14 de abril de 2005

Crucigramas

Mi mamá tiene la culpa de que yo me haya vuelto crucigramista. Nadie más. Me resulta fácil recordarla con sus anteojos bifocales que casi nunca limpia, el bolígrafo en la mano derecha y la mirada clavada sobre la página del crucigrama del periódico del domingo.

Por: Mauricio Vargas

Desde hace años la llamo ese día de descanso por teléfono poco antes del mediodía y, como ni ella ni yo vamos a misa, le pido que me ayude a resolver una última duda o -solo en ocasiones muy contadas- me doy el lujo de apoyarla con una pista que la dejó varada en las laderas empinadas de algún monte paquistaní que un rato antes yo he podido ubicar en el Atlas.
A su lado he aprendido que en Europa hay tres ríos medio parientes que se llaman Aa, Aar y Aare, este último el mayor, el gran río alpino que baña a Berna, la capital suiza. El Aar es el más corto, un insignificante afluente del río Lahn, al norte de Wiesbaden. Pero de los tres, es el que más aparece en los crucigramas. No he tocado nunca las aguas del Aar. Ni siquiera lo he visto en una foto. Pero de tanto encontrar este río de dinámico nombre en las grillas de los crucigramas, sería capaz de cometer en su honor algún soneto. Y esa es la primera gran enseñanza de este oficio: que no hace falta ver ni tocar las cosas para conocerlas. Porque el crucigrama no es más que una gigantesca abstracción, un categórico mentis de la teoría empirista, la máxima negación del ver para creer de Santo Tomás. Uno puede conocer el mundo entero por cuenta de los crucigramas, sin moverse del mullido sillón donde se despacha el periódico.
Algo similar me sucede con la fibra de seda que poco se tuerce -Len-, con la patria de Abraham -Ur-, con la hija de Midas -Ia-, o con la luna de Júpiter -Io-, bautizada así en honor de la linda vaquita con la que Zeus se encoñó. También con el dios escandinavo de la guerra -Tor-, con la isla que depende de la Corona Británica, pero que no hace parte del Reino Unido -Man-, con el dios del hogar romano -Lar-, con la piedra sagrada -Ara-, con el indígena filipino -Ita o Eta- o con el indio fueguino -Ona-.
Porque los que apenas se estén iniciando en este curioso pasatiempo, deben saber desde ya -segunda enseñanza- que en las pequeñas palabras, en aquellas tan esenciales que solo necesitan de dos o tres letras para hacerse entender, está la verdadera clave del éxito. No en las pistas de las palabras grandes, fáciles de descifrar desde el momento en que uno consigue develar un puñado de letras gracias a las palabras que se cruzan con la incógnita. Así, Nabucodonosor deja de ser un misterio con su pista de "Rey de Babilonia que venció a los elamitas", si uno le pega a la U, la D y la R final, o si por un golpe de suerte inicial, es posible conocer las dos primeras sílabas.
Es igual que en la vida diaria. El secreto para sobrellevarla e incluso sacarle jugo no está en los grandes misterios, sino en los pequeños arcanos. No en los Nabucodonosor sino en los Io, no en esas palabrotas rimbombantes que a la larga nada dicen, sino en esos monosílabos maravillosos que esconden las grandes verdades.
Y para terminar, hay una tercera lección que los crucigramistas olvidamos con demasiada frecuencia, hasta que esta manía esclavizante nos la vuelve a recordar cualquier mañana en que nos coge desprevenidos. Nunca se sabe lo suficiente como para considerarse inderrotable. Pueden pasar ocho, diez, doce días, incluso el mes completo sin una sola falla, sin un solo día en que uno se vea obligado a dejar un par de casillas sin llenar, una palabra sin descifrar.
Pero después de semejante invicto, una mañana uno se levanta, se despacha el primer sorbo de café aún antes de ducharse, y se enfrenta al crucigrama pequeño, al diario y no al dominical, y en cuestión de segundos entiende que no entiende nada, que ese día no le va a pegar al perrito, que tras repasar las cinco primeras pistas horizontales, la grilla sigue en blanco y que así será por un buen rato, el suficiente para que se haga tarde y uno le quede mal al tipo de la cita de las ocho y treinta. Un fracaso del que habrá que reponerse con la misma disciplina y humildad que el crucigrama se empeña en enseñarnos cada mañana. Porque el crucigrama -y prometo no meterle al asunto más moralejas- no es, como creen algunos incautos, una cuestión de cultura general. Es, sorpréndanse, un asunto de la vida misma.