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12 de diciembre de 2011

Opinión

Contra las rotondas de comidas

Existe algo más humillante que usar zapatos ortopédicos en bachillerato, más vergonzoso que ponerse brackets después de los treinta y casi tan indigno como que una mamá siga amamantando a un hijo cuando este ya sabe caminar: darle vueltas durante horas a una plazoleta de comidas...

Por: Diego Rubio

Existe algo más humillante que usar zapatos ortopédicos en bachillerato, más vergonzoso que ponerse brackets después de los treinta y casi tan indigno como que una mamá siga amamantando a un hijo cuando este ya sabe caminar: darle vueltas durante horas a una plazoleta de comidas, bandeja en mano, haciendo piruetas para esquivar ese laberinto de mesas sin que se riegue la gaseosa encima de las servilletas y rogando para que, cuando por fin consiga dónde sentarse, las papas no se hayan emblandecido y la carne de la hamburguesa no esté fría y cauchuda.

Son las 12:30 de un viernes, el día que escogemos por lo general los oficinistas de raza para visitar una de esas apologías a la incomodidad que llamamos rotonda de comidas (o mall, como lo bautizaron los manizalitas en una pirueta idiomática bastante arribista). Parches de ingenieros jóvenes con vestidos de cuatro botones y esculturas hechas con toneladas de gel en sus propios pelos se ríen a carcajadas en los pasillos del centro comercial más cercano; combos de creativos con gafas negras —así no estén al aire libre— comentan la borrachera de la noche anterior; grupos de ejecutivas disfrutan de su jeans day o casual friday ojeando las vitrinas con los brazos cruzados (¿alguien me puede explicar por qué la mayoría de las mujeres caminan con los brazos cruzados cuando salen a almorzar). Y todos estos personajes se encontrarán, después de subir un Everest de escaleras eléctricas, en un entorno infernal: ese galpón inmenso de baldosa blanca y brillante, con miles de mesitas que están siempre ocupadas, o reservadas a punta de chaquetas y carteras, para más piedra.

Y ahí está, también, el vivo del lugar: ese que se para al lado de una pareja de viejitos y los presiona con su mirada amenazante para que acaben rápido con lo que les queda de sopita, de recado y de brevas con arequipe. Al tipo, experto en salidas alimentarias corporativas, los años de experiencia le han enseñado que los miembros de la tercera edad almuerzan media hora más temprano que el resto de la humanidad y, aunque no le sirve de nada, también sabe que piden siempre platos típicos cuando deciden comer en un establecimiento público.

Al ver a ese canchero, usted se siente intimidado por el entorno y no le queda otra que cranearse una estrategia para conseguir mesa. Divide entonces a sus compañeros en dos equipos (como esa vez que cumplieron las metas y el jefe los invitó a jugar paintball): unos se encargan de hacer fila en cualquiera de los locales tradicionales de comida rápida —que siempre están repletos— o en uno de esos sitios nuevos —perdidos en una esquina y con nombre de platillo: Cuchuco‘s— en los que no comen ni sus empleados; sus otros acompañantes, mientras tanto, están en guardia para raparle la mesa a cualquiera que ose tener el plato medianamente limpio. Y seguro cuando están en esas alguno dirá al ver pasar un plato de pechuga: “¿Quién pidió pollo”. A lo que una de sus compañeras responderá desternillada de la risa: "¿Uuuuy, así eres para todo". Porque si hay algo que nunca se pierde en una rotonda de comidas es el espíritu recochero.

Horas después, cuando consiga un lugar para no comer parado y le vibra al fin esa especie de bíper que utilizan ahora para avisarle que su pedido está listo, se da cuenta de otro problema: alguien se quedó sin silla, y consiga una... Pero como es viernes y usted lo último que quiere es amargarse el fin de semana desde tan temprano, decide evitar la fatiga y compartir su asiento de acero, que por lo general está helado, y almorzar con su compañero de cubículo codo a codo y con media nalga en el aire. Como si no tuviera suficiente con verlo ocho horas diarias, pateársele las peleas por teléfono con la novia, aguantárselo la tarde después de que almorzó bandeja paisa.

Un consejo, no se ofrezca para traerle la comida a la tetona de la empresa: a menos que sea malabarista o mesero profesional, no hay nada más difícil que cargar una bandeja en cada mano. Otra sugerencia: pida desde el principio suficiente sal, servilletas en exceso y toneladas de salsa de tomate, pues, si de casualidad se queda corto, le va a tocar atravesar de nuevo ese insoportable río de oficinistas que siempre tienen el carné de la compañía a la vista para chicanear que su cargo está en inglés: Executive Senior Assistant Manager. Lo que ellos no saben es que ahora todos los cargos vienen en inglés, es decir, han sido agringados y adornados como mall manizaleño.

Hay un último factor que debe tener en cuenta cuando decida arriesgarse a esta aventura social y gastronómica: la lluvia. Sepa que es más fácil cruzar el Alto de la Línea en temporada invernal que oír, cuando cae un aguacero sobre el techo de vidrio de una plazoleta de comidas, a la persona que uno tiene al frente. El ruido es realmente insoportable. Y como hoy en día llueve las 24 horas, creo que lo más inteligente que puede hacer es quedarse en la oficina y sacar orgulloso el portacomidas, que ya es tan patrimonio de esta tierra pujante como el sombrero vueltiao o el chiflido de Leonel.

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