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10 de septiembre de 2004

Cómo vive un loco

Usted se va por la Avenida Boyacá o por la Avenida 68. Derecho, derecho, hasta la autopista del Sur.

Por: Gonzalo Mallarino

📷Usted se va por la Avenida Boyacá o por la Avenida 68. Derecho, derecho, hasta la autopista del Sur. Pasa Bosa y luego Soacha y al momentico ya llega a la entrada para Sibaté. Está a unos diez minutos de la represa del Muña. A mano izquierda yendo hacia Fusa y Melgar. Esa carretera que va a Sibaté es bonita. Los invernaderos plásticos de las flores la afean un poco, pero hay pedazos bonitos. Colinas verdes, bosques de robles y ceibas, eucaliptos, viejas tapias de barro derruido por el viento y el tiempo.

Es la Sabana de Bogotá finalmente. Antes del pueblo está el albergue. El albergue para enfermos mentales. Se llama “La Colonia”. Se trata del “Centro Masculino Especial La Colonia, División de Salud Mental, Sección Sibaté, Beneficencia de Cundinamarca”. Para allá vamos. Mejor dicho, aquí llegamos ya. Estamos ante un portón grande de hierro y le estamos explicando al vigilante que tenemos permiso para entrar a ver a los pacientes. A uno de los pacientes en particular. Un esquizofrénico. Le explicamos que somos de la revista, que la Madre Cecilia, la directora del albergue, dejó dicho que veníamos. El vigilante se aparta del carro, abre el portón un poco, entra y vuelve a cerrar. Dos minutos después sale y nos dice que bueno. Que podemos entrar. Mientras nos bajamos del taxi me doy cuenta de que el vigilante está abriendo la puerta de par en par y que cuando me enderece y mire para adentro los voy a ver. A los que viven ahí. A los enfermos mentales. A los locos de Sibaté.

Me duele el estómago. Entramos y ellos empiezan a venir. A acercarse. Son varios. Cinco o seis. Diez ya. Veinte. Más. Treinta. Cincuenta. Más. Todos nos han visto ya y se acercan a saludarnos. A mirarnos de cerca. A tocarnos. Estamos delante de un patio inmenso. Con una huerta en un sector. Con unos rosales pelados y tristes en otro. Con bancas para sentarse. Con canchas de básquet. Con cercas bajas y pasto y jardines. Es un patio enorme. Diga usted del tamaño de una cancha de fútbol, si fuera cuadrada. De ese tamaño. Y a los cuatro lados del patio están los edificios. Los construyeron en 1926 los padres de San Juan de Dios. Son varios edificios.

Casi todos de una sola planta. Serán coloniales yo creo. Ya están muy viejos y sucios por fuera. Las muros quebrados, el yeso desprendido en las paredes, la madera de las vigas cubierta ahora con pintura manchada de mugre. Por dentro no. Por dentro los salones son limpios y aseados hasta el extremo. Son varios edificios. Todos con corredores de techos altísimos y con columnas. Algunos con barandales. Ahí está todo. Ya tiene usted una idea cabal del sitio. Todo está allí y todo funciona allí. Los dormitorios. La enfermería. El comedor. Los talleres. Los salones de clase. La iglesia. Los pabellones especiales. Los baños helados y grandes donde ya el aire es irrespirable. Las oficinas de la administración. La cocina. Fisioterapia. Gerontología. Estadística. Pediatría. Todo. Un salón para enfermos agresivos y violentos. Eso también.

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Bonil Pinto y sus compañeros se levantan a las seis y se bañan todos los días. Luego desayunan. El tiempo se mide por las comidas: media mañana a las diez y media, almuerzo a la una. La nube de pacientes nos lleva. Nos hace atravesar el patio como alzándonos por el aire y nos lleva hasta el edificio central. Las caras nos miran permanentemente. Se ríen. Se acercan para olernos. Están curiosos y desconcertados. Nos tocan las manos. La cara. El pelo. “Una moneda de cien, una moneda de cien”, dice uno tendiendo la mano, “así fuera de cincuenta pero déjeme yo le busco entre el bolsillo”. Así llegamos hasta donde una monjita. Una hermana vicentina. De San Vicente de Paul, que es la orden de las religiosas que cuidan el albergue.

