Cuando, a los sesenta y un años de edad, uno tiene de repente el capricho de tratar de recordar lo que fue el bachillerato y lo que fueron sus profesores, se da cuenta de que hace mucho tiempo olvidó todo. No solo los nombres y las caras de los profesores, y muy en especial los de literatura, sino las fechas históricas, las fórmulas químicas y matemáticas, la tabla periódica, las oraciones gramaticales y también las religiosas. Toda esa información desapareció completa en algún momento, hace por lo menos treinta años, como un bulto de papas que se hubiera caído de un camión a medianoche por un barranco. Se perdió y no pasó nada. Nadie se perjudicó por eso. Aquí estamos y aquí mismo estaríamos si no hubiéramos hecho primaria y bachillerato. Más sensato habría sido dedicar ese mortal tiempo entre campana y campana de clase a subirnos a los tejados, apedrear nidos de avispa, hacer globos de papel, elevar cometas y, entre una cosa y otra, leer los libros de la biblioteca del papá y de los tíos.
La biblioteca y los globos fueron la educación real. Lo del colegio fue un accidente atrabiliario. De Raskolnikov se acuerda uno; de lo que dijo el general Rondón (¿o era Rendón), poco o nada. Algo seguramente dijo en alguna batalla que quién sabe cuál haya sido, pero nadie sabe qué fue lo que dijo ni para qué. Eso, suponiendo que de verdad dijo lo que dijeron que dijo, pues la Historia es puro cartón que pasa por verdad; y así uno lograra recordar lo que dijo el general, lo más seguro fue que no lo dijo. O que lo dijo por joder a alguien y no por los motivos que se pensaban. En cambio a Carlos Jaramillo cayéndose del tejado se lo recuerda con todo detalle, como si uno hubiera estudiado perspectiva y composición. Como si uno tuviera, más que comprendida, interiorizada en la médula la ley de la gravedad de la Tierra y también la de la situación de aquel momento. Y ni se diga lo interiorizada que le quedó a Carlos. Y es como si a partir de la vivencia de lo del tejado uno ya no tuviera problema alguno —casi tan poco como lo tuvieron Li Po y Alberto Caeiro— en entender lo que es el Ser de lo que Es, es decir, los fundamentos de la Filosofía.
¿Se está diciendo aquí que la educación tal como la conocemos es inútil y además perjudicial?
Se está diciendo eso. No es la primera vez que se lo dice ni será la última. Lo dijeron los de Pink Floyd. Es una cuestión de ver con claridad para qué es la vida. Ya en la primaria uno puede ver que algunos compañeros de boca chiquita son como mezquinos y aduladores y delatores, y que después, incluso desde el bachillerato, se meten en política y aprenden a corromper y a ser corruptos, a fomentar la violencia, a hacer fortuna. Para eso no es la vida. ¿Para qué vivir si es para eso? ¿Cómo va uno a pensar que los presidentes que hemos tenido, aquí y en muchos países, son la encarnación del triunfo de la educación? ¿Cómo vamos a decirles a los niños que, si quieren llegar tan lejos como ellos, deben aprenderse las tablas? Habría que replantearse entonces lo que se entiende por llegar lejos. Y habría que explicarles a los niños que muchos expresidentes llegaron a lo que llegaron no por haberse aprendido las tablas —hasta el sol de hoy Bush no se las sabe—, sino por andar mezquinando por ahí, y delatando, y confabulando y adulándoles a los maestros mientras los demás condiscípulos elevaban cometas. Tratando, ellos sí, los cometeros, de llegar lejos en el verdadero sentido, es decir, de remontarlas alto.
No necesitamos más educación de aquella. Si toca regresar al colegio, pues se regresa, porque el Estado es más poderoso que el niño individual, pero, a partir de hoy, habría que empezar a negarse a aprender muchas cosas. El disparate que es la letra del himno nacional, por ejemplo, debe ir a la basura, pues sería irresponsable dejarlo por ahí donde pueda entontar a las generaciones futuras. Es más, todos los himnos nacionales de todos los países deberán ir a la basura. Nada que incite al nacionalismo deberá ser condonado, y menos en los colegios y las escuelas, que es de donde sale la carne de cañón para las guerras.
A partir de hoy los jóvenes y los niños deberían decidir lo que les interesa aprender. Los profesores trabajan para ellos, no al revés; y son los estudiantes quienes dan de comer a los maestros. De modo que si un profesor no explica trigonometría con alegría sino como queriendo joder a sus alumnos, o si otro los mata de aburrimiento a pesar de estar hablándoles de la terrible y maravillosa Ilíada, lo mejor es que salgan. Que sigan el camino del himno.