10 de noviembre de 2006

Cubriendo mi propio diseño de sonrisa

Parecía condenado a morir con la jeta torcida y los dientes chuecos. sin embargo, en un tratamiento intensivo de mes y medio, Eduardo Arias, por primera vez en su vida, pudo sonreír abiertamente y acabar de una vez por todas con el complejo de su dentadura.

Por: Eduardo Arias
| Foto: Eduardo Arias

Imagine usted que es, digamos, el 1º de julio de 1945 y alguien le dice: "Esto es Dresde, reconstrúyalo". Algo parecido debieron sentir el doctor Ciro Garnika y su equipo de colaboradores de la clínica Osisdent cuando se enfrentaron por primera vez a mi boca. Basta observar la radiografía y las fotos de la primera sesión para ver lo que es (o lo que era) aquello: el resultado de haber nacido en el lugar equivocado, en el sitio incorrecto, es decir, ser niño en los años 60 en Bogotá, cuando los dentistas le echaban la culpa de absolutamente todo a los dulces y al mal cepillado de los dientes. Algunos lectores, tal vez los mayores de 40, recordarán aquellas fresas de polea que iban a tres por hora, a esa manía de los dentistas de meter fresa a palo seco hasta que uno chillaba del dolor y ahí sí, luego de humillarlo y decirle nenita, poner un tris de anestesia.

En esa época no había ortodoncia. Uno crecía con la mordida cruzada, los dientes chuecos, se formaban caries en los sitios más absurdos y, claro, era culpa de uno. De comer dulces y del mal cepillado. Además, la mamá, como buena mamá que se respete, se ponía de parte del dentista, así que a la tortura física y sicológica que generaba el instrumental se agregaba el regaño en estéreo del dentista y la mamá.

Pues sí, fue tal la aversión que les cogí a los dentistas que durante muchos años preferí que las caries avanzaran impunemente, aguantar en silencio cualquier dolor de muela, lo que fuera con tal de no pisar una dentistería. Incluso, llegué a tener un diente carcomido por la caries, igualito al de Keith Richards en tiempos de Beggar‘s banquet y Let it bleed. Un tratamiento de conductos (el primero de mi larga lista) en 1978 me salvó de perder uno de los dientes frontales a la tierna edad de 19 años.

En los 80, los dentistas se convirtieron en odontólogos y la doctora Helena Cote vino al rescate de mis muelas y desde entonces, de manera abnegada y paciente, ha hecho lo que ha podido. Y yo me había resignado a mi mordida cruzada, mis dientes chuecos hasta que llegó este papayazo de SoHo que, en mes y medio, me dejó casi listo y como nuevo.

Antes de continuar es importante advertir que el mío es un caso muy complicado. Así que una persona normal que se someta a un tratamiento de restauración no tendrá que soportar ni la décima parte de lo que yo viví.

En la primera valoración, el doctor Andrés Garnika hizo el listado de todo lo que tocaba hacer. Y vaya listado. Creo que solo dejó de mencionar un par de dientes. De resto... Le dictó a la asistente una larguísima lista, algo así como "32 corona, 17 conducto, 18 conducto, 19 conducto, 20 corona, 21 corona, 23 cambio de calza". Una combinación de todas las formas de lucha: rayos X cada rato para detectar posibles caries, medida de los conductos, explorar zonas de dolor. Profilaxis para limpiar los dientes de placas y cálculos; endodoncia (los famosos tratamientos de conducto), periodoncia (cambiar calzas de metal y resinas viejas por nuevas) y todo lo que tiene que ver con la reconstrucción y el emparejamiento. No sé si ustedes hayan visto en MTV el programa Enchula tu máquina, en el cual un rapero llega con un carro destartalado a un taller en Los Ángeles y en tiempo récord le devuelven una nave como de otra galaxia. Algo así tenían que hacer conmigo, así que el doctor Garnika y sus doctoras se pusieron manos a la obra para reconstruir en mes y medio lo que en principio no tenía arreglo.

Para comenzar me tomaron unos moldes de mis dientes en una gelatina que se seca y que sirve para elaborar unos modelos en yeso, con los cuales trabajan la reconstrucción de los dientes. Dónde se debe emparejar, dónde tallar, dónde agregar, dónde quitar. Al comienzo todo iba como suave. Una limpieza previa el 30 de agosto, una sesión de fotos el lunes 4 de septiembre y otra limpieza de dientes con un removedor de manchas llamado Detatrol.

El 11 de septiembre, cinco años después de los atentados de Al Qaeda a Nueva York, comenzó la cosa en serio. La doctora Sandra (su nombre completo es Sandra Milena Ogando, de Valledupar) comenzó con la endodoncia, es decir, los tratamientos de conductos. Este es un procedimiento mediante el cual le sacan los nervios a un diente o una muela cuando la caries es muy profunda. En mi caso se hicieron unos conductos en dientes que estaban en buen estado pero que  era mejor quitarles el nervio para que al tallarlos para la restauración, no tuvieran sensibilidad. La primera parte consiste en meter la fresa hasta el fondo, luego sacar el nervio, limar el conducto con unas especies de banderillas en miniatura. Para ello se mide con la radiografía la profundidad, que puede ser del orden de unos 20 milímetros, ese dato varía. Para dejarlos asépticos les inyectan hipoclorito de sodio y uno siente como si se acabara de tragar una piscina. Luego se sella cada conducto con unos palillos muy delgados que luego queman con un mechero.

