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15 de junio de 2004

Crónica

Bogotá por debajo

Hay 6.669 kilómetros de alcantarillado, familias enteras de desplazados, ratas del tamaño de conejos y toneladas de desechos tóxicos. Un periodista y un fotógrafo de SoHo conocieron la Bogotá del inframundo.

Por: Daniel Salazar

Bogotá está bonita. Es lo que todos comentamos mientras avanzamos en las camionetas de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado. Los esfuerzos de la Alcaldía la han embellecido, y ahora tiene una cara más agradable, más limpia. Hoy veremos qué tan bella es por debajo, porque vamos a pasar cien horas en su sistema de alcantarillado, una ciudadela subterránea -del mismo tamaño de la de arriba- que funciona como el ‘colon‘ escondido de los ciudadanos para que Bogotá se pueda seguir viendo así: bonita.

Llegamos al barrio Policarpa Salavarrieta, en la calle 3a Sur con 11, donde los andenes todavía conservan las líneas rojas y blancas de la última Navidad. El día está soleado. Hace poco, un habitante del sector reportó que en su garaje olía a podrido. Días después, el Acueducto estableció que bajo esa casa corre un colector de aguas negras de 180 centímetros de diámetro a donde vienen a parar, desde hace 50 años, todos los desechos del sector. El problema es que, por ley, está prohibido que funcionen tubos por debajo de las casas. "Esta ciudad ha crecido a punta de constructores piratas", me dice William Arango, el ingeniero de seguridad industrial. "A nosotros nos ha tocado corregir todo lo que ellos hicieron mal".

Nosotros venimos a acompañarlos a hacer una última inspección. Después, el tubo será sellado, llenado con concreto, y las aguas tendrán que conectarse con otro túnel que pasa justo al lado de este, bajo la calle, que es por donde se supone que tiene que pasar. Cuando levantan la tapa, del interior nos llega un vaho, un olor a humedad y podredumbre que nos hace contener la respiración a todos.

Trabajo sucio

Con los equipos puestos parecemos venidos de Chernobil: botas industriales tipo pantalón, chaqueta de neopreno, guantes antiácido, respirador, casco, linterna de minero, arneses y cuerdas. Las posibilidades de infección en un tubo de estos son extremadamente altas, así que la semana pasada nos tuvimos que vacunar contra tifo, hepatitis y tétano. Además, se nos dijo que no podemos bajar con heridas abiertas.

En el interior de las alcantarillas se acumulan grandes concentraciones de gas metano y ácido sulfhídrico, como producto de la descomposición orgánica. El ácido sulfhídrico es un gas venenoso capaz de causar un coma cerebral en minutos y el gas metano tiene una honda explosiva de un kilómetro por segundo al encenderse. "Pura rutina de trabajo", dice Gregorio Faria, representante de Salud Ocupacional de la Empresa. "Son gajes del oficio y alguien lo tiene que hacer, como dicen por ahí". Luego de una revisión previa, nos dicen que, a pesar del hedor, no corremos ningún peligro.
Debajo de Bogotá hay 6.669 kilómetros de alcantarillado, a donde llegan cerca de 11,6 metros cúbicos de aguas residuales por segundo. Eso equivale a llenar algo más de once piscinas olímpicas cada hora y vaciarlas en el río Bogotá. En algunos sitios, los colectores son de hasta tres metros de diámetro, pero en este vamos a tener que andar agachados. Faria y Freddy Vásquez, el ingeniero del sector, van a ser los guías. "Lo primero que van a sentir es claustrofobia", dice Vásquez, "es muy normal al comienzo; así que lo mejor es respirar profundo y tranquilizarse".

El caudal es fuerte: el agua nos llega a los tobillos y el piso es resbaloso. Al fondo solo se ve un tubo de ladrillo que se extiende en la oscuridad. Comenzamos a avanzar lentamente, agarrándonos de una cuerda que no podemos soltar bajo ningún motivo. Debemos caminar despacio, arrastrando los pies y teniéndonos de las paredes para no caernos. Entre los chorros de agua que no dejan de caer por todos lados, se alcanzan a ver ratas del tamaño de conejos. El hedor es insoportable. El aire, pesado, sofocante; no se puede respirar. Cuando volvemos a fijarnos, el agua nos llega hasta los muslos. Está haciendo calor. creo que tengo mareo.

