20 de octubre de 2004
Cien horas como vendedor ambulante
El periodista y escritor alfredo molano vendió cigarrillos en un semáforo y pañuelos desechables en un bus, codo a codo con algunos de los 80.000 vendedores informales que tiene bogotá. descubrió un mundo en el que hasta las esquinas tienen dueño.
Por: Alfredo MolanoEs una verdad comprobada: los toros no se ven lo mismo desde la barrera que en el ruedo; una cosa es comprar en un semáforo un cigarrillo y otra venderlo. El reto que la revista SoHo me puso sobre la mesa fue grande: ser por unos días vendedor ambulante. En principio parecía una de esas experiencias que están de moda en el periodismo y que tienen gran mérito aunque no sean novedosas; después se convirtió para mí en un remedo de actuación, una prueba como la que les obligan a pasar a los candidatos que quieren ser grandes actores. Al final, el desafío se trasformó en un reportaje a mí mismo. Me daban vueltas los “osos” múltiples que podía estar haciendo. El oso pardo, es decir el de la oposición violenta de los “dueños” del puesto a un nuevo competidor. El oso rosado, o sea, el temor al ridículo; el oso gris, pasar desapercibido y no vender nada ni ser tenido en cuenta por nadie. Cada oso tenía su color y su costo. Darse a una experiencia rodeada de peligros reales es excitante y si uno falla, de todos modos su honra, por lo menos frente a su propio ego, se salva. Pero fracasar en una experiencia intrascendente podría ser peor, porque lo que se juega en este caso es un pulso entre los osos que uno tiene amarrados y la palabra empeñada.
Coger el cartón de cigarrillos, y meterme en el parche de los vendedores de semáforo fue un paso que di, como se tira un suicida al abismo: irreversible. Lo di un sábado a las 11 de la mañana en el semáforo de la calle 76 con carrera séptima. El sol estaba ya haciendo de las suyas en los trancones y en la piel de los vendedores. Los temores, sobre todo al ridículo, me atacaban sin concesión alguna. El “parche” de vendedores me miró primero con curiosidad -lo que me dio un respiro- y luego con una suspicacia que de pronto adquirió tonos serios: “¿quién es usted?”, me preguntó un vendedor de aditamentos para celular. La respuesta más fácil habría sido, un periodista, pero ella me hubiera cerrado la puerta que yo quería abrir: trabajar hombro a hombro con los “rebuscadores”. Tampoco podía negar a los que a esa hora ya voceaban El Espectador, donde yo escribo. Hubiera podido disculparme diciendo que una cosa es ser periodista y otra columnista, pero, claro, la diferencia les habría sabido a embuste. Les respondí que yo tenía como ellos necesidad de ganarme la vida, y aunque supe que no los había convencido, aceptaron el argumento. Al rato, sin embargo, una de las vendedoras de flores, se me acercó y me dijo: “patroncito, por hoy trabaje, pero mañana búsquese otro puesto, porque aquí ya somos demasiados. Cuente no más: diez aquí por la carrera y otros diez más por la calle, son veinte. Y mire al otro lado: diez más trabajando con los que van de sur a norte”. Así era: treinta personas viviendo de márgenes pequeños de ganancia, que logran gracias a la oportunidad de vender algo que suele olvidarse: unas astromelias para la tiniebla, unos cigarrillos para que no falten, un manos libres para evitar el soborno al tránsito. La competencia en los semáforos es feroz. Es la ley del rebusque, impuesta por el desempleo. La gente tiene que vivir, así molesten a los comerciantes y a los niños bien educados en Boston. Porque, debo aclararlo: a los compradores en los semáforos les gusta esta oferta al detal, les evita tener que buscar un parqueadero y gastar media hora en la vuelta. Hay que agregar que -aunque deteste la comparación- en Barcelona, Washington y Los Ángeles, vendedores ambulantes, casetas, tanguis, y demás modalidades de rebusque, son la regla y no la excepción. No hay tal de que allá, en la civilización, se respeta el espacio público y aquí, país de cafres, no. Cualquier disculpa es útil para justificar los intereses de los comerciantes y el monopolio tributario.
