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10 de abril de 2006

Comelones Anónimos

Se comen a escondidas lo que quedó de la lonchera de sus hijos, almuerzan tres veces al día y pueden devorar en minutos una caja de brownies. Una tarde en compañía de los apetitos más voraces del mundo.

Por: Andrés Arias

Del test de quince preguntas que sirven para saber si se es o no comedor compulsivo, yo respondí afirmativamente a cuatro. Y según dicen, basta con responder afirmativamente a tres para ser adicto a la comida o estar muy cerca de serlo.
Estos fueron los interrogantes a los que respondí afirmativamente: ¿Come usted cuando no tiene hambre? Sí. ¿Se da usted atracones de comida sin razón aparente? Sí. ¿Siente usted ansias de comer a una hora del día o de la noche distinta a la hora de comidas? Sí. ¿Come usted para escapar de las preocupaciones o de los problemas? Sí. ¡Sí! (Para quien lo quiera responder, basta con entrar a la página de los comedores compulsivos anónimos de Colombia www.ccacolombia.com).
Salgo angustiado del café internet y camino cabizbajo hasta el lugar en el que se va a llevar a cabo la reunión de hoy. Una de tantas: tan solo en Bogotá hay cuatro grupos distintos de comedores compulsivos, repartidos por toda la ciudad. También los hay en Medellín, Bucaramanga, Cali, Montería, Cartagena, Barranquilla, Manizales y Villavicencio, lo que se traduce en alrededor de 200 personas que en Colombia se reconocen como comedores compulsivos y que han buscado ayuda en terapias de grupo. Sin embargo, son -¿somos?- muchísimos más: se calcula que el diez por ciento de los colombianos tienen problemas de adicción a la comida, y que el 30 por ciento de los habitantes del planeta padecen esta enfermedad. El porcentaje en Estados Unidos y en algunos países de Europa es mucho más alto. Pero pocos lo reconocen, y aún menos buscan ayuda.
Diez minutos después estoy en el lugar indicado. Es sábado, son las 2:20 de la tarde y ahí está: una casa ochentera, de vidrios oscuros, alguna vez lujosa, de las que aún quedan en Santa Bárbara, y que ahora -antes de que la tumben- la alquilan a diversos grupos de trabajo social. Entro. Un salón para los alcohólicos, otro para los codependientes y uno más -diminuto- para los comedores compulsivos. Todos -alcohólicos, codependientes y comedores compulsivos- anónimos. No hay nombres, no hay caras: solo historias.
En el salón ya hay dos mujeres. Conozco a una de ellas: es Laura, la líder de este grupo. Hace seis años entró al programa, y pasó de pesar 100 kilos a 65. En sus peores días se robaba la lonchera de sus hijos y se la atarugaba solita y escondida. "Nunca se dieron cuenta: yo simplemente les compraba más comida", me dice.
La otra mujer, Julieta, se altera cuando le cuentan que soy periodista y se altera aún más cuando tras de mí entra Pilar, la fotógrafa, que acaba de llegar. "Tranquila -le dice Laura-, todos los nombres van a ser cambiados y en ninguna foto se van a mostrar las caras. ¿Cierto?". Pilar y yo asentimos. Julieta suspira.
Una a una, empiezan a llegar más mujeres. Unas gordísimas, otras gordas, otras rellenas, otras regulares y otras flacas, flaquísimas: de todo. Hasta que a las 2:30 el saloncito está repleto y apenas si caben los cuerpos de las once comedoras compulsivas. Y el de Pilar. Y el mío. Hace un calor perverso.
No hay hombres. Solo yo. Aunque de vez en cuando algunos asisten, la proporción es más o menos de uno por cada quince mujeres. No se trata de que los hombres no comamos compulsivamente (díganmelo a mí), sino de la verdadera razón que lleva a buscar ayuda a quienes asisten a estas reuniones: adelgazar. Todas estas mujeres llegaron aquí porque se cansaron de estar gordas, y de pronto, gracias al programa, se dieron cuenta de que su problema era más grave: tenían una compulsión, no podían dejar de comer por sus propios medios. Eran incapaces de servirse solo una porción de helado: se metían el pote entero y después corrían al supermercado a comprar más. La gordura era una simple consecuencia.
