3 de febrero de 2005

Antonio Caballero

Antonio Caballero

En mi juventud, cuando la izquierda existía, le decían a uno los compañeros de la izquierda:
-Le vamos a hacer una autocrítica, compañero.
Y se la hacían. Y -dependiendo del caso, del sitio, del momento- terminaba uno fusilado en las selvas de Colombia; o desfilando entre rechiflas populares por las calles del Pekín de la "revolución cultural"; o picando permafrost en la tundra de Siberia, más arriba del Círculo Glacial Ártico. Porque la izquierda, cuando existía, era implacable consigo misma.
No es por dármelas. Pero a mí una vez, en aquel París en fiestas de la llamada revolución de mayo de 1968, con todo y que eran fiestas de la izquierda, unos compañeros de la izquierda me quisieron hacer una autocrítica. No me dejé. Pretendían autocriticarme porque, puesto a escoger entre el maoísmo duro "línea Liu shao shi" y el maoísmo blando línea "Deng hsiao ping", yo preferí un tercero: el maoísmo de chiste línea "Saint-Germain-des-Prés", que era el barrio de París en donde se desarrollaba toda esta farsa. A los compañeros no les pareció chistoso. Tuve que huir. Porque conocía de antemano el resultado de la autocrítica que se disponían a hacerme en gavilla. Hubieran terminado vendiendo mi cadáver a un restaurante chino para que, desmechado y mezclado con camarones y un revoltijo de huevos y adobado con un chorrito de salsa de soya, hicieran conmigo un arroz con tres delicias.
(Los restaurantes chinos de Saint-Germain-des-Prés son, después de los de Hong Kong, los mejores del mundo. O lo eran en ese entonces. Desde que se acabó la izquierda ya no sé de dónde sacan la materia prima).
Una autocrítica en serio es eso: un despellejamiento. Un hervimiento vivo. En el medioevo llamaban "hervencia" a "la práctica que consistía en hervir en calderos a los criminales, que luego se colgaban en los caminos o en las puertas de las ciudades". Un suplicio horrendo y ejemplarizante. De esas hervencias, de esas despiadadas autocríticas a terceros, aprendí yo a hacer mis críticas a terceros. A los demás. Todos ustedes se habrán dado cuenta, sin duda, de cuán criticables son los demás. Para empezar, se llaman así: los que están de más. Los que sobran. Aunque no: no sobran. Hacen falta para ser pasto de la crítica. Carne de cañón.
Ahora me piden en esta revista SoHo que haga una crítica de mí mismo, como he hecho tantas críticas de tantos otros. O sea: que me haga una autocrítica de verdad. Y por todos los circunloquios que voy amontonando veo que me cuesta trabajo. Se nota que no tengo práctica.
Es que el de la autocrítica no es un género fácil. Por eso son tan escasas. Autocríticas serias, como Dios manda, no ha habido más de media docena en toda la historia. Es que la autocrítica no es natural, sino contraria a la naturaleza humana. Lo natural es más bien la autojustificación o el autoelogio, en la línea del Canto a mí mismo de Walt Whitman o de La historia me absolverá de Fidel Castro. La gente -tal como me sucede ahora a mí- tiende a creer que tiene razón. Quizás el mejor ejemplo sea el de aquel automovilista italiano que reposa en una tumba famosa del cementerio de Génova bajo una lápida mortuoria que lleva inscrita una sentencia, si se me permite el pleonasmo, lapidaria:
"Llevaba la vía".
Iba en contravía, en cambio, el camión de cuarenta toneladas contra el que se estrelló, y de cuyo conductor nada sabemos. Sospecho, eso sí, que salió ileso.
Vuelvo a lo que venía diciendo: no hay más que cuatro o cinco autocríticas de veras en cinco mil años de historia, y todas ellas son, si uno se fija, ejercicios de masoquismo. (Salvo, quizás, la de Sócrates que registra Platón en el Pedón, que es más bien un ejercicio de coquetería). Casi todas ellas vienen de la pluma de esos modelos de masoquismo que son los santos del santoral cristiano: las Confesiones de San Agustín, la Vida de San Ignacio de Loyola, o la que por orden de su confesor escribió santa Teresa de Ávila. Todas ellas, en todo caso, publicadas póstumamente. Y están también, sí, las Confesiones de un laico, Juan Jacobo Rousseau. Pero lo cierto es que fueron escritas para defenderse de quienes, según creía Rousseau, lo criticaban a él. Es decir: de quienes querían hacerle lo que en mi juventud de izquierda se llamaba una autocrítica.
Vean ustedes, lectores, cómo empezaba a autocriticarse Rousseau:
"Hipócrita lector, mi semejante, mi hermano."
¿Autocrítica eso? A mí me parece más bien crítica. El criticado no es Rousseau sino el lector, el semejante, el hermano. Tal vez fue Rousseau mismo el que por primera vez pronunció la fatídica frase:
-Le vamos a hacer una autocrítica, compañero.
Pero bueno. Va la mía. Como Sócrates, después de un buen rato de charla me resigno por fin a beber la cicuta.
¿Qué tengo yo de criticable? No se lo estoy preguntando al lector, que como ya sabemos es un hipócrita, sino que me lo pregunto a mí mismo. Es decir: se trata de una pregunta retórica. Y me respondo:
-No sé, no sé.¿La vanidad, tal vez?
No es solo un defecto mío, por supuesto. Muchas veces, con justicia, he criticado la vanidad de los otros: de los demás. Es más difícil criticarla en mí mismo, porque la encuentro mejor justificada, para qué negarlo. Pero al menos la reconozco (y reconocerán ustedes, hipócritas lectores, que no es fácil). Reconozco mi vanidad porque la noto hasta yo mismo, que soy tan indulgente. Podría, por vanidad, presentar mi vanidad como una pasión más noble: el orgullo o la soberbia. Pero no quiero hacerlo. La reconozco con humildad, autocríticamente, como lo que es en realidad: mera vanidad. Una pasión subalterna, algo mezquina. No me envanezco de ella.
Ahora bien: ese gran libro sapiencial que es el Eclesiastés asegura que "todo es vanidad". De modo que la mía tampoco será tan criticable ¿no? O, ya que a eso íbamos, tan autocriticable. Porque si nada menos que el Eclesiastés se ocupa de mi único defecto, que es este de la vulgarmente llamada vanidad, ¿cómo serán mis virtudes?
Las dejo a juicio del honrado lector. Porque si no paro aquí terminaré como aquel señorito sevillano del siglo XVI que sirvió de modelo para el "Don Juan" y se llamaba Miguel de Mañara: tan vanidoso que se hizo sepultar bajo una losa funeraria que proclamaba que yacía allí el más humilde de los hombres.