Me paré, pues, en el estrechísimo separador de las vías: pero pies, manos y cara estaban paralizados. No sabía cómo romper de nuevo el bloqueo. Alguien me animó con un “hágale paisano que aquí todos somos de los mismos”. Me tranquilizó el reconocimiento y levanté el cartón de cigarrillos; grité, por fin, “malboro, malboro”. La voz salía como de una caverna, no tenía la música y desenvoltura con que los otros ofrecían su mercancía. Me traicionaban no solo el tono y la dicción -enredaba sílabas y palabras-, sino la posición del cuerpo. Era forzada, no atinaba a saber qué hacer con la mano que no sostenía el cartón; envidiaba la soltura y autenticidad de los verdaderos vendedores. Otro, “hágale” me sacó de las justificaciones, y un, “aquí hay que jalarle a la infantería”. En efecto, solo se vende si la gente -me decía alguno de mis parceros- ve el empeño; si uno se está quieto, desconfían”. Haciendo cuentas, uno de estos héroes en que se estaban convirtiendo mis compañeros puede caminar entre 20 y 30 kilómetros durante las ocho o diez horas que suelen camellar, llueva truene o relampaguee.
No había remedio. Volví a levantar el cartón y a caminar entre las dos vías. Cuando el semáforo se pone en rojo, los vendedores comienzan a vocear y a recorrer su camino de 40 metros; cuando la luz se pone en verde, se concentran bajo el semáforo. La verdad, no venden mucho. Me confesaba Zacarías, un opita que lleva 18 años trabajando en ese mismo sitio de la ciudad y que ha sacado tres hijos adelante, dos ya en la universidad, que “Ahora, el cigarrillo se vende poco, por lo menos en este semáforo”. La gente ha dejado de fumar. Si antes se vendía por cartones, ahora escasamente compran por cigarrillo y con derecho a candela. Ahora están de moda los cables para celular y los chicles ácidos. En ese mismo momento percibí que alguien me miraba. Un viejo amigo, ex funcionario de la Fiscalía. No sabía si mirarme de frente o de lado, si comprarme un paquete o mirar fijamente el cambio de semáforo y, claro, si saludarme o ignorarme. El cambio de luz nos salvó a los dos. Yo seguí más que vendiendo, caminando, “tirando semáforo”. Los vehículos pasaban al lado como exhalaciones del diablo. Muchos vendedores han sido golpeados. Efraín quedó renco cuando una camioneta lo atropelló. El “accidente” -dudo en llamarlo así- fue hace 8 meses y apenas hace tres volvió al semáforo. Una cuatro por cuatro blindada y con vidrios polarizados -tan familiares hoy en el norte de la ciudad- le rompió una pierna en cuatro partes. En el hospital medio lo arreglaron. La convalecencia duró seis meses hasta que pudo volver a caminar. Sobra decir que fueron sus compañeros de parche los que le colaboraron para pagar los remedios y no el dueño o el chofer del vehículo. Vista desde la acera, la agresividad de las caravanas de carros blindados -que dejan ver los cañones de sus armas y que no respetan ninguna ley porque gozan de licencias 007- es inexcusable y por tanto insultante para un ciudadano. El hecho escueto es que no reconocen derecho distinto al de su “seguridad” y todas las normas se deben ceder a su paso.
El segundo encuentro fue con mi cardiólogo, que había visitado el día anterior. El hombre quedó mudo. Me trató de saludar con una risita huidiza y medio cómplice con la que quería dejar la puerta de salida abierta, caso en que yo no le respondiera. Como en efecto, para jugar, hice para confundirlo más. Tuve que llamarlo al día siguiente para excusarme. No salía de su asombro. Me dijo, “casi me desencadena un infarto. La próxima vez, por lo menos, responda al asombro”.
Pero fue más insólito el encuentro con mi hijo. Manejaba un carro prestado y por eso no lo reconocí hasta que frenó frente a mí y me gritó entre sorprendido y asustado:
-Papá, ¿qué haces? ¡Deja de pendejear y de hacerte el payaso!
-No, hijo, le respondí abochornado, estoy trabajando.
-Me dijo: yo te los compro todos.
-No, hijo, nadie puede escribir por mí.
Mi explicación lo dejó más tranquilo, el semáforo cambió, y se parqueó más adelante. Me miraba tan sorprendido, como un policía bachiller que me observaba desde hacía rato y quien le preguntó por fin a mi hijo:
-Y ese señor tan raro qué será lo que hace, porque lleva tiempo sin vender nada.
-No, pues no sé. Le respondió. Será un hippie viejo.