Home

/

Historias

/

Artículo

14 de mayo de 2009

Daniel Coronell en una regresión

Por: Daniel Coronell
| Foto: Daniel Coronell

Debo confesar que impedí deliberadamente que la regresión fuera más atrás. Llegué a un lugar placentero en mis recuerdos de infancia y no quise moverme de ahí. La buscada regresión no me llevó a una vida anterior, sino a un momento inmensamente feliz, o a una combinación de momentos felices que tenía extraviados en la memoria. Los pude recuperar y vivir por unos minutos. Con los colores, sabores y olores que creía perdidos para siempre.

Fui a hacer esta crónica con mucho escepticismo, porque hace varios años pude vivir una experiencia similar con el padre de la teoría, el médico psiquiatra estadounidense Bryan Weiss, y aunque teóricamente pude "ir a una vida anterior" me quedé con la sensación de que el doctor Weiss tenía la habilidad de trabajar la mente de sus pacientes para transformar un plácido sueño, inducido por la hipnosis, en un recuerdo aparentemente real. Salí de su elegante consultorio de Miami con pocas preguntas, como si me hubiera bajado de una atracción de Disney.

Esta vez fue distinto. Por una razón simple: lo que pude ver y sentir realmente me había sucedido.

No estaba ante un reconocido médico y celebridad universal de los medios, sino ante un jubilado de Ecopetrol. El doctor Carlos Villalobos Alvarado es un abogado de la Universidad Externado de Colombia, con especializaciones en Derecho privado, laboral y gerencia de recursos humanos. Una hoja de vida que —en su parte formal— no parece conectarlo con una práctica que está a mitad de camino entre la psicología y las ciencias ocultas.

El gentil jurisconsulto llegó a la onda de las regresiones después de muchos años de mantener una doble vida. Mientras tramitaba resoluciones y emitía conceptos para la estatal petrolera, estudiaba —con la dedicación propia de las vocaciones tardías— Psicología y Parapsicología. Cuando se pensionó, el hobby de treinta años se convirtió en la razón de su existencia. Abrió una oficina en el norte de Bogotá para hacer regresiones y no le han faltado los interesados.

A ese minúsculo despacho, decorado con libros y una que otra imagen religiosa, llegó hace un tiempo una mujer inválida que quería encontrar explicaciones para su postración.

En medio del trance hipnótico, y de acuerdo con la versión del doctor Villalobos, ella recordó que en una "vida anterior" había tratado de retener al hombre que amaba mediante sortilegios de magia negra. El maleficio no funcionó, pero se sentía culpable de haber recurrido al infame conjuro para forzar la voluntad de su amado y, al mismo tiempo, de no haber sido capaz de ir a buscarlo con los argumentos del más acá.

La mujer concluyó que le habían "amarrado las piernas" en esta vida para cobrarle la cobardía de no haber dado esos pasos en aquella otra. Ella no se recuperó de su invalidez de nacimiento, pero conocer las aparentes razones preexistentes de su limitación le ha servido para hacer más amables sus días. Después de la terapia, le sobrevino una alegre resignación que le ha hecho más fácil arrastrar su dolor hasta cuando, con la lección aprendida, parta hacia una nueva vida.

No me parece poco por 80.000 pesos, que es lo que cobra el doctor Villalobos por consulta.

De la mano de este curioso personaje, vestido como un jefe de oficina, me disponía a viajar hacia mi pasado remoto para descubrir el origen de mis temores. De acuerdo con la teoría que fundamenta estas terapias, todos los problemas de una persona tienen su raíz en esas existencias anteriores.

"Por ejemplo, Óscar Iván Zuluaga en su vida anterior pudo haber sido un container y por eso ahora es un paquete", intenté hacer un chiste para romper el hielo. El doctor Villalobos, apenas sonrió, mientras me explicaba que era necesario buscar un problema, o un tema pendiente, para fijarle una agenda a la regresión. Sin ese plan, el viaje a las "vidas antes de la vida" no tenía sentido.

Lo único que se me ocurrió fue consultar por un tema evidente: cada vez que estoy bajo presión —y últimamente lo he estado— subo de peso incontroladamente. Quisiera no refugiarme en los chocolates cuando arrecian las tempestades que con frecuencia me busco, o me acechan.

