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12 de diciembre de 2011

Testimonios

Yo comí cabeza de burro en Bolivia

Allí se asaba la cabeza de Conchita y expedía un sabroso olor a carne a la brasa. Una hora después de rodear y contemplar el horno tradicional, se acercó un hombre corpulento que se las arregló para sacar una gran bandeja rectangular.

Por: Juan Manuel Montoya Vélez

Mi primer y último asado en La Chiquitanía, Bolivia, fue muy particular porque era una invitación especial de la etnia chiquitana y porque el plato fuerte fue Conchita, una burra que les había servido por siete años. Para llegar a este lugar, ubicado en el oriente boliviano, y degustar este plato tradicional llamado guatía —que es la cabeza aliñada de este animal—, tomé un avión desde Medellín hasta Santa Cruz, recorrí 460 kilómetros en bus por carretera destapada hasta San Ignacio de Velasco y otros cuatro más en mototaxi hasta al lugar del asado.

Por advertencia de Miguel, mi guía y traductor, me cuidé de no llegar temprano porque preparar el asado requería de mucho tiempo. Apenas me vio me puso un vaso de chicha de color grisáceo y textura lamosa en la mano, que me tomé procurando que no entrara en contacto con la parte interna de mi boca y se fuera directo al esófago. También me proveyó de un cuchillo y una yuca hervida, la guarnición oficial de los platos chiquitanos.

Entramos a una choza de tapia y nos sentamos en unos orillos junto a un horno de barro, estilo iglú, como en los que se hace arepa de chócolo. Allí se asaba la cabeza de Conchita y expedía un sabroso olor a carne a la brasa. Una hora después de rodear y contemplar el horno tradicional, se acercó un hombre corpulento que se las arregló para sacar una gran bandeja rectangular.

“¡Ya está lista la guatía!”, gritó. Todos los presentes se aglomeraron a contemplar la gran cabeza de burro asada, un manjar para los chiquitanos, concluí por la felicidad que se les veía en sus caras. Yo, por el contrario, no pude evitar ponerme verde del asombro, porque ese primer encuentro fue verdaderamente impactante.
Luego de reponerme del shock, vi cómo quitaban un alambre con el que habían cocido la piel del animal y untaban sus yucas con el jugo de la bandeja y cortaban un trozo de carne. Siguiendo el protocolo, también mojé mi pedazo de yuca en el jugo de la bandeja y corté mi pedazo de carne, mientras me enteraba por qué demoraba tanto hacerla.

El proceso de elaboración dura entre 10 y 12 horas. Por eso, quien la prepara debe levantarse a eso de las 4:00 de la madrugada si quiere ofrecer el asado a las 2:00 de la tarde. Todo empieza aliñando la cabeza: retirando la piel del cachete con un cuchillo sin desprenderla del todo y luego inyectándole con una jeringa a la carne, a los sesos y a la lengua una mezcla líquida de especias, cebolla, ajo, sal y caldo. Luego se cose el cachete que se había retirado con una especie de hilo metálico (muy parecido al alambre dulce) y se pone la cabeza boca abajo sobre una bandeja metálica para que se ase a fuego lento hasta que absorba las especias previamente inyectadas.

El burro tenía un sabor exquisito, en especial el cachete, era una carne supertierna y suave, similar a la de res, pero más fuerte. Seguimos con la quijada, la cual pasaban con dientes y todo, para que uno se la comiera como si fuera una costilla de vaca. Lo siguiente fue la lengua y no me dio tanto escozor, porque se me pareció a la de vaca.

Cada etapa superaba con creces a la anterior. Después de pasar por el cachete, la lengua y la quijada escuché decir: “¡Acá llega lo bueno!”. El hombre corpulento volteó lo que quedaba de la cabeza y con la culata del machete miniatura partió el cráneo en dos, dejando una grieta por la que se veía el cerebro, que revolvió hasta que se formó algo así como un pudín gelatinoso. “Es paté”, me dije. “Sabe a foie gras”, me repetía. Y la verdad no supo tan feo como imaginaba después de que se lo unté a la yuca, era casi como un dip de queso crema y finas hierbas pero caliente.

Ya cuando pensaba que nada más podía sorprenderme, el hombre corpulento hizo una nueva maniobra con su machete miniatura y vi salir el ojo de Conchita. “Esto es la tapa”, pensé. Sin embargo, me armé de valor y lo comí. Tenía la textura de una oreja de cerdo por fuera y al interior el aspecto de una ostra. No lo mordí, solo me lo tragué.

Después de esta comilona, que duró cerca de tres horas, me devolví por donde vine: en mototaxi, por la misma trocha, con la sensación de haber hecho algo prohibido y con el estómago revuelto, pero sin arrepentimientos de haberme comido a Conchita.

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