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15 de octubre de 2015

Cuento

42 segundos (un cuento sobre correr)

Uno de los grandes periodistas del país, Fernando Quiroz, reúne en este relato inédito sus dos pasiones: escribir y trotar. ¿Qué pasa por la cabeza de un maratonista en plena carrera? Lea y lo sabrá.

Por: Fernando Quiroz

No estaba pensando en música: ¡qué va! Estaba pensando en la rodilla derecha. Aunque pensando es un decir: la estaba sintiendo, la estaba sufriendo. Después de 15 kilómetros no se piensa mucho. Se padece. Se resiste. Y yo resistía, pero sentía que además del cuerpo debía cargar con los temores que me asaltaban por cuenta de la rodilla. ¡La rodilla! En un momento tuve el impulso de maldecirla, pero me arrepentí. Si la trataba mal me iba a jugar una mala pasada. Me dejaría botado antes de llegar a la meta. De manera que no solo me arrepentí, sino que además me excusé con la rodilla. Le hablé, como si no fuera una rodilla sino una amiga. Y ni siquiera me sentía ridículo mientras le hablaba, como me siento ahora al recordarlo.

Desde que pasé al lado del cartel que anunciaba el kilómetro 11, la rodilla derecha empezó a dejarse sentir. Era un pequeño tirón. Un tendón lastimado, quizá. Hacía cuentas de todo lo que me faltaba —es decir que, en el fondo, sí pensaba— y calculaba que la rodilla no me llevaría hasta el final.

No estaba pensando en música. Pero de pronto me empezaron a llegar unas notas que algo me decían: aunque no sabía qué. Y a medida que me acercaba a ellas, porque en realidad era yo el que me movía hacia la fuente del sonido, y no el sonido hacia mí, me resultaban más familiares. Al cruzar la esquina de La Cincuenta, el sonido se hizo mucho más intenso, y no me demoré en ver la banda que le daba vida. Cuando vi a la mujer que tocaba el saxofón, quise saber a dónde me remitía su música. Quise detenerme un momento en su cara, como si acaso allí fuera a encontrar la respuesta, pero la rodilla reclamó protagonismo. La había olvidado desde que apareció la música, aun antes de reconocer que se trataba de algo familiar. Dicen que una maratón se corre más con la cabeza que con los pies, y haber distraído el dolor fue maravilloso. Recordé a mi entrenador de los años de colegio: si te ataca ese dolor al que le dices bazo, piensa en la niña de noveno que te tiene embobado; cuando menos te des cuenta, el dolor se habrá ido. Todo está acá, me decía mientras se llevaba el dedo índice a la sien. Todo. Aprende a distraer los dolores: aunque te toque distraerlos con otros dolores. Si te duele un pie, clávate lentamente una uña de la mano en cualquier lugar del cuerpo: en otro dedo, en una pierna. Siente el nuevo dolor, como si lo hubieras estado esperando, y verás cómo el dolor verdadero, el del pie, se sentirá relegado y desaparecerá. O sencillamente te olvidarás de él.

Eso pasó con el saxofón de aquella mujer. Y la distracción se prolongó por un par de kilómetros, hasta que fui consciente de que el dolor había desaparecido. Y seguí mi recorrido en compañía de aquella duda que me atormentaba, pero que al mismo tiempo lograba poner mi cabeza en otra dimensión: lograba independizarla de unos músculos y de unos tendones que, sin duda, trabajaban con menos presión, como si ellos mismos pudieran decidir el ritmo al que avanzaban.

Los últimos dos kilómetros, sin embargo, no tuve cabeza más que para tratar de conjurar todos los dolores que explotaron de repente. Para tratar de sobreponerme a una falta de fuerzas que bien podría haberme mandado al piso.

Eso creí: que ya no tenía cabeza para la duda que fue mi dama de compañía. Cuando entré en la última recta y vi, a lo lejos, la valla que anunciaba la meta, sentí una satisfacción enorme: sentí que todos los dolores tenían una razón, que todas las molestias tenían un noble fin. Y de repente, del fondo de aquella mezcla de dolores y sentimientos surgió la respuesta que tanto había buscado: aquella música era la misma que una banda más discreta que la del kilómetro 15 había interpretado el día que despedimos a Andrés de este mundo.

Cuando caí en la cuenta, primero sentí rabia por no haber identificado antes aquella melodía. Y era curioso sentir rabia mientras cruzaba la meta con los brazos en alto. Pero la rabia le dio paso muy pronto a una tristeza profunda. Dos años atrás, habíamos terminado la carrera con 15 minutos de diferencia: 15 minutos a favor de Andrés, que ya no estaría para burlarse de mis malos tiempos. Precisamente, pensaba en sus bromas de aquella vez cuando me colgaron la medalla sobre una camiseta en la que se sumaban el sudor y las lágrimas. Había logrado mejorar mi tiempo en 42 segundos, a pesar de la rodilla derecha. Pero esa tarde no pensé en lo significativo de mi hazaña deportiva —pues era, sin duda, un triunfo haber mejorado el tiempo de la última vez—, sino en los chistes que jamás volverían. Y en esa última meta que Andrés había cruzado para siempre con significativa ventaja y más allá de la cual no tenía la menor idea de lo que pudo haber encontrado.

@quirozfquiroz
 

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