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16 de noviembre de 2004

Confieso que adoro a Wálter Mercado

Por: Fernando Toledo

Y no me avergüenza. Su dilación ética es comparable con las de Ghandi, la madre Teresa o Buda, aunque ninguno de ellos contó con su talla física, lo cual salta a la vista, o con su capacidad de convocatoria. La sapiencia de su discurso, evidente en las apariciones mediáticas, y una generosidad que desconoce fronteras, lo han convertido en un santo que, si quisiera, podría fundar otra secta. El iluminado, cuyo nombre no escribo a menudo para no desgastarlo, es el alfa y omega del esoterismo, aun por encima de Mauricio Puerta, y, por ende, el gran maestro de las comunicaciones; Él -con mayúscula, para mantener intacto el sabor de metáfora que suele acompañarlo- personaliza a un padre y es el tutor de millones de personas; como si fuera poco, su existencia simboliza la del emigrante exitoso, lo cual no es de poca monta, y lo adorna un humanismo de una profundidad insondable.
Esa imagen ambigua a propósito, que como los ángeles parece no tener sexo, equivale a la de un moderno Oráculo de Delfos. Wálter, que me perdone por obviar el don, el doctor o el señor, ha logrado por sus méritos, y nada menos que en billetes verdes, convertirse en alguien de mayor renombre que Amparito Grisales, pero, a diferencia suya, con una sonrisa tan enigmática como la de Mona Lisa, que esconde un mohín de refinamiento. Su dominio de los auditorios, fruto de la flema y del sosiego, síntomas de una paz interior a toda prueba, hace crispar de ira al presidente Bush en estos tiempos preelectorales. La figura, que parece sacada de la leyenda de El Dorado en versión del Ballet de Colombia, es la de un hombre -a veces así lo parece- de una elegancia superior: un digno émulo de Elizabeth Arden y de Helena Rubinstein, antes de las cirugías de restauración a que se sometieron las divas de la belleza. Como si fuera poco, posee unas maneras de aristócrata, a las cuales solo se accede tras una larguísima madurez. ¿Quién no quisiera parecerse a Él? ¿Quién no codiciaría una grandeza de alma como la suya, esa distinción sin excesos, la piel de durazno que no precisa de afeites, y sus rizos de oro, propios de un serafín?
Tan ínclito personaje se ha rodeado de una atmósfera exquisita, aunque muchos resentidos pretendan soslayarla. Los sillones barnizados de Pintuco bruñido, las copias de la mejor calidad disponible en los almacenes de la Ocho Calle de los tapices del Renacimiento, los faroles venecianos de hoja lata y una luz que inmortaliza los atardeceres de los calendarios que reparte en las peluquerías de barrio Max Factor Hollywood, hacen parte de una puesta en escena que despierta en su clientela, incluido yo, una nostalgia irredimible por las monarquías distintas a las proclamadas el 11 de noviembre. A propósito, no dejó de ser un borrón que no lo hubiesen invitado al matrimonio de la realeza, donde sus vestimentas y la joyería coordinada hubiesen hecho desgreñar de envidia a Letizia y, desde luego, a Ágata Ruiz de la Prada. ¿Cómo no dejarse subyugar por las casacas de tela de Damasco; por los chalecos de terciopelo granate; por las camisas de Poi de soie de color aurora boreal, que parecen diseñadas por Amalín de Hasbún; por la sortijas, que como un flash adornan sus dedos de flácida serenidad, y por la abundancia de cadenas cuyos quilates, si bien le tuercen el pescuezo, le otorgan a su graciosa apariencia una dignidad inmarcesible?
El máximo poder de este dios de un nuevo Olimpo, sin embargo, reside en la palabra. Frases de una sencillez sugestiva, susurradas con voz de mezzosoprano retirada, como: "Si tiene algún problema, no dude en llamarme", o aún más avasalladoras, dichas con la cognición de un barítono octogenario, "llámeme ya, estoy para ayudarle", fundan su esencia, y avisan de una capacidad sin límites para solventar cualquier galimatías, por tan solo un puñado insignificante de dólares en comparación con los beneficios que reporta. A quienes nos decidimos a comunicarnos con él nos conmueve otra arista de su largueza: en contradicción de tantas otras abejas reinas que conocemos, porque lo es aunque a muchos les pese, ha creado una organización que garantizará la continuación de su obra. Aunque es muy posible que Él no responda todas las llamadas, -por mi parte nunca lo he logrado- una voz como la suya, sobre todo en lo que se refiere a una gnosis sin antecedentes fuera de la mitología, resuelve los más intricados problemas.
Por todo lo anterior, reitero que entre mis iconos, además de Laura en América, de Marbelle y de Raimundo Angulo, se encuentra Wálter Mercado, quien encabeza, por sobrados meritos, la lista de aquellos en cuyo interior se advierte la luz del reflector de tungsteno de la predestinación. ¡Un sueco o un francés no sabe de lo que se ha perdido por no haber nacido en este continente!