses. Al principio, la sorprendida y empiyamada Carolina no entendió muy bien por qué tanta parafernalia en pleno martes a las 10:00 p.m. "Por qué hoy, con qué motivo toda esta gente aquí, fotógrafo profesional de dónde", se preguntaba. Su amiga Alejandra, muy querida ella, es la responsable de la serenata.
 

Apenas concluye la segunda canción, Miguel, el director, anuncia Embrujo, el tema que ya había cantado en Plaza Garibaldi. Mi aparición, como una sombra desde la cocina de la casa, se dio en el primer verso: "No sé, mi negrita linda/ qué es lo que tengo en el corazón...". En medio de la concentración propia del cantante, noto que Carolina cambia radicalmente de color, se tapa la boca, se inclina con brusquedad hacía abajo y empieza a llorar, y Alejandra no se queda atrás. A mí la sacudida me conmueve y siento gran emoción de ver en Carolina una admiradora de mi trabajo y una fanática del mariachi. El corbatín, no obstante, sigue presionando y no me deja disfrutar el atuendo. La voz de la experiencia de quien luce a diario esta prenda, Tangasucia, me dice que el problema se soluciona soltando el ultimo botón de la camisa. Yo hago caso, y mi noche cambia completamente.
 

Después, volvemos de regreso a las camionetas, tequila en mano, otra vez hacia la 116 con 19, donde se encuentra nuestro hogar, donde cantamos como los hombres de la casa. Ahí sí, ya con gente, la fiesta empieza, una rumba inevitable armada de picada, quesadillas y, claro, Corralejo. El repertorio se amplía por obra y gracia de la euforia. Empezamos con La Bikina y reventamos el local con una versión balada, algo melancólica, de El guitarro. Por último, dado el éxito casi cabalístico que nos ha dado durante toda la noche, volvemos con Embrujo.
 

Definitivamente, toda noche que mezcle luna, brisa y trago con mariachi será de antemano la promesa de una reunión inolvidable. Ahora ya me siento del todo cómodo con mi traje, no solo quiero guardarlo sino que no me lo quiero quitar. Pero no es posible: no es mío y mañana, pasado mañana y en adelante, algún otro mariachi lo necesitará. Pero no me quedaré con la manos vacías y, antes de irme, pido los datos del sastre que me pueda confeccionar mi propio vestido de charro. Así que no se sorprendan si el día menos pensado, sin que SoHo me lo pida, me ven cantando vestido de mariachi de los pies a la cabeza.