Yo estaba acostumbrado a conductos en sesiones de dos y hasta tres citas. Pues bien, la doctora Sandra me sacó los nervios de dos dientes como en una hora. Ocho días después siguió el tratamiento. Otros dos conductos y —todo se paga en esta vida de una u otra forma— apareció el primer obstáculo. A la muela 17, la del extremo superior izquierdo, la doctora Sandra le extrajo los dos conductos que mostraba la radiografía, pero algo le decía que había gato encerrado. O mejor, se puso a buscarle tres patas al gato. Y tenía razón.

Una de las características más intrigantes de los odontólogos es por qué les ponen tema de conversación a sus pacientes cuando estos tienen en la boca una fresa, un succionador de agua y saliva, un gancho que aísla la muela al que le pegan un caucho y la mandíbula a punto de desencajarse luego de media hora seguida de tenerla abierta. Y lo peor es que, como uno se siente obligado a contestar con unos balbuceos patéticos como de retrasado mental con problemas de lenguaje, el odontólogo supone que a uno le duele algo y uno tiene que hacer señas de que no, que siga que pa lante es para allá.

Al día siguiente, a puro ojímetro, la doctora Sandra intentó dar con el bendito conducto que al parecer se había calcificado, pero nada. Había una molestia, así que esa muela quedó en un largo y doloroso veremos.

El viernes 22 de septiembre, la doctora Liliana Gaviria tomó el primer relevo y comenzó a cambiar calzas. Digamos que mi boca era como una historia reciente del desarrollo de la periodoncia: amalgamas, resinas de colores diversos, mejor dicho, un mercado persa. Así que la tarea era, por decir lo menos, dispendiosa. Luego de remover la calza, se aplica una sustancia desmineralizante de color azul y sabor muy ácido, la fijan durante 10 ó 20 segundos según el caso con una lámpara halógena que emite una luz azul, luego llenan la tronera con resina y luego la polimerizan con la lámpara. La primera cita fue de maravilla: dos calzas en una hora y el primer cambio visible en mi boca. Después de 30 años podía mostrar con cierto orgullo la mitad de una hilera de muelas sin calzas metálicas. Pero todavía estaba en plena obra negra.

El 25 de septiembre celebré 24 años de matrimonio con una nueva e infructuosa búsqueda del conducto calcificado. El misterio continuaba. Al otro, día la doctora Liliana cambió otras dos resinas sin mayores sobresaltos y comenzó a burlarse de mis muecas. Cuando uno ha padecido al dentista desde la infancia genera una cantidad de gestos previos al dolor, porque uno sabe que jamás debe confiarse de una fresa. En el mejor estilo de los sicarios, tal como los describen los redactores judiciales: "Sin mediar palabra, la fresa tocó el nervio y luego se dio a la fuga". El dolor de la fresa, además, siempre es agudo y en milisegundos crece de manera exponencial. Es muy distinto cuando a uno lo escarban con un chuzo o cuando uno se jode una muela con un palillo. Esos dolores son lentos, sostenidos, digamos, más naturales.

La peor sesión duró unos 20 minutos. No recuerdo la fecha ni la hora, solo el violento dolor que sentí cuando limpiaron mis dientes y encías con una especie de cuchilla que bota agua y que avanza implacable sin importar si medio duele o si duele en serio. Gracias a ese barrido quedó claro que en la muela 17 había una caries sin resolver (el famoso tercer nervio sí era real) y también que del otro lado había una caries profunda debajo de unas calzas. Dos muelas a las que les habíamos dado largas con la doctora Helena Cote gritaban: "¡Presentes y combatiendo!".

Luego entró en escena la doctora Francia Ospina quien, como su nombre lo indica, resultó muy analítica y cartesiana. Ella se encargó de adaptar la mandíbula a la que sería su nueva posición y lo hizo con dos aparatos. El primero, una pequeña placa de acrílico que sostenían los dos dientes superiores. Ni idea cómo funciona el aparato, pero en apenas dos noches de uso el músculo comenzó a adaptarse a su nueva posición y lo que parecía una utopía (que en tan corto tiempo se pudiera cambiar una  la mordida, sin alambres ni cirugías ni nada por el estilo) comenzaba a hacerse realidad.