Y no nos digamos mentiras: a buena parte de los hombres nos importa un zapato tener diez o quince kilos de más, pero para todas las mujeres algo así es una tragedia, una catástrofe que las lleva de inmediato a buscar ayuda donde sea. Así descubren que son comedoras compulsivas, mientras nosotros, muy tranquilos, seguimos metiéndonos un paquete de galletas en cuestión de segundos.
De pronto, alguien pide silencio y dice: "Empecemos". Entonces todas las mujeres se ponen de pie y en coro rezan: "Señor, dame paciencia para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valor para cambiar las que sí puedo y sabiduría para reconocer la diferencia", una antigua oración adjudicada a San Francisco de Asís. Se sientan y, una a una, leen la versión "comedores compulsivos" de los ya famosos doce pasos de las terapias de Alcohólicos Anónimos. Es en estos doce pasos que se sustenta buena parte de las terapias grupales de adicción en el mundo. El número uno, en la versión de comedores compulsivos es: Admitimos que éramos impotentes ante la comida, que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables. El número dos: Llegamos a creer que solo un poder superior a nosotros mismos podría devolvernos el sano juicio. El número doce: Habiendo obtenido un despertar espiritual como resultado de estos pasos, tratamos de llevarles este mensaje a las personas que comen compulsivamente y tratamos de practicar estos principios en todos nuestros asuntos.
Estos pasos fueron adaptados por Rozanne, una norteamericana aún viva, que por sus propios medios no podía dejar de comer. Después de acompañar a un amigo a una reunión de Jugadores Anónimos y de buscar ayuda teórica en las reuniones de Alcohólicos Anónimos, la mujer se atrevió a fundar, el 19 de enero de 1960, la organización que es conocida mundialmente hoy por la sigla O.A. (Overeaters Anonymous): Comedores Compulsivos Anónimos. Una fundación sin ánimo de lucro, presente en cincuenta países, con más de 6.500 grupos, que se traducen en alrededor de cien mil personas: de los millones de adictos a la comida, solo cien mil se reconocen como tales.
El tema de conversación asignado para hoy es la aceptación. Una de las mujeres -la líder de hoy- lee un mensaje al respecto. Después dice: ¿Quién desea compartir?
Una señora alza la mano. Es la segunda vez que viene a una reunión de comedores compulsivos. No es muy gorda.
-Hola, soy Patricia, y soy. soy comedora compulsiva -y comienza a llorar. No es raro: hay una gran diferencia entre decir que se come mucho y reconocer que se tiene una enfermedad. Una enfermedad que es controlable, pero que no tiene cura. Una enfermedad para toda, toda la vida. Y, sobre todo, una enfermedad grave, que degenera en otras dolencias como la diabetes, la hipertensión, la artritis, los problemas renales, endocrinos, musculares y óseos, y, por supuesto, no en pocos casos, en el suicidio.
-Gracias, Patricia -dicen todas.
Otra mujer levanta la mano.
-Hola, soy Consuelo, y soy comedora compulsiva.
-Hola, Consuelo.
-A ver, tengo un balance excelente desde que estoy en Comedores Compulsivos -dice-, porque el año pasado bajé diez kilos y no los volví a subir. Pero estoy cansada de estar tan abstinente, y estoy empezando a comer compulsivamente. ¡Estoy mamada! (risas) ¡Estoy cansada de ser niña buena! ¡Y siento unas ganas de comer azúcar! No hay pastel gloria ni oblea, ni arequipitos de los chiquitos que en este momento no sean el objetivo. Ahora estoy llena, pero sé que a las cinco de la tarde, si no me voy a cine con una amiga -delante de la cual me da pena comer, como me da pena delante de todo el mundo- me embuto lo que encuentre en cualquier tienda. Y me parece que esto no va a parar mañana. Estoy frustrada de estar tan formal durante tanto tiempo. Acepto que soy comedora compulsiva, sé que tengo ese problema, ¿pero cómo hago para parar de comer en este momento? ¿Cómo hago para no perder el esfuerzo que hice? No sé. Estoy esperando respuestas. Eso es todo.