En estas condiciones trabajan todo el año los 500 miembros especializados de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá -algunos por solo 450 mil pesos- sacando más que todo basura. En el último año, se sacaron manualmente cerca de 70 mil toneladas -en su mayoría animales muertos, llantas, plásticos y material de construcción- porque estaban taponando los desagües. Esa es la principal causa de las inundaciones: canecas comunales por las alcantarillas destapadas.
De las 500 mil tapas y rejillas regadas por todo Bogotá, cada año se roban 9 mil. Eso le cuesta al Acueducto cerca de 8 mil millones de pesos anuales en solo reposiciones. Ahora las hacen en concreto, a ver si no se pierde tanta plata.

Antes de que podamos darnos cuenta, un chorro de agua nos cae desde arriba. "Cuidado", grita Freddy. "Córranse que va a caer mierda". Arriba, en la ciudad bonita, alguien acaba de soltar la taza del baño.

La antesala

A estos tubos solo baja el personal del Acueducto con sus equipos especializados. Los gases y las enfermedades hacen imposible la vida adentro, así que además de las enormes ratas no se ven muchos seres vivos por acá. La gente de las alcantarillas, la que se hizo famosa por su vida subterránea hace 20 años, vive en el alcantarillado pluvial: 1.640 kilómetros de tubos donde solo cae la lluvia, que se conectan entre sí y desembocan en los canales y los ríos. A ellos fuimos a conocerlos tres días antes, en compañía de la gente del acueducto.

Luego explicaré por qué, pero no puedo decir cuáles fueron los sitios que visité. Solo diré que el primero queda en un riachuelo contra los cerros, bajo un puente de cinco metros de alto. Allá, Zoilo y Zoila -él, un bogotano de 34 años, y ella, una guajira de 54, que viven desde hace veinte años juntos en ese puente, rodeados por una jauría de perros de todos los tamaños- nos dicen que si queremos conocer gente de las alcantarillas, debemos visitar a Nelson. Nos señalan un colector de aguas lluvias de 70 centímetros de diámetro a unos 100 metros del lugar.

Lo llamamos desde afuera, pero se demora en contestar: nos pregunta si somos policías. El olor a orines que sale del tubo nos hace dar arcadas. Luego de un rato, por fin accede a salir y se oyen sus pasos arrastrados. Del fondo de la oscuridad, como un monstruo de las profundidades, comienza a dibujarse su figura encorvada: un tipo cadavérico, desgreñado, que sale a la luz como el fantasma de una ciudad oculta. Un girardoteño de 36 años, que mide un metro ochenta de alto y vive, desde hace 12 años, en un tubo que ni siquiera le llega a la mitad.

Todos los días, cuando comienza la tarde, Nelson sale de su tubo a buscar comida y bazuco. Cuando llega la noche, se mete muy en el fondo para que no lo moleste la policía. Y en la negrura, en la estrechez y el hedor de sus propios orines, se fuma una papeleta tras otra, dos o tres por noche, junto a sus dos cobijas y una radio. "Al encierro uno se acostumbra", dice. "Lo malo son los bichos. Allá adentro hay mucha pulga, mucha cucaracha. la semana pasada me mordió una rata en el dedo y mire ahora cómo lo tengo de hinchado".

A Zoilo y a Zoila los visita de vez en cuando la policía. Les quema la casa y les espanta los perros por ilegales. Y desde arriba del puente, las pandillas les disparan por diversión. Por eso Nelson, como muchos otros, prefiere vivir adentro, en el fondo: se esconde en las profundidades de este mundo dantesco, en donde apesta y no amanece, para que nadie lo moleste. Nos dice que no le gusta hablar con nadie, y por eso nos deja para irse a buscar comida. Ya son cerca de las dos de la tarde y aún tiene que ir por el bazuco. Todos tenemos hambre y los almorzaderos ya comienzan a cerrar.

Home, sweet home

Son las seis de la tarde. En el Carulla de la 85 con 15 nos esperan Willington y Nelson, los brigadistas del Idipron, una entidad del gobierno, liderada por el padre Javier de Nicoló, especializada en niños de la calle. Willington apenas supera los veinte años; es uno de los rehabilitados por la institución. "El problema de esta gente es que nadie los puede obligar a cambiar de vida, tiene que ser voluntario", nos dice mientras visitamos algunos caños. "Nosotros llegamos, les damos pan y café, y les contamos de nuestros programas. Pero ellos no creen que necesitan ayuda y dejar el vicio a esas alturas es difícil".

Mientras corre la noche vamos conociendo los canales, las personas, sus historias. Gente que huyó de la violencia de sus casas para perderse en las drogas y la miseria. Los proyectos de urbanización los han desplazado, pero todavía quedan muchos. Arman cambuches debajo de los puentes o atrancan una tabla para dormir mientras el agua pasa por debajo. La mayoría es temerosa. Se niegan a que les tomen fotos. "Tienen miedo de que los boleteen", dice Nelson. "Por eso, les ruego que no digan qué sitios visitaron: se trata de salvar vidas".

