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12 de diciembre de 2011

Zona crónica

Comer en Cuba

Para nadie es un secreto que comer en Cuba es toda una proeza. Tanto así que sus propios habitantes han recurrido a lo imposible para satisfacer sus necesidades. Testimonio de un cubano que ha sido testigo de lo que la revolución de Fidel los ha llevado a hacer con tal de no morir de hambre.

Por: Ronaldo Menéndez

En Cuba la gula no es un pecado sino un milagro. Sobre todo a partir de aquel año 1989 en que fue declarado el tristemente célebre Periodo Especial. Después de que los cubanos escucháramos por un tiempo palabras raras como glasnost y perestroika, supimos de qué se trataba: ¡se evaporaba el sólido campo socialista! La mañana en que dio comienzo el siniestro Periodo Especial, después de un imperioso rumor que sirvió para que la gente se hiciera a la idea, vimos que las pizarras de las bodegas cambiaban su lista de viandas por un rotundo: “Pan y huevos, solo por la cartilla de racionamiento”.

La cartilla de racionamiento —conocida popularmente como ‘libreta de la bodega’— no se crea ni se destruye, se transforma. El propósito de la triste libretita es regular los productos básicos que puede comprar una familia cada mes: arroz, frijoles, aceite, jabón y poco más. Siempre sujeta a reducciones: ¿Que se muere la abuela? Al mes siguiente toca un kilo menos de arroz. ¿Que el niño cumple ocho años? Ya no le toca leche. ¿Que se derrumba el campo socialista? Pues el pan y los huevos ya no pueden adquirirse libremente, sino que son incluidos a la cartilla de la miseria. Ya se sabe: lo bueno, si breve, dos veces bueno. Principio que se aplica perversamente en la libreta de la bodega en Cuba.

Nadie podía creerlo. ¿El pan y el huevo de pronto estaban racionados? Aquello fue el comienzo de una debacle donde el único pan diario por persona se fue empequeñeciendo a velocidad de crisis y los huevos se convirtieron en los tres mosqueteros quincenales. ¿Cómo se alimenta alguien con un solo pan diario y tres o cuatro huevos a la quincena? ¿Cómo se las arregla una madre de familia para llenar la cacerola nuestra de cada día? That is the question, dirían los cazadores y recolectores de la tribu.

Pero el cazador-recolector cubano posee una imaginación a prueba de racionamientos. Así que la cosa fue derivando hacia una variopinta búsqueda de soluciones alternativas en ese país chico que de pronto era infierno grande. El inventario de lo que hizo la gente para comer puede dar lugar a un menú surrea(socia)lista que desbordaría el espacio de una revista. Contentémonos con algunos casos increíbles pero ciertos. Un plato distinto para cada día de la semana.

Lunes: Cerdo citadino al silencio. Desde tiempo inmemorial, el cerdo ha constituido la carne angular del soporte gastronómico dentro de la isla. A nadie nunca se le había ocurrido que aquellos animales podían domesticarse en las zonas más residenciales de la urbe.

Como los departamentos no contaban con la adecuada infraestructura para la cría de cerdos, la gente comenzó a criarlos dentro de las bañeras. Era el lugar idóneo, pues permitía, al abrir la ducha, canalizar los abundantes y muy olorosos detritos que el bicho producía. Por lo demás, una vez que la bestia pasaba de peso pluma a peso wélter y decidía dar la batalla por su libertad (no hay nada más inquieto que un cerdo citadino), los bordes redondeados y resbaladizos de la bañera anulaban tobogánicamente toda posibilidad de éxito. El animal podía patalear cuanto le viniera en gana, hasta que de tanto revolcarse hacia el fondo terminaba agotado y hambriento. Pero quedaba un grave problema por solucionar: el escándalo. Como cada mañana, yo y todo el vecindario despertábamos escuchando que un horizonte de cerdos chillaba muy lejos del río y muy cerca de nuestra vida. Pero he aquí que un extraño día se hizo el silencio. Y aunque ya mi madre me había explicado la extraordinaria causa de esto, quise verificarlo con mis propios ojos, por aquello de “ver para creer”. Entré a casa del último vecino que poseía un cerdo escandaloso, y allí estaba el veterinario. ¿Qué hacía aquel profesional de la salud porcina? Muy sencillo: la gente del vecindario le pagaba para que interviniera quirúrgicamente a los cerdos sustrayéndoles las cuerdas vocales.