-Gracias, Consuelo -dicen todas.
Algunas de ellas recuerdan que eran flaquísimas cuando niñas y que sus padres las obligaban a comer; otras recuerdan que siempre que hacían algo bien, eran premiadas con comida; y otras dicen que tuvieron una infancia muy solitaria, y las chocolatinas y los dulces se convirtieron en su mejor compañía. Pero ninguna de ellas tiene claras las razones que la llevaron a caer en la enfermedad. Solo saben que cada vez que sienten la más mínima emoción en su vida (buena o mala), tienen que correr a comer: si pelean con su esposo se atragantan con una torta, si cumplen años almuerzan tres veces, si cae un aguacero se comen una caja de brownies. Y no pueden parar. Por ejemplo:
-Hola, soy Teresa, y soy comedora compulsiva -dice una mujer joven y rubia.
-Hola, Teresa.
-Desde la semana pasada estoy rodada (risas). El martes me hicieron una endoscopia y me dijeron que tocaba sacarme otra biopsia. Salí de la clínica y ahí mismo me comí tres pasteles de arracacha con ají; ojalá hubiera sido solo uno. Son una delicia. Llegué a la casa: había arroz: me metí como ochenta platados; por la noche comí hartísimo; al otro día, ¡con un ánimo de tomar onces! Tomé onces, después comí. Ayer medio pude trancar. Pero me di cuenta de que soy como un merengue. Me tocan y ya: desbarajustada completamente. Y es con la comida, solo con la comida.
-Gracias, Teresa -dicen todas.
Mientras que a una persona común le bastan entre 1.500 y 2.600 calorías diarias, a un comedor compulsivo muy posiblemente se le dificulte parar aun a la altura de 4.000 o 5.000. Tanto, que algunos de ellos manejan presupuestos paralelos: no quieren que nadie se entere de que son adictos. Susana me confiesa que, durante sus tiempos más difíciles, sin que nadie lo supiera, cada mes se gastaba alrededor de 500 mil pesos en la compra de harinas y dulces, y en la visita -sola, por supuesto- a sus restaurantes favoritos.
-¿Alguien más quiere hablar? -pregunta la encargada.
-Hola, soy Dolores, y soy comedora compulsiva -dice una mujer muy delgada.
-Hola, Dolores.
-Esta es una enfermedad que es llevadera, pero es incurable -cuenta-. El martes tuve un inconveniente nada grave con el contador de la empresa porque no me suministró una información a tiempo. Y entonces me dijo: "Ya sé que está molesta conmigo y le traje esta chocolatina de regalo". "¿Cómo le explico que yo no como chocolatinas?", me dije. Pero yo no tengo por qué aparentar. Me la hubiera podido meter en la cartera. Acababa de desayunar. Eran las nueve de la mañana. Pues abrí la chocolatina, me la tragué y ni la saboreé. Si alguien me hubiera preguntado: ¿A qué te supo?, no le hubiera podido responder; no fue un placer habérmela comido. ¡Y eso me pegó una disparada! Duré dos días comiendo como loca, hasta que caí en la cuenta y me dije: "¡Dolores, por favor!". Uno nunca se cura. Ya entiendo por qué los alcohólicos no se pueden comer un chocolatín que tenga un trago de ron porque vuelven y recaen.
-Gracias, Dolores.
