16 de noviembre de 2004

Buenos Aires, Tolima

Por: Fernando Quiroz

De verdad, no esperaba encontrar nada. No soy tan imbécil como para pretender que un cruce de caminos con nombre de capital tenga un café como el Tortoni, una avenida como Corrientes, un teatro como el General San Martín ni unas mujeres como las que se sientan a cebar mate en La Recoleta los sábados en la tarde. No esperaba encontrar nada del Buenos Aires en el que viví un año en este Buenos Aires que supe que existía hace apenas unas semanas.
No esperaba encontrar a la mujer de ojos verdes y piel casi blanca que se quedó mirándome esa tarde (cualquier tarde. sólo sé que eran casi las seis) cuando subí al tren en la estación Don Bosco para regresar a la Capital Federal, después de hablar tres o cuatro horas sobre su último libro con Griselda Gambaro.
Ni siquiera esperaba encontrar un tren.
Vi el esqueleto de unos rieles, eso sí, muy cerca de la estación de Policía. Unos pocos metros de hierro corroído: los únicos que dejaron en su sitio los ladrones que un día llegaron a Buenos Aires con una carta con sellos falsos de Ferrovías en la que les ordenaban retirar las huellas de un ferrocarril que alguna vez existió: curiosamente, el ferrocarril que sirvió de excusa para fundar tantos pueblos en este país sin memoria que lo dejó morir.
Antes de llegar a Ibagué, o poco después de salir de la capital tolimense rumbo a Girardot, el tren se detenía en este caserío que algún iluso bautizó con el nombre de Buenos Aires, "por los constantes y leves vientos que surcaban en forma permanente la meseta". Iluso: en 1959 se acabaron los buenos aires cuando empezó a operar la planta de Cementos Diamante y los cielos de este pedazo de tierra se nublaron con esa especie de nicotina que todos soportaban porque era un símbolo del desarrollo. Nada de raro que alguien hubiera propuesto cambiarle el nombre al corregimiento por el de Buenos Vientos: los buenos vientos de la modernidad.
Del tren, en todo caso, no quedan más que esos trozos de riel que ya ni siquiera corren paralelos, y una tienda de lata que se llama La Carrilera, que les ofrece cerveza y Tapa Roja, tamales y empanadas, a los camioneros que suben cansados del río Coello y no alcanzan a llegar hasta Ibagué. Creo que se llama Matilde la niña que atiende este local, en el que los borrachos van a orinar detrás de un aviso de Coca-Cola, donde hace mucho tiempo se paraban descalzos los niños de la vereda El Briceño a ofrecerles avena fría y bizcochos de achira a los pasajeros del tren. No tiene los ojos verdes como la muchacha que descendió en la estación de Avellaneda aquella tarde en que regresaba a Buenos Aires, Argentina, pero las tetas que asomaban por el escote de su blusa roja fueron capaces de inspirar los mismos malos pensamientos de aquella vez. Después de cinco o seis aguardientes me empezó a resultar tan atractiva como las porteñas que se sentaban a tomar Quilmes en la Plazoleta Cortázar, convencidas de que el desdén las iba volviendo cada vez más atractivas. Le dije a Ricardo Pinzón -el autor de las fotografías que ilustran estas páginas- que la mayoría de los conductores que se detenían allí no lo hacían para descansar de una jornada de varias horas moviendo por entre los laberintos de la cordillera Central el peso de cientos de toneladas en sus espaldas, sino para ver a Matilde en una escala técnica que les reclamaba el deseo. Ya se había dado cuenta cuando se lo dije, y también había descubierto que el suboficial de Policía que llevaba un buen rato metiéndole monedas a la rockola y sacándole corridos del norte de México tenía algo con ella. Por eso, me abstuve de preguntarle a Matilde si prestaba otros servicios, y después de la advertencia dejé de mirarla con tantas ganas cada vez que regresaba al mostrador después de servirnos otro par de aguardientes y nos ofrecía el espectáculo de un trasero redondo y firme que parecía a punto de salirse de un pantalón de jean que ha debido comprar una talla más grande.
Esa noche pensé que Matilde era la reina de Buenos Aires, Tolima. Una especie de Valeria Mazza que inspira a camioneros y agentes de Policía. Pero a la mañana siguiente, caminando bajo un calor de más de treinta grados por las calles de tierra de la urbanización Tovar y Delgado, me di cuenta de que en este Buenos Aires hay tantas mujeres hermosas, que si no fuera por el jején y por esa sensación de andar siempre empapado, me habría pensado muy en serio la posibilidad de quedarme allí dos o tres meses, dos o tres años, dos o tres vidas.
