Home

/

Historias

/

Artículo

12 de diciembre de 2007

Antonio Caballero

Antonio Caballero

Por: Antonio Caballero
| Foto: Antonio Caballero

Querido Niño Dios:

Y me quedo con dos dedos levantados, interrumpido el tecleo de esta carta, porque el problema empieza ahí. ¿Dios? No sé si existe Dios, y más bien supongo que no. Los que creen que sí, los que viven de predicar su existencia, me hacen dudar de ella: no puede estar en lo cierto gente tan espantosa. Esos curas católicos torvos e hipócritas, esos pastores protestantes torvos e hipócritas, esos mullás musulmanes, esos rabinos judíos, esos popes ortodoxos, esos torvos e hipócritas sacerdotes del shintoísmo. Me parecen tolerables, si acaso, los derviches giróvagos de Turquía, que no molestan a nadie (creo). Y en el caso de que existiera pese a todo, no creo que Dios sea un niño. Me parecería una irresponsabilidad de su parte. Tiene que ser un viejo, eterno de viejo, como tantas veces se ha dicho; y maligno. Comparto con ciertas sectas gnósticas la sospecha de que esta creación es obra de un demonio. Muy viejo, insisto, y muy malvado (con chispazos de luz). Un anciano terrible al que no se puede llamar "querido", como en la carta al Niño Dios, salvo por hipocresía, para comprar su benevolencia; pero que verdaderamente solo podría inspirar temor a los hombres "temerosos de Dios". Pues en todas las religiones es el mismo, macho o hembra, siempre horrible, dios del miedo y de la fuerza, del odio y de la venganza. El Baal de los cartagineses, con su vientre de horno crepitante de niños a la brasa. La Kali de los hindúes con sus muchos brazos adornados de cabezas cortadas, o la Coatlicue de los aztecas con su collar de corazones arrancados. O el rencoroso Jehová de los israelitas, dios de los ejércitos. Da igual: todos son el mismo viejo odioso, aunque pretenda disfrazarse de bebé con hoyuelos en los mofletes y en los codos para inspirar confianza. Así eran, asegura en sus cuentos terroríficos H.P. Lovecraft, los pavoroses dioses de Ctuluh de los mitos primigenios, anteriores a los más antiguos mitos: los padres de los mitos.

Los padres. Sí, eso sí lo creo. Por eso no me sorprendió en mi infancia, cuando me lo dijeron, que en realidad el Niño Dios son los papás.

De modo que no creo que exista Dios, y mucho menos que sea un niño, y en todo caso no lo quiero. Desde el encabezamiento, todo en esta carta es mentira. Como aquello de los papás.

Aunque lo de que sea mentira no está tampoco mal. El diablo (o sea Dios, si es cierta la convicción que tenemos los gnósticos y yo), ha sido siempre llamado el Padre de la Mentira.

Y, de todas maneras, ¿por qué escribirle al Niño Dios? Suponiendo posible, ya digo, semejante inconcebible engendro: un niño que es Dios. "Engendrado, no hecho", dice formalmente el Credo de Nicea, credo en que no creo. Lo de escribirle al Niño Dios en vez de, pongamos, a la gran Coatlicue; lo de escribirle al Niño Dios, además de ser cumplimiento de un compromiso con esta revista (¡que sabe Dios el trabajo que me está costando!). Porque Dios puede ser eso sí una exclamación de referencia; pero no un niño: sería un horror. Y qué horror, a propósito, es este de meterles a Dios en las cabezas crédulas a los niños mediante la carnada de que les va a traer regalos el 25 de diciembre: educarlos a través del soborno —si crees en mí te traeré regalos— o mediante el chantaje: no te traeré regalos si no crees en mí. Y en la mentira: no es Dios, son los papás.

Además de una tarea ineludible de compromiso, esto de escribirle una carta al Niño Dios es una venia que le hago a la tradición local. Pues si en vez de ser un adulto colombiano yo fuera, por ejemplo, un niño español, estaría ahora escribiéndoles una carta para pedirles regalos a los Reyes Magos, que no me los traerían en Navidad sino solo el 6 de enero, pero que también entonces seguirían siendo los papás (aunque otros papás). Y si fuera un niño francés o italiano, a Papá Noel o a la bruja Befana. O a Santa Claus. O a la Coca Cola directamente en este mundo globalizado sin pasar por sus distintas sucursales o representaciones o franquicias, como se llaman las diferentes religiones en términos de marketing. Pero le escribo a nuestro viejo Niño Dios bogotano. Otro niño viejo: un Niño Dios de infancia (la mía, no la suya), oloroso a la pólvora de fiesta que después prohibieron los alcaldes, ruidoso del totear de los voladores y del berrido de los niños quemados con volcanes o con velas romanas, empapado en la música reiterativa y alegre de los villancicos, que en ese entonces apenas estaban empezando a volverse mero acompañamiento de anuncios comerciales. Es el Niño Dios de la Novena de Aguinaldo en la voz monocorde de mi abuela y de mis tías, con los niños esperando los regalos y la pólvora y los tíos esperando el whisky en la noche bogotana de un azul resplandeciente:

—Acordáosohdulcísimoniñoquedijísteisalavenerablemargaritadelsantísimosacramentoestaspalabrastanconsoladorasparanuestrapobrehumanidadagobiadaydoliente: todoloquequieraspedir…

Y esta humanidad pedigüeña pide y pide, llena de confianza en que, como afirma la letra de la Novena, "nada le será negado". Y es poco lo que recibe, y encima hay que pagar. Lo de pedirles regalos a los dioses no es gratuito. Hay que leer con cuidado la letra menuda del contrato, ahí donde se enumeran las salvedades a la oferta y se detallan los compromisos contraídos.

A todo esto, como empecé diciendo, me veo mirando el comienzo de mi carta interrumpida, con dos dedos de la mano derecha alzados en el aire sobre el teclado de la máquina en ademán de bendecir y el índice de la izquierda estirado para regañar. Como esos Niños Dioses que en la misa de Gallo de la medianoche de la Nochebuena descienden como bólidos deslizándose a lo largo de un alambre desde las vigas del techo de la iglesia hasta el pesebre montado encima del altar, bendiciendo. Y me siento un impostor. Como debieras sentirte también tú, Niño Dios de mi carta, si los dioses tuvieran vergüenza. Sentirte un impostor por no existir y a la vez haber sido fabricado tantas veces, en pasta, en cera, en madera, en yeso, con tus bracitos abiertos y tu tuniquita rosada y tu letrerito pretencioso: "Yo reinaré". A sabiendas de que eres los papás.

Farsante.

(Veo que se me acabó el espacio, y todavía no he hecho la lista de los regalos que quiero que me traigas).

ANTONIO CABALLERO