Con una presa clara para buscar en el bosque de mis vidas anteriores, el doctor Villalobos empezó a cambiar el escenario de la cacería. Cerró las persianas de su oficina, cambió la música de Chopin por algo parecido a "new age", convirtió en cama un sofá que está al lado de la puerta, me invitó a acostarme en él, me cubrió con una manta y me entregó dos cuarzos para sostener en cada mano.



EL PASADO EN PRESENTE

Me siento inmerso en un terrible ridículo del que no tengo ya argumentos para escapar y cohibido, todavía más, por la presencia del fotógrafo que ha hecho su mejor esfuerzo para volverse invisible. Un esfuerzo frustrado en los 16 metros cuadrados de esa oficina.

—Cierra los ojos —pide el doctor Villalobos con su voz de barítono—, vas a ver, o a imaginarte, que estás en un salón grande.

Sin opción para oponerme, decido sumarme al juego con sumisión. En el fondo del alma, no quiero desnudar mi mente frente a un señor que acabo de conocer y además dejar fotos de ese momento necesariamente vulnerable. Pero no hay remedio. Trato de imaginarme el salón y el primero que me viene a la memoria es el de la casa de mi tía-abuela.

—Allí, al fondo, hay una escalera —describe él, como si pudiera mirar en mis recuerdos—, vas a decidir si quieres subir o bajar.

Momentos antes de iniciar la sesión, el doctor Villalobos me había explicado que, en algunas ocasiones, y dada la relatividad del tiempo, es posible que las personas puedan vivir "experiencias futuras". Esas excursiones no se llaman regresiones, sino progresiones. La posibilidad me atrae mucho, pero he empezado a presentir, en medio de la concentración hipnótica, que mi tía-abuela —a la que adoré— puede estar por ahí.

—Quiero bajar por la escalera —le digo imaginándome que tal vez pueda verla, que tal vez ella esté allí donde se sentaba a ver la televisión y a tejer—, quiero caminar por esta escalera.

—La decisión es tuya —responde serenamente el jubilado—, vas a encontrar un florero sobre una mesa.

Esas flores rojas que ella cortaba del jardín de su amiga Luisita y ponía en un jarrón de vidrio sin quitarles las hojas. Tenía un sentido innato de la estética, por eso todo lo que tocaba ganaba cierta dignidad.

—Vas a caminar hasta encontrar una puerta —ordena el doctor Villalobos, mientras que mi otro yo, que sigue ahí tendido en el sofá-cama de la oficina, siente el destello de un flash—. Camina despacio hasta esa puerta.

Conozco de memoria esta casa. Aquí jugué a las escondidas cuando era un niño. No hay rincón de ese lugar que no hubiera explorado. He mirado milímetro a milímetro esos techos altos. Conozco los puntos donde la humedad ha hecho saltar el yeso de las molduras. He oído mil veces el crujir de las viejas tablas del piso (y ahora empiezo a sentirlas otra vez, bajo mis pies). La casa está llena de puertas, y sé adónde lleva cada una. Esta, por ejemplo, conduce a un patiecito en donde hay un viejo aljibe que guardaba aguas lluvias en los primeros tiempos de la edificación. Nunca lo vi funcionando pero mi tía-abuela, a quien siempre le he dicho ‘Tata‘ (por casualidad es el mismo mote cariñoso con el que llaman a mi esposa), me ha contado para qué servía. Voy a usar esa puerta.

—Te vas a encontrar con un jardín —sé que el doctor Villalobos está equivocado. Detrás de esa puerta no hay ningún jardín—. Es muy bello, está lleno de flores de muchos colores.

Para mi sorpresa empiezo a ver el tal jardín que no corresponde a mis recuerdos. Me da vergüenza interrumpirlo, pero quiero seguir buscando a mi Tata en la casa. Sin embargo, mi yo responsable me obliga a seguir sus instrucciones.

—Al fondo vas a ver un árbol —continúa el hipnotizador—, es muy grande y frondoso. Allí hay dos personas esperándote.

Mi corazón salta a toda marcha. Allí junto al árbol que imagino está ella, mi Tata. Sonriente como casi siempre, con las canas peinaditas, las manos llenas de pecas y su inseparable argolla de matrimonio. Lleva de la mano a un niño, tendrá unos tres años, es un poco más grande que mi hijo menor. Y se parece mucho a él.

—Uno de ellos es el ángel que te guiará —explica Villalobos—, el otro eres tú mismo. Camina a donde te lleve.