Martes: Cocodrilo dentro de la ley. Con ese olfato que le ha granjeado a mi vecina Nieves fama de experta negociante, también ha conseguido criar su propio sustento. Tiene un par de saurios amarrados en el patio de su casa. Y Nieves me explica que un cocodrilo es de lo más rentable: come cualquier cosa, por tanto, cuando no hay comida lo alimenta con un mejunje de trapos hervidos y cartones remojados en azúcar. Jamás monta un escándalo. Persuade a los vándalos del barrio de no colarse a robar en su patio, posee una apetitosa carne tierna, y una vez sacrificado su piel es harto codiciada por los turistas. Y lo que es aún mejor: no existe una ley que le prohíba a la gente tener su cocodrilo amarrado en el patio. De modo que ni siquiera es ilegal. Es así como de vez en cuando se instala en la mesa de Nieves el estofado de cocodrilo.

Miércoles: Pollo gigante al cautiverio. El caso más sonado fue el de Pancho, el avestruz del zoo. Solía ser tan dócil que durante la misma hora de todas las mañanas, estiraba su cuello periscópico fuera de la jaula hasta alcanzar la ventana siempre abierta del director. El director le regalaba trozos de pan viejo y cáscaras de plátano. ¡Ah, Pancho! Nunca un ave tan fea había sido el bonito orgullo de un director de zoo. Pero el avestruz un día desapareció sin dejar rastro. Luego de pesquisas inquisitoriales, el azar dio indefectiblemente con la respuesta. Una de las niñas del barrio comentó en el colegio que en su casa no había qué comer y su papá había preparado para la cena un muslo de pollo ASÍ. Y al decir esto último abrió sus brazos tanto como pudo. La maestra continuó indagando y la niña orgullosa confesó que el pescuezo del pollo también era ASÍ, y el corazón y las alas eran ASÍ. Así fue como se supo que el director del zoo había engordado a Pancho y lo había servido en su mesa doméstica, pues casualmente la niña era la hija del director. Cundió el mal ejemplo, y poco a poco fue diezmada la comunidad de cocodrilos, ciertas especies de monos, todas las aves, algún que otro camélido y otros herbívoros.

Jueves: Conejo de altura. Al trepar al techo de mi casa constaté, como en un laberinto de espejos, que la totalidad del vecindario enviaba a sus vástagos avituallados para la pesca. El barrio se ensombrecía a causa de los apagones y de la escasez de bombillas. Alguien, probablemente uno de los hijos de Nieves, me impuso el más cauto silencio por medio de ostensibles gestos, y se ofreció a compartir la sección de alero que le correspondía para enseñarme los procedimientos técnicos de la pesca de altura. Se lanza en enérgica parábola la plomada con su cebo enganchado al anzuelo, de tal modo que permanezca hundida en algún vericueto oscuro de un tejado vecino. Esto era lo principal. Lo demás es el tacto de relojero, la experiencia y el rigor en la batalla. Cuando el gato muerde cebo se verifica un leve corrimiento del sedal, progresivo, hipócrita. Luego el gato se traga la carnada y empieza la lucha, porque el histérico genuflexo no comprende lo que le está sucediendo. Se voltea bocarriba, profiere alaridos desnaturalizados que parecen los de un recién nacido, aferra sus manos felinas a cuanta superficie encuentra a su paso, da saltos electrizados. La única manera de vencerlo es dando sedal, otorgándole un respiro que deprima sus fuerzas, otra vez recogiendo, otra vez dándole sedal y otra vez recogiendo drásticamente hasta que su cuerpo con ojos de loco quede colgando en la punta de la caña. Una vez despellejado y descabezado, se hace prácticamente imposible distinguir a un gato de un conejo. El nuevo espécimen había sido bautizado rigurosamente como ‘conejo de altura’.