Luego de recorrer un canal recién remodelado, llegamos a un puente de recicladores. Los cambuches bien alineados, arrinconados a los costados, dan la sensación de un vecindario. Algunos ya tienen divisiones: salas y dormitorios claustrofóbicos, decorados con las cosas que la gente arroja. "Algún día nos iremos de acá", dice una de las recicladoras. "Pero por ahora este es nuestro hogar; así que es mejor tenerlo bien bonito".

Un par de caños más tarde, le pregunto a Nelson si no es posible conocer a los que viven tubo adentro. "Imposible", me dice. "Eso es territorio de ellos. Si uno entra lo matan; es mejor esperarlos afuera".

Toribio y el Rolo

La luna se asoma tras los cerros cuando un hombre alto, de expresión grave y bigote nos recoge cerca del World Trade Center en un jeep. Lleva puesto un overol blanco de la Fundación Niños de los Andes. "Mucho gusto", nos dice. "Soy Jaime Jaramillo".

Jaramillo es el líder de un movimiento en pro de los niños de la calle que en treinta años de trabajo le ha dado la vuelta al mundo. Un ingeniero de petróleos que todas las noches se pone un overol es el único capaz de entrar a los túneles y salir vivo.

Nos dice que abajo ya no quedan niños. Su fundación y el Idipron los ha sacado a todos. Ambas entidades suman más de 43.750 niños en treinta años de trabajo. Pero todavía quedan los ‘largos‘, los adultos. Unos 250 en los canales y alrededor de 150 en las alcantarillas.

"¡Llegó papá Jaime!", grita Toribio, un ‘largo‘, cuando nos estacionamos junto a un caño. Detrás de él, con la mirada estrábica, aparece el Rolo, su compañero de cambuche. Jaramillo los encontró en ese mismo caño junto a otros 72 niños hace treinta años, cuando aún eran pequeños. Hoy en día, solo quedan ellos dos.

"Muéstreles su herida, Rolo", dice Jaramillo. El Rolo se levanta la camiseta y nos muestra un bulto envuelto en plástico a la altura del estómago. Hace dos años le salió una hernia y no han logrado convencerlo de que se opere. Desde entonces se la pasa de un lado para otro con las tripas afuera sin problema. "La esperanza de vida de esta gente es muy incierta, pero no porque se enfermen", nos dice a nosotros. "Ellos sufren mucho de diarreas y problemas respiratorios, pero el medio en el que viven los hace resistentes".

Sus causas de muerte son otras: cuando llueve, tienen que rezar por que el caudal no suba demasiado y se los lleve; y la limpieza social, que sigue muy fuerte, los está diezmando. "Antes la gente era terrible con ellos", nos dice Jaramillo. "Las pandillas abrían las alcantarillas, vaciaban un galonado de gasolina, y le prendían fuego a los que estaban adentro". Además, también se matan entre ellos. Por eso, al final, todos prefieren vivir en lo profundo, solitarios: porque en las alcantarillas, a pesar de todo, se protegen de la gente.

El Rolo y Toribio nos muestran el puente donde duermen. Al fondo se encuentran los desagües: tubos amplios donde duermen otros ‘largos‘. Son los túneles más extensos de Bogotá. Según Toribio, por ahí podemos llegar sin problemas hasta la avenida 26. Al final, luego de un pequeño tour, nos terminamos despidiendo. Mañana madrugaremos para visitar, con los del Acueducto, el Policarpa Salavarrieta.

El final del túnel

Apenas vamos a mitad de camino y estamos completamente embarrados. Faria me dice que en otros lugares hay tanto sedimento que es como caminar en lodo hasta la cintura. Solo que no es precisamente lodo lo que se acumula aquí. Cuando por fin salimos, la luz nos aturde. Recorrimos 79 metros en el inframundo de un solo barrio. Afuera, Bogotá sigue tranquila, soleada, limpia; nosotros estamos apestando. Creo que me cayeron gotas en la cara. Me puede dar una dermatitis. Hay que lavarse con agua limpia cuanto antes.

Más tarde, en mi casa, miro las burbujas del jabón que se filtra por el grifo de la ducha. Abajo conviven a escondidas todos los desechos de la condición humana sin que nadie lo note. Todo lo desagradable, lo vergonzoso, sobreviviendo en un mundo subterráneo que debe pasar inadvertido, funcionando a la perfección sin el mayor ruido, para que arriba la gente pueda vivir despreocupada, en la tranquilidad que brinda su ciudad bonita.

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