Me muero de las ganas de abrazarla y contarle toda la falta que me ha hecho, pero es raro, es como si yo no estuviera ahí. Como si en ese lugar imaginado solo hubiera espacio para la abuela y el niño. Ella no necesita hablar. Verla me ha devuelto una seguridad perdida hace mucho tiempo. Siento que a su lado nada malo me puede pasar. Que ella me quiere, me cuida y que nadie me odia.

—¿ A dónde te lleva? —pregunta el entrometido doctor—, tienes que contarme para dónde van.

—Al comedor —respondo con disimulada mala gana.

Espero que el doctor se calle por un momento. No quiero contarle lo que está pasando por mi imaginación, pero he empezado a sentir el olor de la torta de chocolate que ella preparaba. Es increíble porque durante mucho tiempo he tratado de revivir ese recuerdo. He probado mil postres en busca de ese sabor de la infancia. He encontrado algunos muy buenos, y muy parecidos, pero ninguno igual.

A lo lejos oigo los pasos de Chabela, la empleada que acompañaba a mi Tata pero, aunque me esfuerzo, no logro verla. La recuerdo tan bien. Su acento tolimense, sus ocurrencias divertidas, pero no puedo verla.

Mi Tata tiene alzado al niño, que soy yo, y puedo sentir el calor de sus manos. Me está poniendo en una mesita infantil de comer. Esa mesa era comedor y cuando se doblaba se convertía en una especie de carro. Una vez, jugando con ella, rompí con el carro un enorme espejo de cristal de roca que mi abuela adoraba. Recuerdo que no me regañó, solo me alzó rápido para ver que no me hubiera cortado y me dijo que no importaba que, al fin de cuentas, era un espejo muy viejo.

Pero eso debió pasar después de este recuerdo porque allá, en el fondo, a través de la puerta del comedor, puedo ver intacto el espejo que alguna vez rompí. Mi Tata me canta. Oír su voz de manera tan nítida me conmueve y me hacer sentir inmensamente feliz. Luego empieza a darme la torta y no quiero que se acabe. Cada cucharada tiene aquel sabor jamás reencontrado. Estoy disfrutando mucho mi recuerdo y le contesto al doctor Villalobos con lo primero que se me ocurre para no distraerme. Es tal el cúmulo de sensaciones que, sin razón alguna, se me escapa una lágrima.

—Tranquilo —dicen al tiempo mi Tata, en mis recuerdos, y el doctor Villalobos, sentado al lado del sofá-cama.

No sé cuánto tiempo ha pasado pero quisiera estar ahí un poco más. Me resisto a que esta especie de sueño-recuerdo con sabores y olores termine. Tengo la terrible certeza de que nunca más podré verla así, como la estoy viendo y sintiendo ahora. Quisiera hablar con ella y contarle tantas cosas que me han pasado. Hablarle de mi esposa y de mis hijos, quizás mostrarle las fotos que mi cursi "otro yo" guarda en la billetera sobre la que está acostado en el sofá del doctor Villalobos.

—Ya vamos a volver —ordena el terapeuta. Yo todavía no quiero, pero no estoy al mando.

Alcanzo a abrazar a mi Tata y a llevarme enredado el olor de su pelo.

—Vas a despertar, cuando lleguemos

—todo se hace difuso en mi hermoso recuerdo, mientas el hipnotizador cuenta hacia atrás—. Cuatro, tres, dos, uno.

Como un resorte me levanto del sofá. Han pasado dos horas desde que empezamos la sesión.

—¿Cómo le pareció? —pregunta Villalobos, quien en ese instante deja de tutearme.

—Un psicoanálisis con música —respondo.

Aún hay muchas preguntas para las cuales no tiene respuesta la ciencia. Sensaciones y gustos que sobreviven en tejidos de personas que ya murieron. Por ejemplo, está bajo estudio el caso de un hombre que odiaba la cerveza pero que empezó a disfrutarla después de recibir, en un transplante, el corazón de alguien a quien sí le gustaba.

¿Guardan nuestros genes recuerdos

, ¿es posible, bajo hipnosis, rememorar vivencias de quienes nos antecedieron

, ¿tuvimos vidas anteriores? o ¿todo es una farsa?

Regresión o no, desde el día de mi encuentro con el doctor Villalobos he empezado a perder peso. Apenas van cuatro kilos, pero algo es algo.

Daniel CoronellHistoriazona crónicaCrónicas SoHoRecursos Humanos