El martes 3 de octubre, Día del Odontólogo, la doctora Liliana enfrentó unas viejas calzas muy sólidas y compactadas, y le tomó muchos minutos meterle la fresa hasta el fondo a una de ellas. Además, apareció una caries y de nuevo comenzó a molestar el nervio calcificado. Algo así como el regreso del muerto viviente. Dos días después se hizo realidad la sospecha. Debajo de esa calza enorme de la muela del lado izquierdo había una caries tremenda. Anestesia, olor a acuario, radiografía... así que esa muela también quedó en veremos, es decir, en manos de la doctora Sandra. El sábado 7, de nuevo la doctora Francia, esta vez para fabricar el segundo aparato, un gran paladar para los dientes de la parte superior, el que acabaría de destorcer la mordida. No es conveniente llegar enguayabado a este tipo de citas, pues la placa se fabrica in situ y el olor a disolvente orgánico, a precursor químico, mejor dicho, a bóxer concentrado de la resina llega derecho a la neurona. Luego de una dispendiosa labor de talla salí del consultorio con una placa del tamaño del protector de boca de un boxeador. Aunque cargar con ese aparato era todo un incordio, el cambio se comenzó a notar casi de inmediato:la mordida se iba a descruzar el día que adaptaran muelas y dientes a la nueva postura. El lunes 9 de octubre (cumpleaños de John Lennon), la doctora Liliana siguió con su tarea y dos días después sacó el último vestigio de amalgama, no sin antes admirar (y maldecir) la excelsa calidad de las calzas de Helena Cote. Es más. Si la hubieran contratado para construir TransMilenio, Bogotá no estaría padeciendo los traumas que ha provocado el relleno fluido del alcalde-gerente Peñalosa.

Hasta ese momento, el doctor Ciro Garnika había sido un nombre que se citaba todo el tiempo: "Preguntémosle al doctor Ciro qué hacer con esa muela", "creo que el doctor Ciro piensa restaurarla"... Era como Charlie, el de Los Ángeles de Charlie. Pero el 13 de octubre, día de San Eduardo, el doctor Ciro me hizo el primero de dos implantes. Eso consiste en abrir un hueco en la mandíbula en el sitio donde ya no hay muela, raíz ni nada para insertar allí un soporte de titanio que más adelante servirá de soporte al implante. De pronto me sentí en Home Center. Luego de una generosísima dosis de anestesia abrió un hueco en la mandíbula con un taladro. La broca entró sin mayor contratiempo, sin ningún dolor y luego, con un rack como los que utilizan en los talleres para apretar copas, me introdujo en el hueso el soporte del implante. Todo esto se hace con precisión milimétrica, no solo de longitud sino también de presión. La que suponía que iba a ser la sesión más traumática y larga no tomó ni media hora. Salí feliz a trabajar con un tornillo redondo que recuerda vagamente la unión de una ficha de Lego.

Si no fuera por el par de muelas era como estar en la recta final. La doctora Francia comenzó a reconstruir la nueva mordida en una sesión de tres horas de artesanía de alta precisión. Aquel fin de semana comenzó a doler la mandíbula que aún no se acostumbraba a su nueva posición y al masticar sentía que estaba comiendo vidrio. Una manera muy efectiva de hacer dieta pues uno solo come lo indispensable para no morir de inanición.

En otra sesión de tres horas, la doctora Francia reconstruyó mis dientes inferiores y esos enanos horribles por fin adquirieron un aspecto decoroso. Esa tarde, la doctora Sandra me atendió en dos sesiones. Logra sacarme, con bastante brega, los tres nervios de la muela de la caries oculta. Dos horas más tarde vuelvo y logra dar con el conducto calcificado, tarea que debe adelantar a palo seco porque el dolor es el que la guía para dar con el escondrijo.

En los siguientes días, la doctora Francia siguió con sus labores varias, entre ellas bajarse dos coronas que debe reemplazar. En cinco horas logró darle un aspecto casi que definitivo a lo que va a ser mi mordida. No es fácil mantenerse cinco horas casi que continuas con la boca abierta mientras se mide, se pule, se corrige. Puro aguante. Por suerte a eso estamos más que acostumbrados los hinchas de Santa Fe. Esa misma tarde, el doctor Ciro hizo el otro hueco del implante. Esta vez, para aliviar la angustia porque la mandíbula y los músculos comenzaban a cobrar aquellas sesiones de cinco horas, me puse a pensar en los 30 y pico de años que se van a gastar los suizos para hacer un nuevo túnel cerca al Gotardo.

Esa noche sí fue de perros. Se alborotaron huesos, músculos y hasta el fantasma de una muela que hace por lo menos 18 años dejó de existir comenzó a dolerme, como si se tratara de una película neorrealista en las que los curas o los peluqueros sacaban muelas a palo seco y con alicates. Pero había que perseverar. El que quiere marrones que aguante tirones. Y el viernes me sometí, en medio de la fiebre y los escalofríos, a cuatro horas más de mampostería, retoque y pulimento con la doctora Francia.

El resto han sido más retoques con la doctora Francia y el doctor Ciro. Al cierre de esta edición tengo lista la maqueta de lo que serán mi nueva mordida y mis nuevos dientes. Hace falta poner los dos implantes, reemplazar algunas piezas temporales y, muy seguramente, usar unos cuantos meses brackets o un paladar para expandir aún más los dientes superiores. Además todavía tengo que acostumbrarme a mi nueva mordida, a hablar de corrido sin que la lengua se tropiece con la nueva dentadura.

Pero lo que falta son detalles menores. Al igual que los raperos de Enchula tu máquina yo ya puedo gritar: "¡Gracias, Osisdent, por arreglarme mis dientes y mi mordida!".