Después de aceptarse como comedores compulsivos -y en medio del cumplimiento de los doce pasos y de un plan diario de comidas-, quienes tienen esta enfermedad empiezan a ubicar lo que ellos llaman ‘platos alcohólicos‘: aquellos ante los que definitivamente no se pueden controlar y de los que serán incapaces de comer solo una porción. Casi siempre son harinas y dulces. Los atracones que se meten con ellos pueden durar días enteros. Y siempre son privados. "Por ejemplo -me cuenta una bióloga que ha crecido con el estigma de ‘qué lastima que seas gorda, porque con esa cara tan bonita‘-, a mí a veces me preguntan por qué no bajo de peso si ven que como tan poquito; lo que no saben es que uno en privado se embute como desesperado"; y se embute de ‘platos alcohólicos‘. Es realmente a ellos, por encima de la comida en general, a lo que estas personas son adictas. Y así como los alcohólicos que entran a terapia no pueden volver a probar un trago en su vida, estas comedoras compulsivas deben entrar en una abstinencia para siempre: Leticia no puede probar nunca más las galletas y los chocolates; Consuelo, el arequipe y los helados; Mariana, las arepas y los brownies; Alba, las empanadas y los pasteles, y así. Cada una tiene una lista de alimentos a los que es adicta y de los que se debe alejar: ni una migaja, ni una borona.
Pero como asumir que nunca más durante sus vidas podrán llevarse a la boca una porción de ese plato amado les resulta tan pesado, han aprendido a decir, todos los días, ‘solo por hoy‘: solo por hoy no comeré arequipe, solo por hoy no comeré empanadas, aunque sepan que ese ‘solo por hoy‘ implica la vida entera. Bueno, no tanto, porque aún todas caen.
Leticia, una señora muy gorda, me dice: "El plan es así: 3, 0, 1: tres comidas, cero trampas y solo por un día, solo por hoy".
Así, aunque todas estas mujeres han caído y siguen cayendo, consiguen resultados. Es por eso que muchas lucen tan delgadas: no solo han dejado de comer, sino que se han dado cuenta de que pueden expresar lo que sienten, de que no lo tienen que reprimir con un pastel.
-¿Quién más quiere compartir? -pregunta de nuevo la encargada de hoy.
-Hola, soy Laura, y soy comedora compulsiva -dice la líder.
-Hola, Laura.
-Ayer en la oficina, llegaron con unos roscones que olían. Ay, Dios mío bendito. ¡Qué horror! Creo que los empecé a oler desde la cuadra. ¡Olían! Cuando llegaron con ellos le dije a la gente: "¡Yo no puedo comer de eso!". Aprendí aquí a decir que no puedo, y es que no puedo. Y si alguien me pregunta por qué, le voy diciendo: "Soy comedora compulsiva y si me como uno, me como los de ustedes también, y pobrecitos; así que no me ofrezcan, a menos que estén dispuestos a dármelos todos". La persona se volteó y se fue. Nadie me rogó. En otra época yo hubiera dicho: "Es que me rogaron, me imploraron". ¡Paja! A mí nadie me ruega nada. Es que ofrecían y yo me tiraba a agarrar lo que fuera. Fue muy rico ver que podía decir que no podía. Llegué a mi casa y todo ha sido perfecto con la comida.
-Gracias, Laura.
Y después:
-Hola, soy Catalina, y soy comedora compulsiva.
-Hola, Catalina.
-Lo que me trajo al programa, y se lo he escuchado a muchas personas, es que ya la comida no me producía placer ni alivio; ni siquiera la saboreaba. Lo que me producía era un dolor impresionante, culpa, remordimiento (llora). Es que. esa es mi cocaína. ¡Esa es mi cocaína!
Su grito me hace reaccionar del letargo al que me ha llevado el calor. La encargada dice que ya es tiempo de cerrar la reunión. Todas se levantan y de nuevo hacen la oración de San Francisco de Asís. Después se despiden. Me quedo otro rato conversando con algunas de ellas.
Salgo del lugar y, sin darme cuenta, termino en una panadería: pido una torta de chocolate, un roscón, una almojábana y una gaseosa. ¿Tenía hambre? A ver. No. La verdad, no.