Que cuidan a los enfermos. A los locos de Sibaté. Junto con un batallón de muchachos y muchachas empleados de la Beneficencia. “¿Ya lo encontraron?”, nos pregunta la monja de ojos azules y dulces, “él los está esperando hace rato”. Él. Él es Álvaro Bonil Pinto. A él venimos buscando. Para preguntarle. Para saber. Para tratar de entender qué pasa en el nombre de Dios en este lugar. “Vaya, Jaimito, llévelos”, le dice la hermana a uno de los internos, “a ver dónde es que está metido ‘El Abogado’. ‘El Abogado’ es Bonil Pinto. Como que así lo llaman. No sabemos todavía por qué. Nos vamos entonces a buscarlo por todas partes. Por todos los salones y galerías y pabellones que ya mencioné arriba. Nos acompañan Jaimito y uno al que le pusimos ‘El Ingeniero’, y otro muchacho de Líbano, Tolima, que lleva apretadas en una mano unas monas de chocolatina Jet, y finalmente uno al que le pusimos ‘Capitán Centella’, porque lleva un casco y hace unos ruidos como de nave espacial o motociclista. Salimos todos en procesión. Todos. Ya somos como amigos. Ya no me duele el estómago.

A todas partes donde entramos se hace un silencio. Nos saludan. Nos miran. Nos vuelven a escrutar otros que no nos habían visto llegar. Nosotros preguntamos “que si aquí está Bonil Pinto, ‘El Abogado’”. Pero no. No está. Solo están ellos. Moviéndose de atrás para adelante y de adelante para atrás. Hablando para sí en voz baja. Tendidos en camillas. Sentados hace décadas en sus sillas de ruedas. Están ahí torcidos y deformados. Oliendo y metiéndose los dedos por entre las narices y rascándose las axilas y los genitales. Están ellos. Uno que es calvo y tiene la cara muy roja está en una sillita también. Se voltea y a través del espacio que dejan el espaldar y el asiento se orina. El muchacho de la Beneficencia ya se dio cuenta y se va para allá a ayudarlo. “Salgamos de aquí”, decimos, “que aquí no está ‘El Abogado’”. Y salimos.

Entramos a muchas partes. Y nada. Vamos a entrar al pabellón de niños y adolescentes. Otra vez el estómago. Entonces alguien nos da voces. Es Bonil Pinto llamándonos. Viene sonriendo, con las manos en los bolsillos, atravesando el patio. Ya le dijeron. Le avisaron que llevábamos una hora buscándolo. Gracias a Dios llegó. Yo no quería ver a los niños enfermos. Bendito sea Dios. “¿Usted es el escritor?”, me pregunta, “¿cuál es su nombre?”. Yo le digo. “Yo conocí en Honda a uno que se apellidaba así”, me dice él, “era declamador”. Yo le digo que sí. Que era mi tío Víctor. Y miro a mis compañeros de la revista. Aterrados. Don Álvaro me dice que él y mis tías veraneaban en Honda. Que él, don Álvaro, es de Honda, que por eso los conoció. Yo le digo entonces a don Álvaro Bonil Pinto, ‘El Abogado’, que nos sentemos en aquella banca para que podamos conversar. Él dice que muy bien y nos vamos hacia allá con la bola de pacientes detrás. Los que viven allí. En el albergue. Los locos. “Don Álvaro”, le digo cuando ya nos sentamos, “¿usted por qué está aquí?”. “Porque estoy loco”, me contesta, “soy esquizofrénico”. Yo le pregunto entonces que qué es ser esquizofrénico.

Don Álvaro me explica que es como tener la cabeza partida en varias partes. Que hay momentos, antes, ya no, hay momentos en que ya no es él. “Tenía delirios”, me dice, “siempre veía manchones de sangre”. Después me dice que ahora no. Que gracias a Dios ya no le pasa. “Es por lo que ella ya no me puede matar”, dice, “ya se murió la maldita esa que me quería matar”. Yo le pregunto que quién. Que de quién está hablando. “Licel Trujillo”, contesta, “ella fue la que me partió la cabeza”. Ella fue la que le partió la cabeza a don Álvaro. Así fue. Así lo afirma él. En 1960 esa mujer se disgustó mucho con don Álvaro y le pegó con los puños y después lo empujó y él se cayó sobre la cabeza. Se hizo una lesión cerebral irreversible. Se puso a caminar por ahí. Por las calles. Sin ton ni son. Por muchas semanas y un policía lo encontró y se lo llevó a Medicina Legal.