Enseñadas a medir sus palabras con los extranjeros -y extranjero, para ellas, es cualquiera que viva más allá de la quebrada Gualanday-, las niñas grandes de Buenos Aires parecen predestinadas para los muchachos que algún día terminarán trabajando en la cementera que hoy pertenece a Cemex de México, en alguna de las granjas que cada mes convierten miles de huevos en pollos listos para asar o en una de las dos haciendas dedicadas a la crianza de toros de lidia que existen en la región. Mientras les llega la hora, los jóvenes improvisan arcos con las piedras del camino y juegan fútbol todas las horas libres que les deja el estudio. Entusiasmados con la primera estrella del Deportes Tolima el año pasado, se inventaron su propio equipo (La Tolima) para matar el tiempo, para atraer las miradas de las niñas y para soñar con un golpe de suerte que los lleve algún día al Murillo Toro y después, por qué no, a La Bombonera, el estadio del Boca Juniors, levantado con ilusión por los trabajadores del puerto al lado de las casas de todos los colores que construían con el metal de los contenedores. Para soñar con llevar algún día la misma camiseta que han vestido colombianos como Jorge Bermúdez, el Chicho Serna, Óscar Córdoba, Amaranto Perea y Fabián Vargas, con el nombre de "xeneizes" en la espalda, que significa "genoveses": porque Buenos Aires, el de allá, es tierra de inmigrantes.
Buenos Aires, el de acá, también ha empezado a serlo. Aunque el corregimiento solo tiene 1.800 habitantes distribuidos en cuatro veredas, una de ellas, La Nueva Esperanza, está poblada por desplazados de Tamalameque, Pelaya y La Gloria.
Un amigo porteño que conoció la cana durante la dictadura miserable de Videla me contaba que sus cuatro abuelos, por un lado españoles y por el otro, italianos, llegaron a la Argentina a comienzos del siglo pasado en busca de la suerte que la guerra les había embolatado en Europa. Tres de ellos eran analfabetos y solo una abuela, que atendía un negocio de víveres cerca de Nápoles, tenía nociones elementales de escritura y podía emprender una suma de pocos dígitos. Dos generaciones después, mi amigo y todos sus primos habían conseguido un diploma universitario, y ninguno había pagado un solo peso por su educación.
A don Rogelio Pérez, que se quedó no más que con la muda que llevaba puesta cuando lo sacaron de sus tierras cordobesas, le costó muchos años de súplicas, de peleas y sobre todo de terquedad, lograr que el Estado le entregara para su gente una hacienda en Buenos Aires, en la que 70 familias aprendieron a vivir otra vez. Le costó mucho trabajo que la Secretaría de Educación le asignara los ocho profesores que hoy les dictan clases a 135 niños entre los cinco y los doce años, en los salones que improvisaron en las habitaciones grandes de una casaquinta que alguna vez perteneció a una de las familias más adineradas del Tolima.
Cuando por fin logré encontrar a don Rogelio en la puerta de la hacienda convertida en vereda, después de haber preguntado por él tantas veces y de haber demostrado que mis intenciones eran simplemente periodísticas, pensé por un instante, antes de que él o yo pronunciáramos palabra, que el azar me la estaba jugando. Tal vez no exista en las pampas que rodean a la capital argentina un hombre tan parecido a Martín Fierro. Está bien: tal vez no exista un hombre tan parecido al que yo imaginé para el gaucho inmortal. Otra vez. Está bien: debe haber cientos de miles más parecidos a Martín Fierro que aquel antioqueño crecido en el Tolima que un día encontró la suerte en las sabanas de Córdoba y otro día la perdió de repente. Tal vez nunca había imaginado al gaucho. Pero cuando vi a don Rogelio, iluminado apenas por momentos con las luces de los camiones que pasaban por la carretera al pie de la cual intentábamos hablar, cuando lo vi con sombrero y poncho y machete al cinto y cara de jinete y gestos de hombre curtido, viajé sin remedio al otro Buenos Aires. Me habría fascinado sentarlo a declamar la letra de José Hernández: Aquí me pongo a cantar al compás de la vigüela, que el hombre que lo desvela una pena estraordinaria, como la ave solitaria con el cantar se consuela. Lo cierto es que aceptó recibirnos a la mañana siguiente, y cantó su pena extraordinaria, y también cantó el consuelo de esa tozudez que le permitió conseguir para su gente salud, educación, techo y comida.
Tal vez no coma en este Buenos Aires carne tan buena como la que comía en Córdoba. Pero volvió a comer carne, después de tantos meses de sopas rendidas con exceso de agua, cuando se tomó con su gente la sede de la Defensoría del Pueblo en Bogotá.
No está mal, en todo caso, la carne de esas reses -casi todas blancas- que pastan y engordan en los potreros del Buenos Aires tolimense. Y bastan tres de ellas a la semana para darle de comer al corregimiento. Tres reses que sacrifican en la madrugada del sábado en los mataderos artesanales que ni siquiera tienen puertas ni paredes, como si el espectáculo no exigiera un poco de discreción. A la vista del que por allí pase buenamente, las amarran, las atontan, las desangran, las abren, las tajan y las cuelgan, convertidas en postas de carne fresca, para que cada quien escoja su pedazo.
No alcanzarían tres reses como estas para cubrir la demanda semanal de un restaurante como Siga la vaca, en el céntrico Puerto Madero, muy cerca de la Casa Rosada, en donde por poco menos de veinte mil pesos colombianos el comensal se puede dar una verdadera orgía no apta para vegetarianos, a punta de bifes y lomos, de chinchulines y chorizos, de vacío y matambrito tiernizado. Pero esa es otra historia. Ese es otro Buenos Aires: el del Tortoni y la avenida Corrientes, el del teatro General San Martín y las rubias de La Recoleta. Lejos, muy lejos de Ibagué.