Viernes: Bistec vegetariano de bajo costo. El hijo de Nieves tenía una bicicleta ucraniana y una imaginación bastante retorcida. Una de las cosas que más sufría la gente cuando en los trabajos les otorgaron bicicletas como medio de transporte era el calor. Pedalear dos horas, sin haber desayunado, bajo el sol del trópico es —como diría un célebre cantante— una experiencia religiosa. Así fue como al hijo de Nieves se le ocurrió la siguiente idea mientras sudaba pedaleando con el estómago vacío: la frazada de invierno que tengo en casa puede servir para llenar la barriga. Entonces se dio a la enigmática tarea de cortar en trozos pequeños su frazada. Los remoja en un aliño de naranja agria, ajo, sal y pimienta durante toda la noche. Y al día siguiente enharina cada trozo y los fríe en una enorme sartén industrial. Luego compra panes de contrabando, les mete aquello dentro calzado con unas hojas de lechuga, y se va pedaleando a las playas para vender los sándwiches. El hijo de Nieves ha dejado el trabajo, ahora es un solicitado chef de verano playero.

Sábado: Pizza anticonceptiva. Qué se la va a hacer, a todo el mundo le gusta la pizza. Dicen que fue inventada por los italianos como un recurso para no desechar el pan ni las sobras de salsa y queso del día anterior. Pero en el Periodo Especial cubano lo único que se puede comprar del queso son sus agujeros. Así que a alguien —un primo del hijo de Nieves, por ejemplo—, se le ocurre vender pizzas para todo el vecindario cada sábado. Y esto se le ocurre cuando intenta infructuosamente colocarse uno de esos pequeños preservativos chinos que regalaban en toda farmacia de los años ochenta. Al día siguiente prepara la masa, aplica la salsa de tomate y a cada pizza le coloca encima un par de preservativos chinos picados en trocitos. Una vez horneado aquello es suave, untuoso y elástico. Créanme que un preservativo derretido parece auténtica mozzarella. Y ya que la pizza surgió en Italia para aprovechar las sobras, la pregunta es, ¿el primo usaba preservativos vírgenes o reciclaba

Domingo: Gallina de mar. Dicen que la principal virtud del pescador es la paciencia, y el domingo no hay nada que hacer. Así que la gente que vive cerca del mar —casi todo el mundo, que Cuba es una isla flaca y larga— siempre merodea por la costa para ‘matar el tiempo’ o esperando ‘que caiga algo’. Y sin hacerse a la mar, sin tirar redes, sin siquiera tomarse el trabajo de lanzar el sedal con el anzuelo, con un poco de paciencia y oteando el horizonte se ve venir, de vez en cuando, algún pollo muerto de los rituales de santería. Generalmente viene sin cabeza —cosas del sacrificio— aunque con plumas. Los santeros deberían desplumar sus pollos antes de echarlos al mar en ofrenda, dice alguien. ¿Quieres venir a almorzar hoy a casa? No, gracias, no soy escrupuloso con la comida, pero tengo mis veleidades místicas. Además, quizá el ave viene flotando desde Haití.

Para la muestra, como suele decirse, un botón. He registrado aquí aquello que considero un aporte cubano a las gastronomías de posguerra. Hoy se habla mucho de la nouvelle cuisine, de la fusión y la cocina de autor, pero si nos ponemos rigurosos deberíamos aceptar que los cubanos fueron precursores. De una manera terrible. Y en honor a las verdades que aquí expongo, todo sea dicho: estos platos fructificaron en la etapa más tenaz de la crisis. No obstante, hoy la gente sigue con la tradición y el invento. Ya lo dice su gobierno: Cuba es y seguirá siendo un ejemplo.

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