De allá lo mandaron para acá. Para Sibaté. Desde entonces está aquí. Don Álvaro Bonil Pinto está interno hace cuarenta y tres años. Le pregunto, “¿cómo ha sido estar aquí tantos años?”. “Aquí es bueno”, me dice, “aquí se vive bien y las monjas nos cuidan y nos dan todo”. Dice también que este es el pabellón de enfermos crónicos, no agudos. Yo le pregunto que cuál es la diferencia. “No hay comportamientos sicóticos”, me dice, “no hay esquizofrenia ni manía depresiva”. Y me explica más. Me explica todo. Yo le digo entonces que él no me parece loco. Que me parece una persona normal. Lúcida. Él se ríe. “Ahora estoy leyendo Los bienes terrenales”, me dice, “y la República de Platón”. Y me dice que la República de Platón es el antecesor del socialismo. Y vuelve y me explica. Y bien. También ha estado leyendo en la clase con la profesora La Ilíada y La Odisea. Y a Victor Hugo.

Después dice que estudió derecho en la Universidad Libre. “Solo llegué hasta tercer año”, dice, “porque en ese momento fue que Licel Trujillo me partió la cabeza”. En ese momento también don Álvaro era cajero del Banco de Colombia. “Y secretario general”, dice, “de Sintrabancol”. “Eran épocas”, dice, “del patrón Camacho Roldán y del patrón Soto Pombo”. Dice que él es un hombre de izquierda. Que de Honda, de donde es él, era también López Pumarejo. “¿De allá de donde ustedes vienen?”, pregunta después, “¿eso no es de ellos?”. Yo le contesto que creo que sí. Que la revista creo que sí. “Ah”, dice don Álvaro, “saludes por allá”. “¿Y ahora, don Álvaro?”, le pregunto, “¿quién es el presidente ahora?”. Él contesta sin vacilar que Uribe Vélez. “Lo que pasa es que él”, dice, “es muy capitalista y no mira por los pobres”. Ya van siendo las diez y media. Ahora los van a llamar a todos para la media mañana. Colada y plátano. Se acuestan a las nueve de la noche todas las noches. Todos sin excepción. A esa hora apagan el televisor y les dan un sinogán. Se levantan a las seis y se bañan todos los días. Con agua caliente. Después desayunan. “A veces nos toca con agua fría”, dice Chocolatina moviendo la cabeza varias veces, “si la caldera no prende”. Van siendo las diez y media. Ya tendrán hambre. El almuerzo no es sino hasta la una. Papa, ensalada, fríjoles. Yo tengo hambre también. Ya no me duele el estómago para nada. Estoy sentado ahí con ellos.

Estamos don Álvaro y yo, y en derredor nuestro están ‘El Ingeniero’, ‘Capitán Centella’, ‘Chocolatina Jet’, un muchacho fornido y negro que es epiléptico, sentado en una silla de ruedas porque está sedado casi hasta la somnolencia, un viejo de dientes mellados y amarillos que nos repite una y otra vez que es de Mariquita, y otros que han ido llegando. A veces don Álvaro dice algo y hace reír a todo el grupo. Don Álvaro me dice que cuando llegó al albergue pagaba 500 pesos al mes. Cuarenta y tantos años después, sus hermanos pagan cien mil. Dice que no está seguro. Pero que cree que sí. Que cien mil o ciento veinte mil. “El tiempo vuela”, dice, “fíjese que ya estamos en el 2003″. Yo lo oigo decir mal el año, pero no lo corrijo. Él dice que ellos solo cuentan las semanas hasta el viernes. “El sábado es día de visita y el domingo de misa”, dice, “esos días no cuentan”. Entre los que sí cuentan van entonces cuarenta y tres años. El tiempo que don Álvaro Bonil Pinto lleva en “La Colonia” en Sibaté. Yo le pregunto ya casi al borde de despedirme, que cuándo cumple años, que cómo pasa la Navidad y esas fechas. “Yo nací un treinta y uno de diciembre”, dice, “soy capricornio”. Y me dice después que en Navidad y Año Nuevo están muy solos. Que las monjitas tratan de celebrar. Pero que él está solo. Que se siente solo.